/Hasta que choque China con África

Hasta que choque China con África

– Así que estas enamorado de una mina que no has visto – Dijo risueño Fernando, antaño “Coti”, que en el pasado se hubiese muerto de risa de la suerte de su compañero de café.

– Si que la he visto – respondió en seco Horacio, el vendedor de sellos de la galería Ruffo.

– Bueno en la foto de su documento… y ella no te ha visto a vos, ¿verdad? – remató irónico.

– No boludo, no me ha visto… ¿para que me torturas con tantas preguntas?, ¿acaso yo te jodo con que estas enamorado de una lesbiana?

– Un amor imposible… como todos siempre tendremos – resopló Fernando con el dedo en la llaga. – Quiero darte una mano – agregó reponiendo la mirada.

– ¿Qué mano me queres dar?

– Mira Horacio… antes era un boludo y lo sabes. Andaba todo el día lastimando minas, si entender que era esto del amor… hasta que me tocó sufrir y ahí caí.

– Cierto…

– Bueno… si algo aprendí fue el arte de cazar. Vos crees que no vas a poder encontrar jamás a Eva. Yo quería verte para decirte que es tan fácil como ganarle al Tulio una carrera de embolsados – dijo mirando al camarero del Café Isaac Estrella con sus 140 kilos tan honrosa y masculinamente bien llevados.

Ambos rieron..

– Fer… solo vi la fotocopia del documento de Eva… solo recuerdo que se llamaba Eva, con esa sonrisa ni siquiera pude leerle el apellido. – dijo Horacio con la vista cansada.

– Viejo… recordá. Me dijiste que la madre quería un sello porque se recibía la nena de psicóloga, que estaba haciendo la tesis, ¿cierto?

– Si… encima psicóloga, ¿vos sabes cómo me deja esa mina en dos miradas?

– Igual que vos la dejarías en dos palabras… pero en fin… hay dos universidades en la que se estudia psicología. Buscamos a las minas más grandes y les preguntamos por las fechas de los exámenes.

– ¿Vos decís? Me da vergüenza… mirá si nos descubren.

– Vos dejame a mí… yo me hago pasar por amigo de la mina y las chamullo con que es una sorpresa… ¿has visto la sonrisa que tengo? – dijo canchero Fernando mostrando una fila interminable de dientes blancos.

– Tendrías que haberte quedado en la secta de pelotudos esa – respondió Horacio riendo entusiasmado.

En realidad el chiste le había venido excelente para ocultar la felicidad natural que le daba pensar que quizás podría verla… una vez al menos… de carne y hueso y no en una foto.

El plan salió a la perfección. A primera hora de la mañana indicada estaban los dos sentados en un café cerca de la Universidad de Congreso. Horacio sentía nervios adolescentes en las entrañas.

– Baja un cambio Hora… no la vas a poner – bromeó Fernando.

– ¿Sabes hace cuánto esperaba este momento?… pensar que esta a menos de cien metros de mí me pone tieso – dijo Horacio sin poder dejar de mover los pies y frotarse las manos.

– Bueno hombre sensible de Flores… si queres que no se te escape de esos cien metros yo diría que vayas yendo.

Horacio apuró el último sorbo de café, hubiese preferido que fuese un whisky que lo envalentone antes que aquella infusión amarga y compañera de tantas horas de soledad. Se paró y caminó sin vacilar hacia la universidad.

Entró, recorrió los pasillos, subió escaleras, cientos de rostros pasaron delante de él… esa sensación espantosa que siempre lo agobiaba. Sentirse solo en un mar de gente, un mundo lejano, un planeta desorbitado, una nota desafinada en una armonía lejana y ajena. Entonces su mente comenzó a volar… se le hacía posible encontrar reparo a tanta hambre filosófica dentro suyo en los momentos de mayor tensión. Por eso podía manejar catorce horas sin parar o escuchar discos completos sin prestarle atención a un solo acorde… incluso acabado el disco. Era como que el cuerpo continuaba mecánicamente un curso errático, mientras su mente se alejaba hacia otro lado y comenzaba a profundizar en los sitios más recónditos de su inconsciente. Ahí encontraba todas las respuestas que no encontraba en sociedad. En él… el secreto estaba en él.

Solía volver en sí y estallar en risas al encontrarse a distancias absurdas de donde recordaba, olvidando por completo el recorrido, o siendo sorprendido por una bocina, grito o roce… pero esta vez la sorpresa fue otra…

Doblando por un pasillo se chocó con Eva… varios libros cayeron al piso… y las paredes, y los cielos, y los siglos, y los árboles, y los colores, y el sol… ese sol que entró por los techos y la iluminó, que la dejó radiante y hermosa, y ahora cae la lluvia, y la música gritó al cielo su amor, y el perfume de la dopamina inundó cada milímetro de su cerebro, y un torrente de electricidad recorrió infinitamente su cuerpo, volviéndolo azul, vibrante… fuego, chispas, incendio, vida. El mundo alrededor cayó… y ya nada más importaba, ya no había más nada, ni pasado, ni futuro, ni presente. Ni ayer, ni mañana, ni hoy… Sus miradas se sorprendieron al punto de no necesitar siquiera observarse para saber que se habían hallado. Eran dos en kilómetros infinitos de soledad. Encontrados luego de esta seguidilla de desencuentros que es la vida. Las pupilas de los ojos negros de Eva se dilataron, Horacio contuvo la respiración… Era Eva… ella. Eva. Su Eva. Era Horacio… su Horacio. Eva y Horacio. Eva… era ella, dueña de la sonrisa perfecta, la mirada salvaje, sus cejas oscuras casi tan finitas como aquellos ojos chinos, sus labios rojos haciendo de decorado sublime de una boca de ensueño, su mentón, su piel morena. Era Eva, tan justa y perfecta como cada instante que la soñó. Por siempre Eva… jamás nada iba a ser lo mismo. Eva…

– ¿Estas bien mi amor? Te ayudo – dijo una voz ajena a la escena que hizo tocar el piso a Horacio… y todo se detuvo. No tanto por el “ashudo” que denotaba el origen porteño del muchacho, sino porque lógicamente venía acompañando a Eva.

Era el ingeniero que se la iba a llevar a Europa una vez recibida. Horacio, rojo de desconcierto, intentó ayudar, al tiempo que tartamudeando mezcló un “hola” con un “te ayudo” que quedó diluido en una palabra sin sentido sumado a un descoordinado intento de levantar los libros del piso.

Los tres se pusieron de pié luego de que Eva terminase de tomar los libros sola. Horacio se quedó tieso con la mirada fija en ella, la cuál fue correspondida con sorpresa y… si… con sorpresa y nostalgia. Ambos se dieron cuenta. El porteño lo apartó amablemente y Eva continuó su camino hacia la sala del examen. Un metro antes de entrar giró la cabeza y fijó la vista en aquel extraño desconocido… que la miraba desde lejos, desde las sombras, en silencio… como siempre.

Volvió al café mas viejo y más cansado que nunca… con la certeza de que ella sentía lo mismo, pero no. De que ella quería lo mismo, pero no. De que ella quizás pensaría en él, pero no.

– La viste… es obvio – dijo Fernando – poniéndole tímidamente una mano en el hombro a Horacio, quién dejó de lado todo ese machismo absurdo que a veces lo recubría y se fundió en un abrazo con su amigo, escondiendo su rostro en la solapa para que no lo vean llorar. Fernando se percató y acompañó el abrazo.

– Hasta que choque China con África… – dijo Horacio secando las lágrimas de desamor.

– ¿La vas a perseguir? – respondió Fernando haciendo alusión a la canción de Sumo.

– No… la voy a esperar.