Como olvidarme de esos domingos cuando llegaba a su casa, lo encontraba siempre sereno, mirando hacia la calle con su pequeño carro con el que vendía flores en la calle. Me acercaba tranquilamente y le daba un abrazo bien fuerte. Me miraba con esa mirada profunda, negra y limpia que me penetraba hasta lo más hondo de mi alma. Lo ayudaba a meter el carro y lo acompañaba hasta la entrada. Los años le habían llegado a su pesado y esbelto cuerpo, así que con mucha paciencia lo ayudaba a caminar.
Nos sentábamos en la mesa, mi abuela traía esos tallarines de domingo y arrancábamos. Siempre era una mesa numerosa, mis hermanos, mis tíos, mis primos y mis sobrinos. Pero tanto ruido y alboroto no dejaban de lado su fuerte presencia. Siempre estaba el característico “abuelo, el David me está molestando” y el respondía “toma, agarra el sifón”, todo iba bien hasta que un día se armó y entraron hasta con baldes a la casa. A pesar de que chorreaban las cortinas y terminábamos todos mojados, él sonreía y decía “¿ahora quien la ayuda a su abuela a secar?” con su voz nasal tan característica.
Al llegar el postre y la entremesa él cerraba sus oscuros ojos, cansado, ya que siempre se levantaba a trabajar temprano, a pesar de sus largos 80 años. Cuando alguien le decía el respondía irónicamente “solo estoy mirando para adentro”, contaba su cuento de siempre y decía su famosa frase “y bueno, como nadie me está escuchando yo me voy a dormir”, aunque todos lo escuchábamos atentamente.
¿Pero ustedes se preguntaran de quien hablo? Hablo del hombre que me marcó para siempre, un ejemplo de vida y lejos la mejor persona que conocí. Su nombre era Aurelio, del latín “oro o brillante”, y les puedo asegurar que su nombre lo describía, aunque en el barrio de Bermejo todo el mundo lo conocía como Don Aurelio, es más, hoy una esquina lleva su nombre. Era el carnicero del barrio, hoy todavía se conserva su negocio con un un gran árbol que custodia la puerta, árbol plantado por un farmacéutico, el padre de un conocido escritor de apellido Di Benedetto… pero esa es otra historia.
Hijo de un inmigrante Italiano, el primer injertador de Mendoza, y de una india. Creció y se crió en El Algarrobal donde aprendió el oficio de carnicero y su amor por las plantas, la naturaleza y a la vida misma. Cuando tenía 18 años se casó con la hija de un contratista español y tuvo dos hijos, una mujer y un varón, mi padre.
Conocido por ser un hombre sereno, servicial y trabajador. Nunca se escuchó que dijera “no” a nada, quería tener algo y se esforzaba para lograrlo, como esa camioneta Apache nueva que quiso tener una vez. Le dijo a mi viejo “ya vas a ver, la voy a tener” y mi viejo se rió de sus palabras. A los días apareció con su camioneta nueva, pagada con el fruto de su esfuerzo, porque a el nadie le regaló nunca nada.
Creció él y creció su leyenda, no había nadie que no lo conociera en Bermejo y a veces hasta en Mendoza. Cuantas veces habré conocido personas a las que les dije “seguro me conoce, soy el nieto de Don Aurelio” y se les dibujaba una sonrisa en el rostro. Todo el mundo lo iba a visitar y a comprarle, a él o a su fiel compañera, mi abuela. Era la siesta y pasaban los pibes del Mendoza Rugby a cómprale el asado, él se vestía y les decía “quédense tranquilos que yo sé lo que quieren” mientras se ponía a despostar medio novillo sin dudarlo. Nunca nadie se quejó de su calidad y su servicio, él te recibía con su mirada penetrante y su “¿Qué le puedo ofrecer?”.
Ya cuando fue grande cerró el negocio, su cansancio y dolor de caderas no le permitieron seguir trabajando. Pero él nunca se detuvo, comenzó a hacer lo que le había enseñado su madre, cuidar plantas y hablar con ellas. Él mismo me enseñó que a las plantas hay que hablarles, crean o no crecían las más hermosas que he visto, hoy en día siguen adornando mi jardín con sus colores y alegría.
Durante ese tiempo tuve charlas largas y profundas con él, me aconsejaba y me educaba como un padre a un hijo. Hoy les digo entre lágrimas de orgullo que fue mi segundo padre, porque yo tengo dos papas, los dos grandes, pero solo uno me acompaña en el presente.
Un día lo noté raro y a la semana nos dejó, se fue un grande de esta tierra, nunca me voy a olvidar cuantas personas fueron a despedirlo. Pero no importa que no este, lo que importa es lo que nos dejó.
Hoy en día si pasan sobre la calle Mathus Hoyos van a ver una esquina con un cartel tristemente venido abajo, los vándalos se hicieron cargo de él. “Esquina Don Aurelio” dice, es un simple gesto para recordar a alguien que nunca se fue, porque lo atesoro dentro de mi corazón.