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El bar de las malamadas | Amalia

Leer la hisotria de Celina.

Ella tomaba y se reía. Quizá se reía porque ya había llorado lo suficiente como para no llorar por el resto de su vida. Y ahí se encontraba, embriagada, brindando por el amor que ella no supo dar. Porque había sido su culpa y ella lo sabía, y ya no había marcha atrás.

Su relación siempre había distado de ser perfecta. Pero aún así cerraba los ojos y no se imaginaba con nadie más. Aquella noche fue la última.

Pocos hombres saben que existe aquel bar, y menos aún son los que saben para qué existe. Existe para todas las mujeres víctimas de malos amores y Ricardo era el encargado de llenar de alcohol los vasos, y ahogar en ellos todas las penas. Aveces lo lograba, aveces no.

Aquella noche vio como un hombre de unos 40 años entró y se fue al fondo, donde estaba aquella mujer de unos 30, sola, tomando y riendo. El hombre después de saludar a la mujer de la mesa llamó a Ricardo, quien fue y después volvió con una botella de whisky, así, sin hielo, puro. Aquella reunión improvisada no era una reunión cualquiera, era una despedida.

Todos nos merecemos una despedida y Amalia y Caetano lo sabían bien. Desde la barra el barman los miró como charlaban y reían, se llenaban los vasos y volvían a reír. Ella ya tenía el maquillaje corrido. No importaba, esa noche más nada importaba.

– Sabes que más allá de todo yo te sigo amando Cato. Lo sabes. Perdóname. ¡Te necesito! Sabes que me hace mal estar sola en la noche.

– Hermosa. Ya no hay vuelta atrás, y los dos lo sabemos. Quizá hace un tiempo todo hubiese podido volver a comenzar. Ya no.

– Que grande ha sido nuestro amor – dijo ella.

– Y sin embargo ¡ay, mirá lo que quedó! – Le respondió.

Ambos se sabían muy bien la letra de aquel tango, porque era la descripción perfecta del final de su relación.

La primera vez que lo bailaron eran dos desconocidos. Y la última vez, en aquel patio de tango hacían unos días, se estaban dando el adiós, adiós que culminaba hoy, en aquel bar.

Después de casi dos horas Caetano se levantó de la mesa, le dio un beso en la boca, el último, y se fue.

Ella derramó en llanto todas sus penas, y las otras clientas del bar se dieron cuenta que, al menos por esa noche, Amalia era la más desgraciada de todas.

– Ahí se va el amor de mi vida – le dijo a Celina que se acercó de la barra, con trago en mano, y la abrazó. En desdichas eran muy parecidas.

– ¿La culpa fue de él o fue tuya? – Le preguntó Celina mientras que le acercó un pañuelo descartable.

– Podría decirse que es de los dos, pero, honestamente, es más mía que suya. Me duelen los besos que le di, porque se que no vendrán mas. Venimos hace mucho a las vueltas, y por la poca cordura que nos queda, él decidió cortar. Me arrepiento de no haberlo amado como debí haberlo hecho. Pero cuando algo se rompe, ya no hay forma de arreglarlo y que quede igual que antes. Ah, pero no te voy a aburrir con mis problemas.

– Querida, en este bar todos tenemos problemas – le dijo Celina.

– Si, es verdad. Todos estamos por los amores que no nos supieron dar y que no supimos dar nosotras – Le respondió Amalia

– ¿Te arrepentís de algo? – Le dijo Celina

– Si. De haber cruzado la puerta aquel día, de haber pensado que una calentura era más importante que nuestra relación. Porque nuestro amor fue grande, y el final estrepitoso. Y ya no hay más nada que hacer.

– Ahoguemos el resto de penas que nos quedan.

– Si. Y después de esta noche ya no volveré a llorar.

Y así fue que Amalia, habiendo conocido el amor más grande que cualquiera le fuese a dar en su vida, sintió y supo que tenía que seguir. El alcohol era mucho y en ese bar nunca se acababa. Ella era otra clienta más del bar de las malamadas.