/El hilo rojo

El hilo rojo

 

El frío matinal se había fundido con una niebla tenue y un viento suave que abrigaba los cuerpos y apuraba las citas de café. Horacio había arrancado la mañana cansado, como cada lunes. Prefería la sensación de agobio del primer día laboral de la semana a la espantosa nostalgia suicida de los domingos por la tarde. Ordenaba sellos en su local de la galería Ruffo, agachado y de espaldas a la puerta, cuando de pronto las campanas de la entrada anunciaron el ingreso de un cliente…

– Buen día – sonó una voz ronca de mujer, como un lamento de blues.

– Buen día – respondió Horacio distraído poniéndose de pie para atender… entonces la vio.

Era ella… era Eva. Asesinato a la tristeza. Majestuosa, única. Era ella. Con un pucho en la mano y el pelo al viento, desparramándose salvaje en sus hombros, como una manta donde taparse, hundirse, enredarse y disfrutar de todos amaneceres del mundo. Con esa boca que no entraba en su cara, con ese cansancio en la voz que daban ganas de apropiárselo y hacerlo carne. Definitivamente era la mujer de sus sueños… Eva. Fiesta en el pueblo del verano, viaje sin rumbo, verdes infinitos, la llegada. Un paraíso solitario en un campo estrellado. Caramelos rojos. El perfume que anticipa la tormenta. Una cascada de flores blancas. Una eternidad encontrándole forma a las nubes. Eva… la había hecho tan suya ya. En cuanto entró abrió apenas sus ojos achinados demostrando sorpresa. Horacio quedó tieso un instante que pareció eterno. Ella, la china, esa que se le aparecía en forma onírica dos o tres veces por semana y que lo hacían preguntarse tantas cosas… transitando noches sin dormir. Llevaba puesto un pullover negro sobre una remera blanca que subrayaba un cuello espléndido, reparo de tantos besos que le daría.

Una caja de sellos se le resbaló de las manos e irrumpió el silencio que se había gestado, dibujando una sonrisa en la boca de Eva, quién desplegó una batería de dientes hermosos, de propaganda. El vendedor de sellos se puso rojo, el calor lo invadió al instante. Era ella… era Eva, todo se derretía en torno a esa mujer. Todo se ralentizaba. El mundo corría en cámara lenta. O quizás ni siquiera corría. Ya nada más importaba…

– ¿En que la puedo ayudar? – logró decir Horacio mientras se reponía y tragaba saliva.

– Mire, vengo a hacerme un sello, me recibí hace poco y mi vieja me dijo que usted tiene unos modelos muy lindos – dijo Eva mientras lo miraba fijo, intentando ver algo más.

– Si… recuerdo que vino una señora a preguntar, le mostré un par de diseños – tenía tanto que contarle, tantas cosas que quería saber de ella y que ella supiese de él, que no sabía por dónde o cómo empezar. Cinco siglos se hubiese tomado para retenerla a su lado. Cinco… o mil.

– A ver – dijo ella acercándose al mostrador, a menos de un metro de él.

El perfume inundó el local, dulce, violento. Generaba un contraste con esa voz y esa imagen de mujer intensa. Era una explosión de sensaciones. Horacio estaba completamente rendido. Había una energía entre ellos dos, algo palpitaba, algo se ponía tenso. El corazón se le desbordaba del pecho.

Comenzó a mostrarle diseños y a explicarle lo que cada uno pretendía transmitir. El vendedor de sellos de la galería Ruffo era un apasionado de lo simple de la vida, se interesaba por cosas intrascendentes a niveles absurdos. Tales eran sus ansias de sentir que podía filosofar horas sobre la vida, la muerte, la razón de ser o el correcto uso de un posavasos. Su vida era monótona y triste, solitaria y gris, pero en esa soledad él se hallaba a gusto, él se sentía tristemente feliz, él se sabía humano, hombre, persona. Desde ese lugar generaba los pensamientos más sublimes y los sentimientos más genuinos, porque el dolor lo conectaba a un mundo equivocado y vacío. Comentaba sobre las distintas curvaturas, la tipografía, los espacios entre caracteres, la distribución del texto, ella se sumía en sus palabras y él lograba transmitirle esa pasión. Esta comunión los separaba del mundo.

Eva lo miraba desconcertada, sentía conocerlo de algún lado, parecía que de años. Todo era silencio en torno a ellos dos. Lo observaba divertida mientras él explicaba sobre sellos. Le miraba la boca, la vista brillante, sus ojos cansados, sus gestos. Verlo inmerso y tan entusiasmado explicando algo tan… tan irrelevante como un sello le generaba ternura. Sin dudas era un hombre solitario, más allá de su elocuencia. Sentía algo raro, no sabía que. Esa voz… había algo. Un hombre tan común, no tenía nada especial, nada… pero había algo. Hablaba de sellos, ¡sellos!… nada de psicología, ni Lacán, ni Freud, ni Jung… sellos. A ella… que encadenaba a cada hombre que pasaba por su vida, inolvidable para quién se la cruzase. Ella… de la que ningún ex podía desprenderse ni terminar de soltar. Ella, que encandilaba a cualquiera… estaba sumida en las palabras de un vendedor de sellos. Muy en el fondo, sabía que algo más sucedía… algo que ni su credo, ni su personalidad, ni su formación profesional permitían aceptar. Entonces recordó…

– ¿Con vos me tropecé en la facultad? – preguntó tuteando a Horacio sin entender porque trataba como conocido a un completo extraño.

Horacio aterrizó nuevamente, cuando desplegaba las alas en sus discursos no había Eva que lograse distraerlo. Pero en cuanto la miró… a menos de un metro, con esos ojos negros como la noche, nuevamente volvieron los temblores. Y otra vez volvió a sentirse pequeño y desnudo. Ella ya no estaba preguntando generalidades… le estaba preguntando algo a él. Eva a Horacio. Su morocha, la mujer que hacía meses le hacía perder el sueño desde una simple foto en blanco y negro de documento. Era el momento… podrían encontrarse al fin.

Que injusta es la vida a veces, que comete la locura de atar cabos en los momentos más inoportunos, que abre una puerta mágica a cobardes morales, que presenta una maravillosa oportunidad de encontrar asilo y reparo eterno, pero sincronizada en una sintonía distinta. Horacio pensó en el casamiento de Eva, en su viaje a Europa, en lo imposible. Se llenó de ganas de mandar el mundo a la mierda, romper sus códigos, desprenderse de todo y jugarse la vida por esa mujer, aún temiendo un rotundo “no”. Dudó. La respuesta que diese podía abrir un universo de posibilidades, de todo tipo. Debía pensar qué decirle, de una manera inteligente y suspicaz, algo sublime que despierte cosas en ella…

– Si – fue lo más sagaz que se le ocurrió responder, pero tendió un puente eterno con la mirada posada en los ojos de Eva. Por primera vez en perfecta conexión.

– Me parecía que te conocía de algún lado – respondió Eva.

– Vos estabas por entrar a rendir – fue el segundo comentario que hizo Horacio y se sintió un imbécil por la ausencia de palabras interesantes. Los nervios lo habían traicionado. Sonaba infantil y tímido. Desconocía por completo que esto tentaba mucho más a Eva.

– ¿Estudias algo? – preguntó la morocha. Reconociendo a Horacio con la vista.

– No… fui a verte a vos.

Entonces la mirada de Eva se rompió en mil pedazos, como un jarrón. De pronto los nervios la invadieron, miles de dudas afloraron instantáneamente en su interior. El cable tenso que sentía desde que entró al local colapsó, se cortó y comenzó a chisporrotear por su interior, dándole cosquillas en todo el cuerpo. ¿Quién era ese tipo? ¿qué era? Lo desconocía por completo, se desconocía por completo y sin embargo… Ese miedo a la muerte por un instante se disipó, ese vacío emocional, esa misma soledad… unida a la soledad de un extraño. Esa melancolía, esas veredas mojadas, esa imagen sepia de la vida, la cerveza amarga, esa línea que se rompía. Unas ganas de hacer todo, un retumbar en el pecho, un nudo en el alma. Y las estrellas, y la paz, y las teclas de un piano en la noche, y la pena, y el mar… el mar… el fondo del mar, un mar calmo, un mar extraño, un mar ajeno, un mar convulsionado y perdido, un mar de ella, loco y de ella. Y los días, y la calma, y la luz, y la duda, y el dolor, y la vida… era la vida que le pasaba por enfrente. Una sonrisa fue lo primero que esbozó… esa sonrisa que la atacaba en los momentos de nervios, como un mecanismo de defensa cuando estaba indefensa, para mostrarse indiferente en los momentos de incertidumbre emocional. Un torrente de sentimientos la sacudió en un instante fugaz… Por alguna razón no sabía si abrazarlo o correr. Estaba estancada en un suspiro.

– Y ¿te gustó alguno? – dijo la madre de Eva entrando al local… destrozando desafinada la armonía de la escena.

– Si mamá… este – dijo señalando cualquier modelo – la semana que viene lo tengo que venir a buscar – dijo con una sonrisa aún en la boca y con la vista profunda penetrando el alma de Horacio.

– Es muy bonito – dijo la señora – vamos que se nos hace tarde para sacar el pasaporte.

Las dos salieron del local… y aquella mirada que Horacio inició cuando Eva estaba por entrar a rendir en la facultad, fue finalmente correspondida. Solo que esta vez él también estaba unido a ella. Para siempre.

***

– Horacio, no hay Europa que te aleje de Eva… – dijo Fernando revolviendo el café luego de escuchar el encuentro de su amigo.

– Pero es inevitable.

– Inevitable es la muerte.

– Tengo terror de volverla a ver.

– ¿Por que?

– Porque va a suceder lo inevitable….