/El mensaje de WhatsApp | Segunda parte

El mensaje de WhatsApp | Segunda parte

El sol se colaba con delicadeza entre las rendijas de la ventana de su habitación. Todo para él estaba metido dentro de una nebulosa tan grande como la misma galaxia de Andrómeda. La sensación en su cuerpo era igual a una resaca por consecuencia de un abrupto estado de ebriedad.

Al levantarse miró su celular, ya eran alrededor de las diez de la mañana. La sequedad en su boca lo pasmaba, hacia muchísimo tiempo que no sentía tan cansado. Caminó a duras penas hasta el baño sorteando el inmenso charco de sangre. “¿Era tan grande?” se preguntó. Se demoraría bastante tiempo en limpiar todo, además tenía un dolor terrible en los brazos y en las articulaciones. Ese día no abriría su negocio, una casa de repuestos ubicada en plena avenida; por el contrario, no irá a trabajar en uno o dos días, hasta que por fin pudiese aclarar sus ideas.

Llenó un balde con agua y lavandina. Se quitó toda la ropa a excepción de los calzoncillos y comenzó a limpiar todo. Le llevó más de dos horas quitar toda la sangre y eliminar todos los rastros de la pelea. En la noche anterior, podía asegurar que había limpiado casi todo; pero se equivocaba, había muchos rastros: coágulos en la pared y fragmentos de cerámica por doquier.

Apenas terminó, sintió un alivio abrumador, sin embargo, su ya avejentado cuerpo le pasaba factura. Con suerte podía mantenerse en pie, los ojos se le cerraban, las manos se le entumecían y su mente parecía querer jugarle una treta.

Cuando se recostó miró de reojo a su celular y vio que tenía un solo mensaje de Whatts App.

“Hola”

Recitaba el texto, no le dio mucha importancia, hasta que observó la parte superior izquierda del móvil y se percató que el mensaje había sido enviado del teléfono de su difunta esposa.

El corazón parecía querer reventársele, tuvo el impulso de correr y huir lo más lejos posible: cómo era posible qué el mensaje fuese enviado, si él había enterrado el móvil junto con el cadáver de su mujer. Tragó saliva y la sequedad en su garganta se hizo más evidente, sintió algo similar a una angina severa o a tragar arena.

Intentó volverse a levantar, pero el sueño fue más poderoso. Luchó con todas sus fuerzas sin poder evitar caer en la cama como un tronco recién talado. Y así, sin más, se quedó dormido.

Era una pesadilla, él sabía muy bien que estaba soñando. Recordaba haber limpiado la sangre y como se desmoronó al caer en el sueño. Caminaba por una ruta desierta, en el medio de la nada, llevaba una pala en hombro y el cansancio era cada vez más potente, tanto así que no podía soportar el peso de aquella herramienta. Jadeaba con cada paso, era como caminar al borde de una cornisa en de un rascacielos. Entonces, en el medio del campo veía una luz que se elevaba en el aire.

“Es la luz mala” decía una parte de su mente

“¡No!” gritó la otra parte de él, esa que se sentía asquerosamente culpable, la que deseaba morir por lo que hizo. La última parte humana que le quedaba. “Es Florencia, Leandro. La mataste y ahora ella va a volver por vos.”

Se quedó estático, repitiéndose a sí mismo que esa luz era el resultado del fosforo y el flúor que se mezclaban con partículas en el aire. Es sólo una reacción química de la putrefacción, se decía así mismo. Fue entones, cuando la tierra comenzó a moverse, era como si alguien, o algo, quisiese trepar o salir escalando.

Entonces, una mano blanca, llena de sangre seca, se alzó en el medio de la penumbra de la noche y lo señaló directamente. La tierra seguía moviéndose sin que él pudiese reaccionar. La otra mano salió. Ambas palmas se apoyaron el suelo intentando levantar el cuerpo que estaba depositado debajo de la tierra.

Todo se volvió aún más siniestro, más oscuro, no podía ver nada, excepto la sonrisa ensangrentada de Florencia. Parecía iluminar el lugar con sus dientes. Leandro cayó de espaldas y su cuerpo se volvió un plomo. No podía, ni siquiera, mover un mísero musculo para escapar.

Su difunta esposa se arrastraba por el suelo, llevando consigo espinas, tierra y gusanos; que se daban un banquete con su brazo. Florencia llegó al punto de tocarle el tobillo y cuando estuvo a punto de hacerlo… Leandro despertó liberando un gritó que le rompió los pulmones y las cuerdas vocales. Un leve sabor a sangre subía por su garganta, un dolor de cabeza le reventaba los ojos y, por último, la sensación de la mano fría de su esposa tocándole en el tobillo lo atormentaba.

Miró el reloj en su celular, todavía estaba el macabro mensaje: “Hola”. Lo borró al instante. Eran las nueve de la noche. El sol hacía rato había abandonado esa parte del mundo. Fue a su auto y condujo hasta donde enterró a su esposa.

Las piernas le temblaban y se sentía muy frio. Era como si el mundo, en esa parte, antes de llegar a Monte Coman, se encontrará en plena Antártida. El aliento de condensaba y comenzó a cavar adonde la tierra estaba suelta.

Mientras la pala se zambullía con facilidad, él temblaba preso del pánico: ¿qué pasaría si el cuerpo no estaba allí?

Cavó durante cinco minutos con el sudor enfriándose en su nuca y sus ojos llenos de lágrimas. Hasta que se dio cuenta de que no había cadáver, alguien se lo había llevado. Retrocedió envuelto en el pánico que crecía sin cesar, intentando contener el aliento para no gritar. Cuando de repente, el celular en su bolsillo zumbó.

Un nuevo mensaje, sólo que esta vez estaba acompañado de una foto.

Al ver la imagen, Leandro corrió despavorido hasta el auto, olvidando la pala y su cordura. Le dio arranque y se alejó manejando a más de ciento ochenta kilómetros por hora, temiendo mirar por su retrovisor.

Continuará…