/El Ojo del Escorpión – Final

El Ojo del Escorpión – Final

Los hombres son criaturas inocentes en un mundo de mujeres salvajes.

Einstein era más que un científico ermitaño. La cueva en la que vivía era más que un microclima en el que había decidido recluirse. Había más que experimentos y antídotos en ese laboratorio. Frente al microscopio, ya había descubierto que el antídoto al veneno del Escorpión de Arizona revertía pronto, aunque fuera a igual proporción de gota a gota. Harían falta muchos escorpiones para obtener cuatro litros y medio de antídoto. Y si se trataba de dos cuerpos humanos, la dosis era muy difícil de conseguir. Cada inoculación equivale a quince gotas de veneno. El arma que había mutado el ADN de Mireya había sido concebida para no ser revertida y no era posible saber cuántos habrían. Sólo tenía una certeza: ya no era el único.

—¿De qué hablás?

—Que no estás sola, muñeca. Sólo necesito hacer una prueba… —dijo él tomando una nueva jeringa con aguja que se inyectó en la arteria branquial, en el anverso del codo.

Luego le pidió permiso a ella para hacer lo mismo. Vertió sobre el portaobjetos una gota de su sangre y encima una gota de la sangre de la rubia, cubrió y observó por el lente del aparato.

—¿Querés ver? —le preguntó a Mireya.

—No entiendo lo que estás haciendo…

—Vos querías matar a alguien con el bicho mutante.

—Y ahora me estás diciendo que ese nene no mata a nadie, sino que lo convierte en un monstruo.

—Exacto. La diferencia entre el pequeño y nosotros es la cantidad de veneno. A quien sea que querés matar lo podés hacer con cualquier cosa, ¿por qué el escorpión?

—Pensé que era una muerte espantosa.

—Lo es, si fuera un escorpión común.

—Era todo lo que quería… y ahora me estoy madrugando con que me usaste de carnada para tener tu prueba de mierda y salvarte…

La fisonomía de Mireya comenzó a cambiar nuevamente, y el instinto de Einstein se activó ante la amenaza. La mesa del laboratorio se convirtió de repente en un campo de batalla con dos enormes seres que levantaban la cola.

—No lo hagas —le dijo él.

—No puedo evitarlo.

—Si podés, soy tu única oportunidad.

—En realidad, yo soy la tuya.

—Mi sangre no te sirve si estoy muerto…

Mireya cerró los ojos y contrajo sus músculos abdominales. Ambos retrajeron sus colas y pinzas.

—Sos un maldito infeliz, pero me debés esta, y me la vas a pagar.

—¿Sabés como matan los escorpiones?

—No…, largá

—El veneno inmoviliza a la presa, que suele ser más pequeña o igual que ellos, pero no la matan. Sus víctimas entran en un proceso de neurotoxis que empieza a descomponer su cuerpo desde adentro, licuando sus vísceras. Luego las succionan —finalizó Einstein ante un rostro sin gesto de Mireya.

—¿Cuál es tu plan? —preguntó ella.

—Sólo necesitaba una sangre intoxicada para comprobar lo que imaginé. Sos mi antídoto.

—O tu depredador —Amenazó ella.

—Yo también soy tu antídoto, rubia.

Ella se quedó mirándolo fijamente. Se imaginó al Brujo frente al monstruo.

—Vas a matar por mí si querés mi sangre, o no hay trato.

—Vos mandás… —respondió él con seguridad.

Einstein fue hasta la heladera, tomó una jeringa con veneno de escorpión común y dos cervezas. Le lanzó una a Mireya y ambos salieron de la casa antes del anochecer. Tomaron un taxi hasta el nicho de la fraternidad, alejado del centro urbano y cerca de un descampado. Al bajar se quedaron sentados en el cordón de la vereda, esperando que apareciera el Brujo.

—No me interesa que te lo comas, con que se coma a sí mismo me alcanza —murmuró Mireya.

Cuando la puerta del galpón se abrió, el Brujo encendió las luces del importado. Mireya avanzó caminando y se paró en el puente, de frente al vehículo. El tipo se bajó con el arma en la mano.

—Hasta que decidiste aparecer… Reventamos un montón de lugares buscándote, ¿dónde mierda te habías metido hija de puta?

—Mucho trabajo… —respondió ella reprimiendo la fuerza de la ira en su abdomen.

—Vos trabajás para nosotros, no te podés abrir —Amenazó el Brujo apuntándole con el arma.

—¿Ah, no? Ya lo hice —dijo Mireya sacando su arma de la riñonera.

—Bajá eso. No te quiero matar, nena…

—Qué loco, porque yo sí.

—No me podés matar.

—Yo que vos no me desafiaría —dijo caminando hacia él, que activó el cargador.

—Sabés que es lo último que vas a hacer si lo intentás —dijo él, inseguro, retrocediendo en sus pasos pero sin bajar el arma.

—Vos debiste saber que intentar cogerme era lo último que harías, pelotudo del otro.

—No entendés… tengo que ver el superclásico…

—Gallina tenías que ser…¿Sabés qué? Vas a Tener una muerte Mo-nu-men-tal, y que te alcance con eso

El Brujo, por estar atento a Mireya, no vio a Einstein acercarse por atrás. Cuando quiso reaccionar, era tarde, él clavó la jeringa en el medio de la espalda y apretó el dosificador hasta que la vació. El tipo tardó menos de un segundo en quedar sin habla y caer arrodillado, perdiendo las fuerzas también en los brazos. Einstein le vio los ojos de terror y Mireya dejó fluir su ira para que el Brujo en su último soplo de conciencia la viera azul, monstruosa y enojada escupiendo contra su cuerpo intoxicado.

—¿Cuánto tarda esta mierda? —le preguntó ella a Einstein.

—Dos minutos. Máximo tres, rubia.

—Agarrá el arma de este cabrón y subite al auto —le ordenó. Luego volvió a mirar al Brujo y antes de patearle la mandíbula con la cola le dijo—: ¿Me ves bien? ¿Ves este azul maravilloso y luminoso?  Desearía que tuvieras tiempo de verme hermosamente dorada a la luz del día, pero acá se terminó tu superclásico hijo de puta, te estás muriendo con veneno de escorpión gusano maldito. Dos a cero.

Luego se subió al importado y salieron con Einstein. Dejaron el auto en el medio de la ciudad, tiraron las llaves en una alcantarilla y caminaron hacia el laboratorio. Al llegar, no quedaba mucho para hacer, más que extraerse la sangre e inocularse mutuamente.

—¿Así que era una cuestión de fútbol?

—No. Pero en La Boca abundan los escorpiones que salen del río…

—¿Estás segura de que querés hacerlo?

—No tengo ganas de vivir encerrada en este búnker, cerebro. Dale que tengo que buscar dónde vivir.

—Además de hermosa, mortal y adictiva, ahora sos tóxica…

—Pero no soy la única, así que… dale porque no estoy segura de querer seguir controlándome las ganas que tengo de querer matarte a vos también.

—¿Cómo sabés que soy de River? —dijo Einstein, entretenido.

—No me hagas apostar con el partido porque sos boleta…

—¿Ese tipo era el único que querías matar?

—El mundo está lleno de inútiles.

—Pero no todos son de River, rubia. Y…

—¿¿¿Qué???

— No sabemos cuántos de nosotros hay por ahí… —insinuó él, con una mirada que sugería la intención de conservarse juntos, en defensa propia.

Ella entendió que podrían salvarse a ellos mismos, pero no podrían controlar a los demás siendo vulnerables. Aprendió a matar humanos como humana, con balas y cuchillos. Nada sabía de las heridas mortales que asestan ponzoña en los corazones. Quiso saberlo y se convirtió ella misma en un arma. Sin intervalos. Quizás haya que curtirse de ciertos venenos para volverse inmune a todos los demás. El miedo suele acabar con todo, es el filtro que sopesa los peligros, los fantasmas. Ahora veía más que luces y sombras, incluso a Einstein, que la contemplaba con un halo de morbosa esperanza.

La supervivencia es un don del fuego. Todos vamos a morir y no elegimos cómo hacerlo. Más vale elegir cómo vivir hasta que se acabe. Esa es la única opción.


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