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Espejismos

Era un depresivo domingo por la tarde, que me había sorprendido deambulando por la calles de la ciudad, buscando inspiración para alguna historia. Sábado de franco en soledad, domingo post trabajo previa de feriado con la nostalgia ahogándome a cada paso.

Di con un café que no tenía registrado. Puertas de madera barnizada, vidrios transparentes, dobles, me refiero, a que no eran del tipo blindex. Las mesas en su interior eran limpias, de madera oscura, pero que llevaban años en ese lugar. Y el olor a café era reconfortante, casi una invitación para sentarse.

Me senté, saqué del bolsillo mi celular y lo puse en el medio de la mesa frente a mí. Abrí el WatsApp y vi los tres primeros rostros del grupo de contactos que había creado, con el nombre de una palabra que la primera me había mencionado al pasar: espejismos. Me relató un amor no correspondido, uno de tantos, que la tenía triste y melancólica, una vez más.

Y ella también, fue un espejismo para mí. Sonreí porque no había sido la única en estos dos o tres años, pero si la que me enseñó el significado de esa palabra.

Llegó el mozo, impecablemente vestido de pantalón negro, camisa blanca y moño negro. Le encargué un café mediano  y una botella de agua con gas.

La ensoñación en los rostros de esas tres mujeres me llevó a la primera, la que cristalizó los amores de la juventud. Plagados de ideología, de sueños de la primavera, de la paz y de la lucha por un mundo mejor. Ideas que permanecían latentes en ambos, imbuidas en las tareas diarias de sobrevivir en el gris de la ciudad. También éramos conscientes de realidades sobrenaturales en el presente, a tal punto que pude confesarle las visiones que ocasionalmente, en momento de sensibilidad intensa, tenía. Y al lado de ella, mi sensibilidad estaba a flor de piel.

Fui cobarde al no decirle lo que sentía, un día que fui a su casa expresamente a eso. Quizás me calló el recuerdo de una historia escrita hacía años, allá por mis veinte, donde dos cansados peregrinos se refugian en un oasis, se curaban y seguían cada uno su camino. Salvo que el final lo recordé después, cuando decidí decirle adiós.

Con el tiempo ella encontró tres ideas que no concordó y me hizo tres preguntas. Comprendí que era el adiós. Y me alejé…

El mozo trajo el café, le dejó en la mesa. Abrió el agua con gas y sirvió un vaso.

En una radio AM en la barra del Café empezó a sonar el Tango Uno, y recordé los motivos que me llevaron a encarar años de libertad, de no estar atado a nadie, pero que poco a poco fueron tiñéndose de una melancólica y gris soledad.

Y ahora estaba allí, no en el café, sino en el medio de un desierto, entre el verano de la adultez y el otoño de la vejez cargando cada vez menos de los problemas del pasado, pero sosteniendo algunos del presente.

A la distancia, la decisión de caminar solo fue un poco por desamor y libertad. Salir de un frio infierno de un largo matrimonio, que fue hundiéndose en pocos años en el desamor.

El camino que elegí me dio libertad. La soledad te curte. Y fue que apareció la del segundo rostro corriendo a mi lado. Pero yo estaba cambiando los contenidos de lo que cargaba en mi espalda. Alivianando. Dejando lo viejo.

No la entendí. Estaba demasiado distraído en terminar de armar mi vida, luego de años de bohemia. Pero seguí mirando el horizonte esperando que se acercara. Fue un fugaz momento del ahora. Un indicativo de que en el presente pueden presentarse compañeras.

Allí aprendí algo valiosísimo: las mujeres te abren una ventana, te dan una oportunidad. Después siguen su vida. Y no hay otra.

Pero la última fue de la que aprendí la más dura lección. Una ilusión que se acercó lo suficiente con un abrazo como para sacudir todas las estructuras recientemente levantadas de mi vida. Un promesa impensada que coincidía con mi futuro.

En mi cerebro entendía que era imposible, por muchísimas cosas, entre ellas por los mundos diferentes en que nos movíamos y sobre todo, por los casi veinte años de diferencia de edad. Sobre todo, porque en forma fehaciente sabía que era una ilusión. Pero mi corazón la buscó varias semanas.

Y en una charla por mensajes, ella usó la palabra que definió todo. Espejismo.

El desierto se está siendo largo, y cansador. La sed de recibir y dar afecto. De compartir cosas, de una mente y un corazón que nos contacte con la realidad, que nos ayude a construir un hogar donde envejecer, nos hace buscar en los sonidos del mundo acordes que resuenen en nuestro corazón. Y creemos ver cosas donde no están.

Por esos son espejismos.

Seguí con esas ideas en la cabeza, y mi corazón se fue aquietando en la neutralidad mientras en la radio sonaba El Témpano, de Baglieto.

Era hora de irme. Me puse de pié y el mozo dijo:

– ¿Al final que va a hacer?

– Disculpe, ahora le pago…

– No señor, con los espejismos.

Le sonreí, porque me acordé de las leyendas de un café en Mendoza.

– Supongo que su nombre es Atilio.- el mozo asintió

– Lo vi mirar esos rostros pero no se decidió por ninguna.

– Son cosas que pasaron. El pasado, el presente y el futuro con rostro de mujer. Las voy a dejar y seguiré mi camino. Abundan…

– No hablaría de espejismo si no hubiese un desierto.

– El desierto oculta un tesoro, dijo el principito.

– La consumición va por mi cuenta- dijo sonriendo cómplice mientras movía negativamente la cabeza y levantaba los elementos de la mesa en la que me había sentado.

Al salir, cambiaron en el local a una emisora FM y sonaba el tema Alleluya de Leonard Cohen.

La calle estaba igual. Nostálgica. Gris. Al recuperar el equilibrio entre mi cabeza y el corazón ciertos fantasmas se aquietaron. Pero fue una victoria fría. Vacía.

En ese estado podía seguir caminando. Podía seguir construyendo mi nueva humanidad.

Así como en un desierto, dependería de mi sed para distinguir una ilusión de la tangible realidad. Los tesoros tienen que ver con la esperanza, que cuando sobreviene la zozobra del corazón nos ayuda a mantenernos en equilibrio. Pero la sed es más fuerte.

Aseguré la mochila con mis cosas. Guardé el celular en el bolsillo. Y caminé hacia mi casa a paso firme. Había historias que contar.