/Fue Foul: “¿Serás vos?”

Fue Foul: “¿Serás vos?”

Cuando escuché el nombre de Amanda me quedé duro. Me despabiló del pedo que me estaba agarrando. Ahora Amanda ya no era un secreto suyo solo, sino que Amanda escondía algo también. Pero, no era posible. Tenía que ser otra Amanda. Hay muchas Amandas, hasta una yerba mate hay con ese nombre. Carmela tomó otro trago de su fernet y volvió a mirar el fuego. Su cara se anaranjaba titilante frente a las llamas que ya habían hecho las brasas. Con un palo las acomodé por debajo de la parrilla y la carne empezó a quemar su grasa largando un golpe del aroma más rico del mundo. 

El terraplén dormía escondido en el fondo violeta de la noche, mientras los árboles de alrededor nos miraban revelados por su silueta más oscura entre lo oscuro. Las estrellas eran una nevada estática, detenido temporal de nieve sin hielo, sin tierra húmeda, sin camperas rompeviento. ¿Le contaba de mi encuentro con Amanda? ¿Estaba preparada ella para escuchar que yo estaba ahí por obra de su madre del corazón?

-¿Cómo era Amanda? –pregunté mientras acomodaba supuestamente concentrado las brasas.

-Amanda… Amanda era una gordita bonachona, ¡una mujer tan buena…! Aunque pícara, muy pícara. No había trabajo para una mujer como Amanda, así que ella un día hizo correr la versión por unas vecinas de que las osamentas de los animales muertos en el arroyo tenían poderes curativos, por estar combinados con los minerales que traía el arroyo desde la tumba natural de Venancio Suárez, un curandero famoso que tenía en su haber la sanación de la ceguera del estanciero Bruno Benavidez hace una punta de años. Un curandero que permaneció escondido, y al que solo se llegaba siguiendo la Cruz del Sur en las noches sin luna.

-¿En qué año vivió Venancio Suárez?

-No sé, nunca se lo preguntaron así que pienso que por eso no tuvo necesidad de inventar ese dato –dijo Carmela y me miró tentada; y rompió en una risa genial-. ¡Cómo nos reíamos!

-¿Venancio era un invento de Amanda?

Carmela se reía.

-Era todo una mentira fascinante. Amanda tenía mucha imaginación, y era buena, muy buena. Nadie dudaba de Amanda jamás. A cualquiera podía engañar. Pero lo hacía para comer. Jamás con mala intención, o fuera de lo que ella consideraba su trabajo. Y eso le seguía otorgando credibilidad, sino ni yo hubiese confiado en mamá, bueno, en Amanda. Amanda era muy religiosa, era realmente religiosa, y eso también la amparaba. Era muy devota de San Francisco de Asís, por eso me sorprendió ver la imagen en casa. Yo cuando hablé con ella sobre la contradicción de lo que hacía y de lo que creía, me dijo que ella le daba consuelo a los que no creían en Dios, y que lo hacía para comer, sino tampoco lo haría.

-Pero, ¡yo creo en Dios!

Carmela me miró y me di cuenta de mi lapsus. Su cara estaba extrañada, como no entendiendo el chiste.

-Yo creo en Dios y podría ir a ver a una bruja –dije rápidamente-. No me parece que…

-No sé, Marcos. Era la explicación de una mujer buena que no robaba ni se prostituía. Nunca me faltó nada. Nunca…

Carmela tiró un palito al fuego y sus ojos viajaron, dejó su cáscara física y se fue a un pasado lleno de cosas diferentes y raras. Su mirada estaba vacía. Necesitaba borrar el rastro de mi casi confesión. Lo necesitaba para mí, me sentía vulnerable.

-¿De qué murió Amanda?

-No, no murió. Un día me dejó una nota con algunas indicaciones y se fue. 

No lo podía creer. Otro abandono. Con razón. Carmela otra vez estaba viajando con su memoria liberada por cualquier parte. Preparé los platos con la carne y comimos en silencio. La carne nutrió mi estómago de sal y grasa y me inmunicé del alcohol por un rato más, así que abrí otra botella de fernet y me serví más. Y le serví a Carmela. “Gracias”, dijo mientras cortaba la carne. 

La noche avanzó, no hacía frío, pero como tampoco hacía calor estábamos con sweaters. Carmela empezó a contar de una vecina nuestra y yo junté los platos, guardé la carne, limpié la parrilla mientras ella, ya notablemente golpeada por el alcohol, se reía de las curiosidades de la vecina. “A Alberto, su gato, le pone medias, Marcos. ¡Y medias blancas! ¡Se la pasa lavando las medias del gato!”. Siguió pasando la noche y el fuego ya agonizaba. Abrazados, de la nada y porque quiso, volvió a hablar.

-Amanda no se fue porque sí –a Carmela le pesaba la lengua-. Amanda se pasó con su juego, y medio se volvió loquita. En la nota me decía que se iba porque no sabía lo que le pasaba, y me dejó todo, hasta la plata que tenía. Ya venía diciéndome que se iba a ir, que no quería que yo me vaya con ella. Que le estaban pasando cosas… Es que jugó demasiado con el tema de Venancio, pobre –tosió una risa y volvió a ponerse seria-. Pero a mí nunca me faltó nada, Marcos.

-¿Qué le estaba pasando? –yo volví a sentir un bombo en mi cabeza, el fernet volvía a golpear, no podía hilar mucho la historia que me contaba Carmela, pero también sabía que mañana quizás se volvería a cerrar ese corazón ahora tibio, dilatado, y ya todo volvería a ser hermético. Y yo necesitaba saber más de Amanda.

-Ella decía que podía ver cosas, que sabía cosas, pero yo le hacía preguntas y le pifiaba a todo, nunca acertaba. No sé por qué seguía sosteniendo que las cosas que veía eran reales.

La conversación empezó a tener silencios cada vez más largos.

-O sea, veía cosas que no eran reales…

-En la nota que me dejó me decía que un día yo iba a conocer a un hombre que me iba a hacer feliz, que jamás me abandonaría, y que sería feliz con él hasta el último día de mi vida –y Carmela me miró, sus ojos estaban derrotados, pero su sonrisa volvió a ampliarse y sus pómulos recuperaron sus fuerzas-. ¿Serás vos?

La miré. La miré al mismo tiempo que recordaba que Amanda nunca me habló de General Tomé, sino que yo había llegado a ese pueblo sin mapa ni dirección alguna. Y ahora decía que un hombre la haría feliz hasta el último día de su vida.

-Tenés que ser vos, Marcos. Yo jamás fui tan feliz en toda mi vida –se recostó sobre mi pecho-. Jamás me sentí tan segura como con vos. En la nota también decía que ese hombre conocería a Cristo pobre y crucificado. Yo pienso que se refería a que lo conocería después de alguna Pascua -sonrió-, o que sería mi pasión… -y no habló más. 

La levanté en mis brazos y la llevé al auto. La senté e intenté recostar el asiento, pero se me trabó, y mi cabeza no entendía por qué. Ya estaba con un pedo importante. Cerré la puerta, di la vuelta al auto y mientras abría la puerta de mi lado patiné sobre la tierra seca. Miré al piso y vi un pedacito de la vía desnuda. Era como un pedacito de luna, brillando con la tenue luz de las estrellas. Estaba tan borracho que me quedé mirándola un rato. Con el pie sacudí más tierra y más vía apareció brillante. Me llamaba la atención que las estrellas tuviesen tanta luz. Entonces, no sé por qué, miré el camino que iba a la balanza de los camiones. Algo me decía que estaba frente a un descubrimiento interesante, o algo importante. Volví a mirar el brillo del riel. Volví a mirar el camino. Miré el tanque de agua y seguí con la mirada el curso de agua que atravesaba de lado a  lado el camino justo antes de subir al terraplén. Mi cabeza se movía, estaba muy mareado, pero algo estaba apareciendo en mi mente. Volví a mirar el camino, las huellas de los camiones marcadas en el agua, inundadas… ¿Qué estaba pasando? ¿Qué estaba queriendo descubrir mi mente? 

Sentí una puntada alcohólica en la cabeza. Volví a mirar el camino. El sonido lejano de un camión parecía venirme a contar lo que no podía desmenuzar. Cerré la puerta del auto y me fijé si el camión pasaba por el terraplén estando el dieciocho arriba. Me pareció que sí. Bajé hasta el arroyito de agua que atravesaba el camino paralelo al terraplén, paralelo a la vía. Obviamente estaba con un pedo tan grande que estaba desvariando. No sé qué era lo que pensaba descubrir de un charco y un camino, de camiones y balanzas. El sonido del camión se escuchaba más aunque todavía no lo veía. Y aparecieron recuerdos, palabras sueltas, momentos deshilachados que tenían que ver con el tanque de agua, con el camino a la balanza, con los camiones… Empecé a entender que mi cabeza realmente estaba descubriendo algo. El camión se escuchaba mejor, parecía un camión viejo, con cosas sueltas, pero ni siquiera veía sus luces. Miré el curso de agua sobre el camino e imaginé el camión dejando su huella honda en el agua. Imaginé que subía el terraplén, imaginé que pasaba sobre las vías y que bajaba nuevamente. Ya se escuchaba con más claridad el camión pero me quedé mirando el terraplén, pensando en el camión que subía con sus neumáticos embarrados… 

Y sentí pánico. Pánico sin saber bien por qué. ¡No llegaba a descubrir lo que mi cabeza me mostraba hacía rato! Me impacienté, miré otra vez el agua, miré el camino de un lado, del otro, el sonido del camión era más fuerte pero no lo veía, y una luz tenue apareció apenas iluminando los árboles que rodeaban al tanque de agua a mi derecha. El camión era más grande de lo que pensaba porque la luz iluminaba las copas, no sus troncos. Y al fin mi mente se desenredó, y empecé a comprender todo. La luz se movía por las hojas de los árboles en dirección al camino. Miré el charco, los camiones subiendo con el barro en sus ruedas, tapando las vías… ¡El tren! ¡La vía no estaba abandonada! Me di vuelta hacia el terraplén y vi la curva de las vías y el tren llegando a toda velocidad. Subí tropezando el terraplén. El pedacito de vía desenterrado con mi pie brillaba ya con la luz de la locomotora que, por primera vez hizo sonar su bocina al descubrir el auto. Llegué hasta las vías, abrí la puerta del auto. La locomotora me ensordecía con su bocina. Me incliné hacia Carmela para sacarla. Ya no tenía tiempo de arrancar el auto. Apenas sentí en mis manos el cuerpo de Carmela miré por su ventana. El tren estaba a pocos metros viniendo a toda velocidad con su sordina inaguantable. 

Y el tiempo pareció detenerse por un instante, el sonido se fue. La miré a Carmela dormida, sonriendo. Aún sonreía. La luz de la locomotora hacía resplandecer su perfil, sus pómulos. A contraluz se aclaraba su rabioso pelo de fuego. Estaba tan relajada… como no recordaba haberla visto antes. Flotaba sobre su asiento. Su ropa ondulaba como si durmiese bajo el agua. Poco a poco, muy lentamente, se iba elevando como una nube que se mueve perezosa en el cielo. Amanda tenía razón, sentí. Solo por un pequeñísimo instante me pareció que la manija de la ventana se movió. Enseguida la bocina apareció en mis oídos con una violenta explosión y Carmela, sin saber cómo, voló hasta mí. 

Y después el silencio. La paz y el silencio. 

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