/Fue Foul: La vie violette

Fue Foul: La vie violette

Después del episodio de Teresita con Traviata, salí dos veces más con la Elisa. Fueron dos semanas que no fui al club. Esa actitud de Teresita mostrándome “el acceso” que tiene con Traviata me enfermó de una bronca que en la primer salida con la Elisa se esfumó de mi mente, y en la segunda ya hasta ni recordaba el nombre de la moza de “Fue Foul”, el mismo club de fútbol que también empezaba a olvidar. En cambio, tuve dos salidas muy lindas; una romántica, con un vino y dos copas sentados en la terraza de un museo muy elegante, mirando las luces de la ciudad escapándose en el vértigo de un clásico viernes de descontrol y con una bandita de jazz gypsy que nos perfumaban los oídos, y otra más intima, que empezó de cualquier manera y terminó sentados al lado de un puesto de panchos hablando horas de historias del pasado. Después de esa última salida anduvimos mensajeándonos y hablándonos por teléfono algunas veces hasta que llegó la tercer semana y su “¿por qué no te venís a casa? Yo cocino”.

Dejó mi plato sobre el individual tejido y se sentó. Me miraba. “¿y…?”, me preguntó. La jarra con agua estaba sobre un platito al lado del vino, los vasos sobre mini-individuales bordó, a tono con el del plato, dos velas gordas, ocres y petisas impregnaban todo de un aroma jazmín gomoso muy rico, un pañuelo lila sobre una de las lámparas nos teñía la piel de un violeta confidente, las servilletas, los saleros, los cubiertos… la miré. Me estaba mirando.

– ¿En qué momento empecé a sentirme tan feliz que no me di cuenta? –le pregunté.

Ella sopló una risa entre dientes y bajó la cara derrumbando sobre sí toda la espesura de su pelo. Tenía un vestido naranja ceñido al cuerpo, de falda corta, de escote exacto, sin mangas, sin dibujos, sin nada. Solo vestido. Sus aros eran platos enormes de metal cobrizo, con plumas amarillas, verdes y azules rabiosos. Catapultó la cabeza hacia arriba y todo, pelo y aros, se disparó en el aire para quedar en el mismo lugar planeado horas antes, años antes, siempre. Tenía algo en el cuello, no sé bien qué, y sus piernas de locura, sus manos como alhajas…

– Quiero que pruebes los canelones, Marquitos. Le puse “parva de queso”, como le dijiste al mozo ese, que decías que era Contador de hobbie por lo amarrete…

Ella no se daba cuenta de lo que estaba pasando ahí. No, no se daba cuenta… Tomé los cubiertos, corté, comí y la miré. Ella me miraba y se reía con expiraciones nasales, como se ríe el viento.

– ¿Y…?

– Eli, está impresionante…

Y se me acabaron las palabras. No podía dejar de mirarla. La miraba con su sonrisa inmensa, la miraba con su media sonrisa…, la miraba casi seria…

– Marcos, me gustás mucho –largó como cuchillero de circo, y medio arrepintiéndose de lo que acababa de decir, se levantó de la mesa y se fue hasta la biblioteca, puso un CD, me miró y empezó el piano con Edith Piaf cantando La Vie Rose.

Dejé la servilleta arriba de la mesa y me puse de pie. Estábamos a cuatro metros el uno del otro. Ella me sonrió y estiró sus brazos con las palmas colgando hacia abajo. ¡Qué inspirado estaba Dios cuando hizo a la mujer…! Caminé hasta esos brazos extendidos y, mientras la tomaba de la cintura, ella atravesó con sus manos por encima de mis hombros cualquier distancia que hubiera podido existir. En el remoloneo del baile me metí en sus ojos, y acercándome lentamente, hicimos contacto labio contra labio, nariz contra pómulo, pelo contra frente, y las manos deambularon suaves en círculos por las espaldas. Edith aguantaba en alto tono su “la vieeee…” cuando nosotros ya estábamos en Paris.

– ¿Querés terminar tus canelones con parva de queso? –me preguntó con una sonrisa serena.

Me callé la guarangada, no la dije, y le volví a tapar sus labios con mi boca. Edith ya cantaba cualquier otra canción con su francés vibrante cuando nos encontramos desnudos y besándonos en una alfombra incómoda cerca del baño. “Vamos a la cama”, dijo como una baby sister, y nos sumergimos por fin entre las sábanas tibias. Mis ojos estaban explorando cada rincón de su cara, mi calentura infinita estaba atomizada en intereses poco comunes. Mis manos emergieron descontroladas de las sábanas y le empecé a tocar los pómulos, la frente, la pera, los cachetes… Ella me miraba, yo ardía pero hacía esas cosas, no sé por qué. Sus manos se hundieron en mi pelo, bajaron por mis hombros, y bajaron más y… y nada. No se me paraba. Sus manos recorrieron, dibujaron, apretaron, pero nada. ¡Nada! Empecé con esa tosecita nerviosa que interrumpía cada sendero de su espalda que recorría con mis besos, y noté que en algunas posiciones me temblaba una pierna.

– Marcos… -dijo la Elisa sin que haya más que dulzura en su mirada-, vamos a terminar el vino ese que quedó en la mesa. Si se da, buenísimo, y si no…, estos mimos son lo más lindo que hay.

A la segunda copa, de la segunda botella, empezó a no importarme tanto “el incidente”. Violetas de vino y pañuelo nos volvimos a abrazar, volvimos a comernos las bocas, volvimos a tocarnos las caras, Edith Piaf, Rod Stewart, Miranda, Damas Gratis, ya la música era una mera conexión al mundo. No sé en qué momento pasó que estábamos cogiendo, y hacía un rato ya. La calentura era un todo que se había estacionado en mi cuerpo, y que solo comía de esa mujer que llevaba y traía de acá para allá como a los papeles del auto. Horas, fueron horas en el piso hasta que, también si darme cuenta de cuándo decidimos no seguir, estábamos recostados uno sobre el otro, semidormidos.

Me levanté, “¿Querés tomar algo?”, le pregunté, y ella respondió con un ronroneo fabuloso. La alcé y la llevé a la cama. La tapé y la miré unos minutos. Busqué mis puchos y salí desnudo al balcón. Una brisa fresca, más bien fría, me contraía el cuerpo, pero era lo que necesitaba. Escuché un ruido, busqué algo con mis ojos, y vi a una gorda que salía con un tipo. Me señalaba.

– ¡Ahí está! ¡Exhibicionista hijo de una gran puta! ¡Ahí lo tenés, Lorenzo!

De un salto volví al departamento, y me fui al lavadero que ya, lejos de una brisa fría, había glaciares eternos. Me envolví con una frazada gruesa, y me pegué a la ventana con el cigarrillo. De pronto apareció la Elisa con sus ojitos cerrados y con una sábana inmaculada que le tapaba una sola goma definiéndola como una Venus contemporánea.

– Marcos, perdóname –susurró su vocecita de entre algún sueño con avejitas y cachorros-, ¿podés fumar en el balcón? Me molesta el olor a cigarrillo en casa…

– Ningún problema –contesté, y apagué el cigarrillo.

Me lavé las manos, enjuagué mis dientes y me acosté a su lado. Ella se acomodó a mi lado, pero ante un suspiro mío se corrió un poco y se dio vuelta. Me levanté de nuevo, fui al baño e hice buches con la pasta de dientes hasta parecerme a una Halls de mentol. Volví a la cama y la noche nos despidió nuevamente abrazados.

Una flecha de luz se me clavó en un ojo y los abrí. La persiana tenía una pequeña rotura por donde entraba el sol como trompada. Giré la cabeza y la Elisa me miraba desde la almohada. “Buen día”, le dije, pero ella, sin decir palabra se tiró encima de mí y a los pocos segundos estaba tan activo como en cualquier partido del club. Agotados nos levantamos de la cama y preparamos juntos el desayuno, que ella colocó en una bandejita, con mantelitos de lino, con tazas coloridas, con platitos con manteca, con tostadas y con dos vasitos de jugo de naranja.

– Nuestro primer desayuno juntos –dijo, y yo asentí con una sonrisa hinchada de buen dormir-. Tengo que ir a cambiar unos zapatos. ¿No me acompañás?

– Me encantaría pero no puedo, tengo que ir a laburar.

– ¿A qué hora salís? –preguntó.

– A las siete, más o menos.

– Yo a las siete y media tengo que dejar un trabajo en lo de una amiga. Querés que te pase a buscar y vayamos a tomar algo?

– Bueno, es que yo tengo que buscar la computadora antes de las ocho en lo del flaco que me la arregla.

– Te acompaño…

Nadie puede decir que las mujeres nos engañan, que después son distintas a cómo las conocimos. Sí podemos decir que… que se nos pasan detalles.

– Dale. Venite al laburo a las siete y media.

(Continuará…)


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