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Historias del salvaje oeste | Los pioneros

El departamento de Godoy cruz es el más densamente poblado de la provincia y su estrecha geografía condensa aun más a la muchedumbre. Por esto es difícil  creer que hace algunas décadas todo el Oeste era campo despoblado. Sin embargo,  la mayor diferencia con el resto de las zonas rurales es que el pedemonte godoycruceño, además de árido, es terriblemente pedregoso e incapaz de acoger otra cosa que no sean yuyos, cactus y con suerte algún aguaribay.

Allá por los años 50 se asentó en el lugar Eusebio Papa, quien construyó un pequeño rancho, empezó a criar chivos, chanchos y algunos caballos. Por más esfuerzos que hiciera para que su puesto prosperase, apenas si le alcanzaba para subsistir, porque además de las inclemencias del tiempo y la agreste geografía, las jaurías de cimarrones solían masacrar cada tanto a todos sus animales. Esto cambio a mediados de los años 60, cuando Palumbo puso sus ojos sobre el único recurso natural disponible del lugar: las piedras. Los cantos rodados, ripio y arena disponibles a pocos kilómetros de capital convirtieron los terrenos en un lugar codiciado.

Enterado del repentino valor de las tierras, Don Eusebio contactó a un abogado que logró para sí la titularidad de todas las tierras ubicadas entre lo que ahora es el Corredor del Oeste y la falda de los cerros. 500 hectáreas de tierras. Casi el 10% de la superficie del departamento. Así de la noche a la mañana, Eusebio Papa se convirtió en arrendatario de 5 canteras súper productivas, que le dejaban una suculenta renta.

No todo fue color de rosas, con la puesta en marcha de las canteras llegaron nuevos pobladores, que montaron sus casillas a la orilla de las mismas. De la noche a la mañana había 100 familias instaladas precariamente en la zona, el primer nombre del asentamiento fue “La Cantera”. La convivencia era difícil, podía respirarse cierta tensión, pero existía una especie de respeto por las leyes, incluso dentro de la cantina y el burdel del lugar.

Como era de esperarse, las canteras fueron decayendo en su productividad y terminaron cerrando 4 de ellas. Viendo mermada su entrada de dinero, Don Papa comenzó a vender parcelas de tierra y a alquilar otras, por lo que la gente no paraba de llegar. Las familias sin trabajo vendían o alquilaban parte de sus terrenos también, por lo que el hacinamiento empezó a ser un problema acuciante. La inseguridad comenzó a ser un tema de todos los días, la policía ni siquiera se asomaba por esos lados, porque a pesar de la relativa cercanía con la plaza departamental, los caminos eran intransitables y los estrechos pasillos eran una trampa mortal. La única LEY que valía era la de Don Papa, que había armado a un grupo de matones para hacerla cumplir.

Los matones eran todos familiares, 4 hermanos y 3 primos a los que llamaban “los Gordos Soria”, unos seres de aspecto y olor repugnante, antiguos cargadores de camiones y con una increíble facilidad para la violencia. Al parecer Don Papa les había entregado una buena porción de tierra a cada uno a cambio de sus servicios, que incluían cobro de alquileres y mantener a ralla a los pobladores. Estos armatostes llegando a lomo de unos caballos que pedían a gritos que se terminase con su tortura no hacían otra cosa que reforzar la idea de que aquello era a todas luces, una versión tardía del salvaje oeste, donde los rudos comisarios fueron reemplazados por obesos hombres que empuñaban fierros, palos, y un par de viejas escopetas recortadas.

La miseria y violencia con la que convivían era adobada por un ingrediente especial, ríos y ríos de mierda. El suelo pedregoso hacía imposible que se cavaran pozos sépticos, por lo que la única manera en la que podían deshacerse de sus desechos, era a través de pequeñas cunetas. Los gallos y cerdos se criaban bebiendo las inmundicias de sus dueños, cerrando un ciclo de pestilencias y enfermedades.

Esta situación llego a su punto límite durante una calurosa tarde de verano  de los nacientes años 80’, en la que los líquidos cloacales parecían hervir y el olor se metía en cada rincón del lugar. Para empeorar la situación, no había suficiente agua para mantener algún grado de higiene. La provisión del líquido vital se realizaba por medio de camiones cisternas que usualmente debían llegar todos los días, pero por alguna extraña razón sus entregas se habían distanciado. Cuando el termómetro estuvo por encima de los 40°, la gente logró ver a Don Papa llegar en una flamante Ford F 100, no quedaban dudas… ahí estaban los camiones cisterna que faltaban. En un par de horas decenas de personas se agolparon a las puertas del caserón principal, reclamando que se les hiciera llegar agua.

Don Papa se limitó a disponer una guardia armada que no dudó en disipar la concurrencia con tiros de advertencia. No conformes con esto, tres de los Gordos Soria persiguieron a la gente con la camioneta hasta el asentamiento. En uno de los principales accesos, un grupo de 20 personas intentó frenarles el paso, pero los gordos solamente aceleraron. Uno de los manifestantes no tuvo los reflejos suficientes para correrse y quedó atrapado en la cuneta, debajo de la rueda trasera de la chata, que terminó atorada en el barro. La turba aprovechó el momento y se abalanzó sobre el vehículo. El conductor intentó salir del barro pero solo logró hundirse más, al tiempo que rompía el frágil cuerpo debajo de la rueda.

La cara de cada uno de los gordos empalideció cuando entendieron que era su fin. Fueron sacados de los pelos y apaleados hasta la muerte. Don Papa y el resto de sus matones huyeron despavoridos, justo a tiempo antes de que su casa fuera arrasada por la turba.

Continuará a modo de crónicas e historias…

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