/La secta de los Seductores Implacables

La secta de los Seductores Implacables

Entre espumantes y energizantes, en el sector VIP del boliche más concheto de Chacras de Coria, apostados los tres en la barra, estaban Javier “el Negro” Hernández, Federico “Coti” Duncan Vilapriñó y Daniel Gonzales, más conocido como “Tuti Palma”, seudónimo que nadie entendió jamás porqué se adjudicó. Algunas malas lenguas coinciden que fue por lo poco elitista y mundano de un apellido como el que heredó del padre, otros más crueles le echaban la culpa a las escasas luces de Daniel. Estaban los tres, brindando por un sábado más de cientos, de miles, observando como tiburones de caza a las apetitosas presas que pululaban por el recinto. Máquinas de seducción, dueños de una lengua filosa, un aspecto trabajado con metódico esfuerzo, bronceado anual de tecnología japonesa y una pilcha que decoraba con ordenado desorden la pinta de aquel trío de bacanes de la noche mendocina.

Nenes de familia de guita que habían nacido bien parados, así que con escasas horas de esfuerzo semanal contaban con lo que anhela cualquier pibe de ciudad. Esta fortuna los llevaba a tener todo calculado, todo listo, todo preparado, todo el terreno allanado para un solo objetivo, una única y especial meta… levantarse minas. Palacetes céntricos, autos caros, eventos varios, mesa especial en los lugares más exclusivos… el circo armado.

Los pequeños ápices de necesidad filosófica los habían logrado encausar ahondando en una especie de máxima inquebrantable: anticiparse al enamoramiento. Entonces habían fundando algo así como una secta, autodenominada “Los Seductores Implacables”. Espacio de tintes hedonistas, vacío de contenido, cuyo única meta era la de instruir a pintones muchachos en el arte de no enamorarse, de anticiparse a lo que siente el corazón, primereando la jugada con un cerebro entrenado para el flirteo, la tertulia y la farra.

Los Seductores Implacables vivían para el levante y el cultivo del físico, siendo blanco de todas las miradas femeninas en cada lugar que pisaban, eran tan tiempistas que no permitían que las mujeres se aburrieran de ellos pasado el período de expectativa emotiva, cosa que usualmente le sucede a esta calaña de seres, sino que avanzaban hasta seducirlas perdidamente, desplegando un arsenal romántico de palabras, caricias, regalos y belleza, para luego abandonarlas sin remedio, dejándolas heridas para siempre. Con bronca, pena en el alma y todas esas cosas que se sienten al ser colgado.

La mayoría de las veces seducían mujeres simples, que se obnubilaban rápidamente con el carisma de los Seductores, o su billetera, minas pasajeras y fáciles. Las verdaderas dificultades, y las que hacían que un miembro avance jerárquicamente en el organigrama de la secta, era el coqueteo con mujeres sofisticadas, lindas, de renombre, intelectuales, con carácter, autoestima alta y actitud arrasante, ellas estaban perfectamente definidas con nombre y apellido en un libro secreto. Agostina Manrressa, Julia Olivieri, Sofía Balmaceda, Evelyn Salvo, Paula Rosi… todas las minas lindas de la ciudad estaban apuntadas en la “lista rosa” como llamaban los Seductores Implacables al cuadrito pegado en el bar donde se reunían.

Entonces iban en busca de ellas… y tiraban la red. Si alguna picaba, el banquete estaba servido. Lograban hacer que cada chica se sintiese única, amada, escuchada, auténtica y más mujer que nunca. Demostraban un interés inusual y construían un mundo entorno a sus víctimas, volviéndose adictivos, necesarios y muy buenos partidos para formalizar, tener hijos de fotografía y vivir una vida feliz de jardines verdes y viajes por el mundo, proyecciones que jamás sucedían.

Por una cuestión racional, lógica y evolutiva, casi todo arranca por la atracción física, luego llega la seducción verbal, la transferencia de ideas, de palabras, de gustos y banalidades como horóscopos, hobbies y bagatelas intelectuales, para culminar con el entrevero de besos y fluidos; las maravillosas primeras estampidas, tan deseadas, tan sensuales, tan esperadas y disfrutadas.

Si el resultado de ese trío apoteótico: atracción física, seducción intelectual y piel sexual, da positivo en sus tres puntos, es irrefrenable el nacimiento de un amor. Porque en esa instancia es cuando la cotidianidad de la vida lleva a que uno de los dos, o en el mejor de los casos los dos, sientan la necesidad de avanzar en la relación, de seguir juntos, de conocerse más profundamente, culminando con cualquiera de las etiquetas que implican compartir la vida con otra persona. Es ahí donde los diabólicos muchachos reprimían todo sentimiento, coartaban con lo que les dictaba el corazón, apretaban los dientes y le ponían punto final a la relación, abandonando con crueldad a las mujeres recientemente seducidas. Olvidándolas para siempre y dejándolas a merced de lágrimas, tristezas y una que otra sesión psicológica.

Finalmente brindaban con sus compañeros, tachando a la mujer “difícil” de la lista rosa y ganando respeto y tickets para la cama solar de uno de los miembros. Contaban con dos clases de herramientas para tener el valor de terminar una relación que los ilusionaba, las psicológicas y las físicas. Las primeras consistían en imaginar las cosas negativas del amor… una vida de fidelidad y rutina al lado de la misma mujer, verse imposibilitados a disfrutar los placeres de la seducción, tener que rendir cuentas, compartir el baño, amanecer con la misma persona para siempre, dividir todo en dos y volverse formales hombres de familia. Se arengaban entre ellos mirando fotos de futuras víctimas, chusmeando y ahondando en los detalles de encuentros sexuales casuales, compartiendo estrategias de levante y jactándose de los reproches y mensajes despechados de las desamparadas. Las físicas los llevaban a realizar desgastantes rutinas deportivas, o proezas sexuales maratónicas y esforzadas como para encausar la sensibilidad, volverla energía y transpirarla.

Los Seductores Implacables eran cálidos y elegantes por fuera, pero fríos y calculadores por dentro. No se apasionaban por nada más que ellos, no sentían ternura por nada que no fuese su piel, no se acongojaban por ningún suceso emotivo, más que la adrenalina de los nuevos amores, chispa que se apagaba con las primeras eyaculaciones. Hasta sus distracciones eran frívolas y patéticas, como juntarse a lavar los autos, ir a comer mariconadas a lugares caros o acompañarse a comprar ropa como las minas.

Fernando «Coti» Duncan Vilapriño

Una tarde de agosto Coti Duncan estaba de compras en un supermercado de Dorrego. Tomó un par de latas de arvejas de la pila de ofertas, latas que hacían de sostén de una construcción piramidal elaborada con obsesivo detalle… la arquitectura no era el fuerte de uno de los paladines de Los Seductores Implacables.

Se derrumbó Keops cual castillo de naipes, ante la mirada atónita y burlesca de los transeúntes del almacén. Entre una decena de personas, desde señoras ocultando la risa, muchachos explotando a carcajadas y niños asustados, apareció la mirada de Andrea… encendida entre el humor y la vergüenza ajena. Coti dejó caer las latas que habían causado la catástrofe. Andrea bajo la mirada. Llegaron los empleados del lugar y rápidamente se pusieron a ordenar las cosas, la chica se perdió entre la gente.

Coti caminó entre pasillos olvidando por completo la lista de cosas que venía a comprar y buscando con la mirada a aquella mujer. Se había encendido su instinto depredador, comenzó a configurar la lista de versos útiles ante aquella arena de batalla… un supermercado. La divisó en las cajas, cargó cuatro o cinco productos que tomó apresurado de la góndola y se dirigió a la cola. Apenas lo vió, Andrea le sonrió.

– Que papelón lo que me acaba de pasar – encaró él rompiendo el hielo y mirando los ojos más hermosos que había visto en su vida.

– Si… es culpa de ellos porque ordenan las cosas así – respondió Andrea, cruzando una mirada con el muchacho, sosteniendo la vista durante un segundo eterno.

– Si… y uno que es tan bruto, ¿viste?

– A mi también me hubiese pasado – dijo pintando una sonrisa en unos labios perfectos, una boca de fresa, unas comisuras sagradas. La voz de Andrea era una afónica y seria melodía, trasnochada, sensual… un lamento exquisito. Un rasguño de guitarra de barrio, de zócalo y veredín.

– Si… pero no te pasó, ¡no te burles de la desgracia ajena! – abrió las alas de la simpatía el pelilargo atorrante.

– Fue cómico… tu cara de susto – dijo Andrea y giró, comenzando a poner los productos sobre la cinta de la caja. Él la vio, con ese vestido suelto, morena, curvas justas y perfectas. Era sensual hasta para acomodar las cosas.

– Más vergüenza me dió que vos me vieses – tiró la red el pescador.

– ¿Yo? ¿Por? – preguntó Andrea deteniendo la estiba y clavándole una mirada salvaje a Coti. Como en esos momentos sagrados donde el mundo se detiene, donde todo se oscurece menos vos, donde solo son dos en el universo, donde sería tan necesario que algún alma creativa haya inventado una máquina para detener el tiempo… un siglo, dos, cinco. Mil.

– Porque tenes una mirada hermosa… – la suerte estaba echada. La sonrisa de Andrea se fue de costado. Un signo de “no te quiero creer” brilló en sus ojos negros.

– Gracias… – dijo ella sonrojándose mientras sacaba la billetera para pagar.

– ¿Vivís por acá? – comentó él rápidamente para sortear la situación.

– Si, cerca. ¿Vos?

– En el centro, pero vengo siempre a comprar – dijo Coti al tiempo que la cajera le daba el vuelto a Andrea.

El muchacho prácticamente tiró los productos sobre la cinta, apurado por que le cobren también a él. Se le acababan los recursos y jamás había nadado en estos mares.

– ¿Andas caminando? ¿queres que te acerque?

– Gracias, pero me viene a buscar mi pareja… es más, debe estar esperándome afuera. – Dijo ella mientras tomaba las bolsas y se las acomodaba en cada mano. Él se quedó un instante mirándola, al acercarse pudo sentir su perfume, dulce… todo era dulce. Todo era claro. Dulce. El pelo negro de Andrea brillaba, Andrea brillaba, él brillaba… sentía felicidad. Ganas. Vida. Todo.

Pagó rápido, sin siquiera esperar el vuelto. Tomó su mercadería y se acercó a la chica que aún no terminaba de cargar las cosas.

– Dame, te ayudo con una – le dijo y ambos comenzaron a caminar hacia la puerta. Él no podía quitarle los ojos de encima, ella se movía suave, intensa, decidida. Jamás la había visto en la noche bolichera.

– ¿Estas de novia?, ¿casada?, ¿en pareja?

– En pareja.

– Mira vos… ¿hace mucho?

– Si, hace varios años y convivimos hace tres. ¿vos? – dijo ella y volvió a embestir con esa mirada negra y penetrante como una noche de invierno. Tan intensa, tan fulminante, tan encendida.

– Soltero… vivo conmigo hace cinco años – dijo gracioso. Que Andrea tenga novio o marido no era una barrera para él. Continuaron hablando unos minutos, entre risas y miradas cruzadas.

Salieron a la playa de estacionamiento. El sol le dio de lleno en el rostro a ambos y ahí terminó de observarla en todo su esplendor. Era impactante… su cara era impactante. No sabía dónde perderse primero, si en su risa, en su pelo negro, en su boca roja, en su pera, en su nariz… era una combinación perfecta de recuerdos y deseos, de sensaciones del pasado, de encuentros, necesidad irrefrenable de cambiar el curso de la vida y entregarse a ella, de pertenecerle. Jamás había sentido algo así. Andrea se paró frente a él y Coti enmudeció… extendió su mano y tomó las bolsa que llevaba el muchacho, rozándolo por una milésima de segundo. Fue como un torrente de energía, como un rayo que atravesó todo su semblante, como una vibra de miles de días perdidos. Sintió un castillo de arena derrumbándose dentro de él, cómo cada una de sus verdades, su seguridad, sus dogmas y límites se diluían dulcemente, derritiéndose ante la presencia de aquella mujer espléndida. No la conocía, pero cientos de certezas fluyeron dentro de él…

– Muchas gracias, ahí me vienen a buscar – dijo a ella y saludó con un beso en la mejilla a Coti que no fue capaz de emitir palabra alguna, solo seguirla con la mirada, desnudarla mientras caminaba hacia aquel auto sin importarle nada. Y ahí la vio subir…

Una hermosa rubia la esperaba al volante, con el pelo revuelto y unos lentes negros que le daban aire de diva. Abrió la puerta del acompañante, le dio un beso en la boca a la rubia y partió para siempre…

***

– ¿Vos sos Horacio? – dijo Federico Duncan, vestido de gris, con el pelo corto, una barba de varios días, ojeras profundas y un peso solitario en una mirada triste, pero viva y despierta.

– Si…

– Estoy enamorado de una mujer imposible.

– Bienvenido muchacho… sentate y contame.

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