Me encontré en un rato libre dirigiéndome al cementerio, en una de esas tardecitas donde el sol da un calorcito particularmente placentero. Compre unas margaritas y camine tranquilamente, dejando que el silencio me invada, esa quietud no forzada con los rayos de luz de un tenue amarillo entrelazados entre las ramas también resultaba particularmente agradable.
Si bien conozco donde se encontraba cada uno de los miembros de mi familia, siempre me dirigía particularmente a uno o dos, mi abuelo al que luego acompañó mi abuela. Suelo hasta el día de hoy tomar diferentes caminos y mirar las historias de las placas, sobre todo las de las personas jóvenes y preguntarme que las habrá llevado tan pronto a tan triste morada, y la suerte de no estar todavía ahí.
Evito la sección de niños pequeños, la encuentro particularmente morbosa, pero siempre procuro detenerme en un lugar en particular, una tumba francesa ¿cómo sé qué lo es? Bueno, la primera vez la vi porque se destacaba del resto, en nuestro país solemos conservar los restos de nuestros familiares en mausoleos donde quedan los cajones expuestos, de una manera que encuentro escalofriante, dentro de un pequeño edificio, los más característicos “nichos”, construcciones modernas, un tanto ochentosas, de varios pisos con varias bocas tapadas por tapas con placas explicando quién descansa ahí o la más antigua de todas, sobre la tierra con una tapa y/o cruz.
Entre todo eso desentonaba una, cuatro pilares de forma piramidal en cada esquina unidos prolijamente con unos caños que protegían una placa de, supongo mármol, con un nombre prolijamente tallado al que, por razones que explicaré más adelante, llamaré “Claude”. Al final una cruz que simulaba madera pero muy blanca coronaba toda la construcción.
A diferencia de otras veces, esta vez me había fijado en la edad que marcaba la tumba “Decedé le 20 de marz de 1926, a large de 87 ané”, mi pobre manejo del idioma hizo que anotara el resto y debiera buscarlo en mi casa “a notre père chéri souvenir de ces enfant et petit enfant”. Más tarde averiguaría que eso significaba algo así como “a nuestro querido padre, de su hijo y su nieto”.
Han pasado 90 años y a diferencia de otras, su estado sigue siendo considerablemente bueno, nadie pensaría que lleva tanto tiempo ahí y del tiempo que la frecuento jamás vi una sola flor en ella. Fui en busca del encargado, se encontraba en su oficina, aunque la reconoció inmediatamente por la foto buscó de todas maneras en los registros. El terreno donde se encuentra era de los antiguos, de los que se podían poseer para siempre, ahora sólo se pueden tener por una extensa, pero limitada cantidad de años.
Ahora pertenecía a su bisnieto, me dio su nombre y lo más práctico que se me ocurrió fue buscarlo en las redes sociales, aparecieron tres coincidentes con sus nombres y apellidos, escribí una nota con tono formal, explicando mis intenciones. Pasaron un par de días y obtuve mi ansiada respuesta, bueno un par en realidad.
En un español un poco tosco, supongo que por la utilización de algún traductor on-line uno me dijo que no era su pariente, que lo disculpara. La otra respuesta fue mejor, venía de Brasil, era el bisnieto de Claude, que de forma muy cordial accedía a responder mis preguntas.
Se podía ver por su perfil en la red que tenía una vida interesante, repleta de fotos del mundo cuando aún era joven, muchos amigos y una familia hermosa. Me contó que se enamoró en Copacabana, eso marcó el fin de su viaje y el inicio de su familia, viviendo del turismo y de recorridos por la ciudad, lo llamaré “Nicolás” en adelante.
Su bisabuelo nació en la comuna francesa de Vanves, que se encuentra muy cerca de París, a menos de 6 km, disfrutó el apogeo francés de principio de siglo, el crecimiento desmedido de Europa y la tensión que para fines de 1913, comenzaba a denotar que este sería un enfrentamiento serio, más que los anteriores.
No sólo lo sintió Claude, sino también su hijo, abuelo de Nicolás. Él mismo había aprendido el oficio de su padre, tal vez el más tradicional de Francia: panadero. Espantado una tarde de invierno, al principio de 1914, recibió una carta, la leva para el ejército había comenzado. Con un hijo pequeño, habló con su esposa y padre, decidieron que lo mejor era partir.
El nuevo continente presentaba vastas tierras, gobiernos jóvenes, promesas de trabajo y oportunidades. En esa inmensidad tal vez podría esconderse un desertor, porque como es sabido, huir del llamado de la guerra es uno de los delitos más graves que se puede cometer, uno que te convierte en traidor.
Falsificar papeles no fue tan complicado, cambiaron sus nombres y lo más doloroso su apellido, que significaba dejar todo su pasado atrás, se fueron por España, sin la tecnología de hoy cuatro franceses, una familia de apariencia normal, pasaría desapercibida sin más.
El viaje fue en barco, no se detuvieron mucho en Buenos Aires y siguieron en ferrocarril hasta el interior. Con los pocos ahorros que tenían volvieron a montar la panadería, aunque no les fue muy bien. Los últimos días de Claude fueron rodeados de su familia, logró disfrutar de su hijo y nieto, cosa que le compensó todo lo que extrañó su tierra natal.
Es así que sus restos quedaron en estas tierras, aunque su familia no. Pasadas las guerras se fueron a Buenos Aires en busca de una oportunidad mejor, sus abuelos descansan allí, al igual que lo hicieron sus padres, en el cementerio de la Chacarita, perdidos entre un centenar de tumbas, muy lejos de la de Claude.
Nicolás se despidió cordial, accedió de buena gana a que comparta la historia, que muestre la foto de la tumba pero por razones obvias me rogó que cambie los nombres. Me despedí agradecida y con un pensamiento que me daba vueltas…cuantas tumbas sin flores tal vez, tal vez…tengan una historia como esta.
Excelente, Pauli. Cada tumba es un recorrido trazado en este mundo, una historia de amores, fe y esperanza, o dolor y violencia, también.
Muy buena nota. insisto en que hagas más de este tipo!
notaza!