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Las cartas de Emilia

“Un poco de imposible vuelve al amor más puro
el recuerdo es solemne como un santuario oscuro
y en sus sagradas sombras te considero muerta
para poder amarte sin que nadie lo advierta”
Leopoldo Lugones. 1926

“Heroísmo es amar hasta la muerte” escribía Lugones en Romancero, 1925. Él, que se decía a sí mismo el hombre más fiel de Buenos Aires, descubrió la pasión en los ojos de su amante. La misma mujer que inspiraba el erotismo de sus poemas.

Leopoldo era un cincuentón de rutinas marcadas y cumplidas a rajatabla. Ya era director de la Biblioteca Nacional cuando un día de junio de 1926, entra en su despacho María Emilia Cadelago, de unos veintitantos.

El señor quedó encandilado con esa joven suave de vestido verde, que venía a buscar Lunario Sentimental, para un trabajo de la universidad. Lugones la citó para un próximo encuentro. En éste, no le dio el libro que buscaba, pero sí Horas Doradas, con una dedicatoria especial.

Se encantaron, se deslumbraron, se encontraron dos almas que vibraban juntas, en diferentes realidades —¿Y qué es la realidad? ¿Lo que pasa acá cuando estoy con vos, o lo que pasa allá cuando estoy con ella? Escuché decir a alguien alguna vez—. Esto no fue motivo para que los amantes disfrutaran cada minuto que podían. Encuentros en la biblioteca, el portero de cómplice, un cuartito en Retiro, cartas mutuas y llamadas telefónicas para las que se cambiaban los nombres.

Seis años de intenso y clandestino amor despertaron en Lugones un escritor que se dio a conocer solo con ella. El intercambio epistolar parió la necesidad de el anonimato, las firmaba Osolón de Ploguel o Ugopoleón del Sol. Mientras las de Emilia figuraban como Leodia, Clelia de Amoiga y Camelia. Pero él le decía Aglaura, como la princesa ateniense hija de Cécrope.

Es bajo estos pseudónimos que Leopoldo Lugones saca a la luz, la poesía más sincera, visceral, cargada de amor, deseo y pasión. Cartas firmadas con sangre, decorado el éxtasis con semen del autor. Poesía erótica argentina, censurada por el contexto social y, más adelante, prohibida por el golpe de estado.

Nadie podía saber sobre este romance. Ella lo tenía claro y no hay documentos que expresan desacuerdo sobre la condición de amante.

En el despacho de Leopoldo, pluma en mano lista para escribir sus cartas, el papel ya no era papel; sino el cuerpo de su Aglaura, que lo recibía en cada letra, en cada trazo y con cada fluido. Con pasión y entrega, Lugones escribió:

“La tarde está gris y helada como la ausencia. Pero en mi boca persisten a la vez la tibieza de tu suavidad y la frescura de tu rocío. Un sabor de azucena que se deshoja palpitante de amor”

“Cuando vengas, tráeme una florcita como la de hoy, pero que haya dormido al rocío del jardín”

“El rocío ha llegado hasta mi alma, húmedo de mis besos, libado por mi lengua que se anudaría con la tuya hasta morir en un derrame de perlas. (…) Rugidos de amor, —¿te acuerdas? —, ahogados en suavidad de leche y dulzura de miel que nos dejaban su sabor en la boca y en las entrañas. Jugos locos que enredaban tus pies con lirios y besos, mordedura que florecía luego en violetas sombrías”. 

“Y en un exceso de ternura loca, ver colmando el martirio que te impetro, rendirse la imperial fuerza del cetro, en la tibia delicia de tu boca”

Tenemos, en este tesoro epistolar, un Lugones que prefiere referirse a los orgasmos como derrame de perlas, a la humedad femenina como rocío de jardín y como lirio y azucena nombraría a la masculinidad erecta y la feminidad latente. Tenemos un Lugones partícipe de la literatura erótica Argentina.

Leopoldo “Polo” Lugones, hijo único del poeta, se enteró. Sabía nombres, fechas, domicilio, había intervenido tanto el correo como la línea telefónica. Polo, nombrado jefe de la policía Federal por José Félix Uriburu, habló con los padres de Emilia, para ponerle fin a esta relación. Estaba llegando La hora de la espada al corazón de los amantes.

Quien traería la picana eléctrica como método de tortura, logró disolver ese amorío ridículo que avergonzaba a su madre.

Leopoldo se quedó con las lágrimas contenidas y Emilia, con un gato de peluche que su “novio “le había regalado, partió rumbo a Montevideo.

Seis años más duró Lugones, seis años de eterna agonía, de vivir sin saber de ella. Ya no podían escribirse, el hijo vigilaba llamadas, cartas, trabajos, entregas y visitas en su despacho. Sólo le quedaba escribir… escribir para no morir, diría Storni.

“Solo la muerte alcanza la perfección del amor”

 “Al ver la angustia que sentía/ si te apartan de mi lado/ todos comprenden al punto/ la gravedad de mi estado/ (…) Me dicen que es delirio/ que labro mi mala suerte/ yo solo sé, les digo/ Que la querré hasta la muerte”.

Uno de los muchos trabajos que leí sobre L.L., decía “Se hizo sólo y se fue cuando quiso”

Con una mezcla de whisky y cianuro, un viernes 18 de febrero de 1938, se quitó la vida el fundador de la Sociedad Argentina de Escritores, mientras que en Montevideo, un espejo en la mano de Emilia se trizaba si haber sido golpeado. Ahí fue cuando ella se acordó lo que él le escribió una vez: ¿y si un día te llamo con un grito incontenible?

En una nota encontrada en la mesa de luz, junto a su reloj de bolsillo, pedía ser enterrado sin cajón y que nadie supiera de él.

Lejos de su deseo, fue velado en su casa de calle Santa Fe al 1391 y sus restos descansan en el cementerio de la Recoleta. Su esposa Juana lució un flamante vestido rojo en el último adiós a su compañero.

Emilia murió soltera, un martes 12 de mayo de 1981 en Buenos Aires. Fue enterrada con el gato de peluche que Lugones le regaló y todas las cartas que Leopoldo le enviaba se las confió a su mejor amiga María Inés Cárdenas de Monner Sans para que las publicara.

Libro que salió en 1999 bajo el título Cuando Lugones conoció el amor. 

¿Y las cartas de Emilia? No existe dato alguno sobre sus escritos. Se supone que, al caer en las manos de Polo, pueden haber sido destruidas, pero… ¿y si no? Y si las cartas de Emilia descansan en algún lugar de la Biblioteca Nacional de Maestros, bajo las maderas de su piso flotante o en algún libro hueco del viejo despacho. Cartas escritas con tanto, tanto amor, que hoy piden a gritos ser descubiertas o reescritas por alguien más.