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Limerencia

La historia de Horacio y Eva no es una saga, ni una novela, ni debería estar capitulada, sino que las mismas van surgiendo al azar, básicamente según lo inspirado que esté. Pero, es verdad que sigue cierta correlatividad. De todas formas, pretendo que disfruten el camino, no el final. O sea, la historia en si es incierta, seguramente triste, lo interesante debe ser lo que va sucediendo. Además pueden ir apareciendo “anexos”, que no hacen a la historia de Horacio y Eva, pero pueden ir sumando detalles y personajes. Entonces, si no han leído nada antes, les paso la correlatividad de las mismas:

Capítulo 1 – La sucursal mendocina de los Hombres Sensibles de Flores
Anexo 1 – La secta de los Seductores Implacables
Anexo 2 – Consejos trasnochados para un abandonado
Capítulo 2 – Hasta que choque China con África
Capítulo 3 – El hilo rojo
Anexo 3 – Los onanistas impúdicos

Capítulo 4 – Limerencia

El paso de los días se le había hecho eterno. “La semana que viene lo tengo que venir a buscar” fueron las últimas palabras que le escuchó decir a Eva. El tiempo era arenoso, denso, no pasaba más. Horacio era un puñado de nervios. Un amigo le estaba atendiendo el local de sellos, porque no podía con su genio, con sus ansias. Caminaba por el centro, iba hasta el café, pasaba por el local. Como siempre, todo lo que le pasaba lo guardaba dentro. Era una bomba a punto de estallar.

Transcurrieron los días y nada… se acercaba el fin de semana. El candor soleado de aquel encuentro estaba pronto a apagarse, gris.

El jueves dobló por la esquina de San Martín, en dirección a la galería Ruffo, cuando le pareció verla entrar. Al acercarse lentamente a la galería lo comprobó. Era Eva, era su perfume, era ella, de espaldas, ingresando a su local de sellos. Era su pelo negro, suelto, largo, era su caminar firme, intenso, era ella…

Caminó despacio los metros que separaban el pórtico de su vidriera. Se asomó con cautela. Eva estaba parada en el mostrador, buscando con la mirada… tal vez a él. Él la miraba en silencio, casi escondido, desde las sombras. Era la mujer de sus sueños. Apareció su amigo para atenderla. Preguntó algo, él negó con la cabeza. Volvió a preguntar otra cosa y el muchacho sacó la caja de sellos… donde estaba el de Eva. Aquel sello que el mismo Horacio había diseñado con una delicadeza inusitada. Los nervios lo paralizaron, no supo que hacer… se sentía tan cobarde, tan inferior. Un espía… Inmerso en el temor incierto del amor salió de la galería y se instaló en el café de enfrente. Para verla salir. Temblando como una hoja.

Pasaron unos minutos y la volvió a ver. Altiva, de lentes negros, procurando ocultar del resto del mundo esa belleza infinita. Pasando desapercibida entre la gente. Su Eva. Apretó la taza de café… y dudó. Los Hombres Sensibles de Flores eran eso… sensibles, no cobardes. Se envalentonó, cruzó la calle y la interceptó en la esquina, mientras Eva esperaba el semáforo.

– Eva – le dijo al tiempo que rozaba su hombro para no hacerla asustar. La chica se dió vuelta.

– ¿Horacio?… – preguntó al tiempo que aquella risa nerviosa le dibujó el rostro.

– Te vi salir del local… ¿te gustó el sello? – comentó nervioso.

– Si… me encantó. Pero el chico no me lo quiso cobrar. Pregunté por tu nombre para volver a pagarte.

– Es un regalo mío… a cambio de algo – y la inocencia brilló en aquellos ojos tristes.

– ¿A cambio de qué? – dijo Eva mientras se quitaba los lentes para darle consistencia a la pregunta.

– De que me aceptes un café…

– ¿Ahora?

– Cuando quieras…

– Tengo tiempo libre ahora, si queres…

– Claro que quiero.

Entonces fueron al Isaac Estrella. Jamás se volvió a ver a Horacio entrar tan radiante como aquella mañana. Feliz, joven, vivo. Eva era la mujer más hermosa que había pisado aquel pavimento mosaico. Su voz grave y dulce resonaba en los oídos de los melancólicos clientes, llenaba cada rincón, cada espacio, se metía dentro de cada tasa, cada recovecos. Robaba suspiros, daban ganas de gritar, de cantar, de bailar, de disfrutar cosas… no se qué… de vivir quizás. Eva daba ganas de vivir la vida. Eso… motivos, alegría, suspiros, sexo. Todo. Estar una vida a su lado.

Se sentaron frente a frente con el desconcierto de conocerse desde siempre. Pidieron café cargado, doble, fuerte. De fondo sonaba “La última curda” de Goyeneche. Solo que esta vez el tango triste resultaba en una linda música ambiental y nada más. La vida no era tango con Eva enfrente. Todo era electricidad. Todo. Ella era todo. La música, el café, todo.

Comenzaron a charlar, navegando en un mar interminable de tópicos, de encuentros, de vínculos, de risas, coincidencias, gustos y sueños compartidos. Los gestos entre ambos eran uno, los dos eran uno. Apasionados por lo mismo, luchando por las mismas causas, levantando las mismas banderas de vida. Horacio se sentía en las nubes, Eva se sentía en casa. Luego de algunos temas, Horacio le contó la primera vez que la vió. Eva reconoció que sintió algo en la facultad y lo ratificó cuando entró en el local. Las risas disfrazaban los nervios de ambos, pero las miradas no podían ocultar la emoción y la duda…

– Hay conexiones que van mucho más allá de la piel o las palabras. Incluso más allá de los silencios. – dijo Horacio al tiempo que rogaba por detener el tiempo. Eva por cambiar el presente. Ambos precipitaban un futuro inevitable, un amor irremediable, un desamor incalculable.

Ella le hablaba y él volaba. China… Amor y encuentro, la eterna noche. Soledad en paz, unión, la vida estallando de armonías. Solo ella. Amaneceres y eclipses, las estrellas nacían silenciosas en posibles utopías. Limerencia vertiginosa, enamoramiento de antaño… Eva… tan cerca y tan lejos.

Las horas pasaron, la mañana se fue, dos pares de cafés y varios cigarrillos acompañaron el tiempo. El mundo era ajeno a ellos, el tiempo aliado, la vida se había detenido. Una burbuja los cubría, la intimidad de la charla los protegía del exterior. Se estaban haciendo el amor con palabras, de una manera intensa, dulce, exhaustiva. Una y otra vez… las palabras encendían sus motores, se iban quitando lentamente la ropa, mientras se fundían en un beso. Con palabras Horacio la tomaba de la cintura para abrazarla bajo la ropa, Eva le acariciaba la nuca. Lentamente sus bocas conjugaban perfectas, las palabras libraban una batalla con sus lenguas, que lamían, que chupaban, que absorbían, que se entrelazaban y fundían en una misma boca. Las palabras los tocaban, los acariciaban, los hacían uno.

– Somos almas gemelas – dijo Eva entre risas luego de una de tantas certezas con Horacio.

– Siempre lo supe – retrucó Horacio en broma…. aunque él sabía que hablaba en serio.

– ¡Mira la hora que es! – dijo ella padeciendo el paso del tiempo.

– Te invito a almorzar…

– No puedo Horacio… me tengo que ver con mi novio – Eva se puso seria, mientras se paraba para abrigarse y tomar su cartera.

– ¿Te vas a ir a Europa? – preguntó Horacio poniéndose de pié y otra vez se le inundó la mirada de nostalgia.

– Es la idea… la semana que viene me caso y me voy.

– ¿Estas enamorada de él?

– Horacio… ¿que es el amor para vos? – los ojos de Eva se encendieron.

– El amor es un motor… El motor de la gente, el motor del mundo. Por amor vivimos, por amor morimos. Hacemos cosas increíbles por amor ¿entendes?, porque no hay sensación más maravillosa y perfecta. Ni la guita, ni el poder, ni nada… Es tan sublime que nos convierte en una especie de dioses, permitiéndonos crear cosas.

– ¿Vos estas enamorado?

– Claro que si… de las incertidumbres de vida, que por ejemplo, muchas veces nos hacen sufrir por amores imposibles…

– ¿Y porqué sufrís por un amor imposible?

– Porque esa búsqueda me hace sentir vivo, humano, real… me mueve un poquito de este patético papel triste de persona para elevarme al cosmos, al espacio, a otro estado. Me barre este escenario y me pone en un lugar fantástico. Esta imposibilidad genera una especie de magia en este mundo atestado de escepticismo… – dijo Horacio mientras los ojos de Eva se inundaban.

– Magia… – susurró ella mirando el piso.

– Magia… como eso que a veces sucede, que se siente acá – le dijo el vendedor de sellos tocando con su índice la panza de Eva – acá – repitió tocándole la frente – y sobre todo acá – culminó apuntándole al pecho.

Eva le agarró fuerte la mano, con ambas manos. Horacio la miró… y se encontraron nuevamente. Los dos vibraban… y era tan intensa la situación, que no habían palabras ni gestos para sobrellevarla. Un sentimiento abrazador los había abrumado, nada explicaba ese momento, nada lo podía definir… Horacio… tan poco tiempo, tan pocas palabras, tan poco compartido… y sin embargo tanto, tanto, tanto. ¿Porque ahora? ¿porque en esta situación? ¿porque no antes?… los ojos achinados de Eva no resistieron más la emoción, los de él tampoco, entonces se fundieron en un abrazo eterno, se hicieron uno los dos. Eva se hundió en el cuello de Horacio, y él pudo sentirla temblar. Había soñado tanto con este momento, pero jamás de una forma tan fuerte, tan real. Temblor absoluto, la embestida feroz de una ola gigante, una ola de caricias en un mar de miel. Esto no era normal, no era casual, no era un encuentro más…

– Me tengo que ir – dijo Eva desprendiéndose lentamente, sin ganas de irse.

– ¿Nos vamos a volver a encontrar? – preguntó Horacio con un nudo en la garganta.

– ¿Acaso no nos hemos encontrado ya? – le dijo ella poniéndole un dedo en la boca para que no responda y dando media vuelta.

Al irse Eva, la oscuridad y la pena volvieron al café Isaac Estrella, el tango sonó más triste y los viejos más cansados. Horacio se sentó mareado. Esa mujer imposible era el amor de su vida.