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Mandarinas y azahares

“Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma” – J.C.

El bar está vacío. La ciudad está desolada a esta hora de la madrugada. Ha estado lloviendo sin parar y, por más que la gente ame la lluvia, símbolo hídrico del romanticismo y la pasión, paradójicamente se siente intimidada por los truenos, y los relámpagos, aquellos que solo buscan darle un marco más imponente al mismo espectáculo pero que únicamente logran vaciar las calles. Vaya uno a saber. No queda nadie y me encuentro apoyado en la barra a media luz, un codo sobre el azúcar que tiré sin darme cuenta y sin que me importe. La música suena distante, aún con ese poder de alterar el ánimo, para bien o mal, así como de convencernos con letras, muchas veces hipnóticas. Sin querer le presto atención a esa canción que desde hace algunos años muestra a un hombre devastado por la soledad, esa maravillosa compañía ocasional que lo devora en las horas nocturnas, librando una batalla dentro suyo por recuperar al individuo que pierde eventualmente en manos o piernas de algún mal amor de alquiler. La empatía aflora con más avidez en los momentos de baja estima y de repente me siento solo. Lo estoy, pero ahora lo siento.

Busco en mi billetera aquella foto que me regalaste contra tu voluntad la noche que nos conocimos. Tiene tu perfume aún, lo que facilita el trabajo de mi adormecida memoria. Dormimos juntos para abrigarnos de las crueles temperaturas, y aunque no se dio el encuentro carnal que la sociedad hambrienta de sexo esperaba, ambos sabíamos y veíamos en el reflejo de los ojos del otro que estábamos haciendo bien las cosas. Una cerveza previa a esa noche de hotel, y el café posterior, todo se conjugaba en una foto tamaño carnet de vos, y tus mejillas, y tu pelo, y tus ojos, esos ojos en los que me podía reflejar yo, y en los cuales podía ver cómo brillaba mi sonrisa, porque descubrí que tenía una sonrisa, y era tan ridículamente idiota como ver ahora mismo esta foto y estar enojado conmigo mismo por estar solo, sin vos, sin tu recuerdo…

Por la hora vos debías estar durmiendo, por lo cual no podía llamarte. Tenía que apelar a la imaginación. Siempre fui de los que creen que el amor es para los que nacieron sin la capacidad de inventar. Era una tibia insensatez el tener que experimentar vivencias que uno, en la tranquilidad de su hogar, o bien en la barra de un bar con un cuba libre en una mano y un cigarro aromatizado en la otra podían crear y repetir cuantas veces quiera, cambiando detalles a gusto y piacere, adornando a la gente, reemplazando defectos por virtudes a elección, perfeccionando personajes. ¿Quién podría no desear vivir en un mundo imaginario? Decidí echar mano una vez que se acabó mi trago a mi capacidad maldita de escritor. Saco cuaderno, lapicera y heme aquí, escribiéndote, mientras la gente duerme, mientras todos se cobijan entre sus sabanas, al abrigo humeante de los cuerpos de sus amados, los más afortunados, o de algún perro fiel y cariñoso, los menos, pero quien pudiera asegurar cuánto menos. Decido que esta noche estés conmigo, vos, tu perfume, el de mandarinas de tu piel y el de azahares en fragancia que usas para camuflar el anterior porque decís que no te gusta, pero en cada abrazo yo percibo ambos, y no digo nada porque amo la combinación, tus ojos y tus mejillas. Si no puedo tenerte en cuerpo presente, mi cabeza te ira a buscar donde estés. Porque al final del día, todo es sobre vos. Porque puedo caminar por la ciudad, gris selva de salvajes edificios dormidos, de paseantes enamorados o iracundos, cemento, micros, bancos y restaurantes. Entre todo eso camino solo pero con vos. Puedo sentir tus besos en cada esquina antes de que el semáforo le dé rojo a los conductores, cada caricia por mi barba ante la atenta y juiciosa mirada de los ancianos de la plaza, porque en sus épocas no se acostumbraba el exhibicionismo pasional de los jóvenes, aunque sí la imaginación que te trae hacia mí, ahora y siempre.

Y eso hace precisamente que me olvide de escuchar la música. Esa canción que terminó hace rato ya, hace dos o tres tragos, quedó en la memoria de un hombre que elige desterrar a la soledad y llenar el vacío con la alegría de su amada, esa que le provoca la más idiota y pura de las sonrisas, esa que lo obliga a tomar la lapicera y desangrarse en azul sobre el papel para evitar que se acumulen y apelotonen los sentimientos que guardo dentro de mí. Y aunque a veces confundo los tiempos, las conjugaciones, las personas, lo que importa es el hecho de estar pensándote mientras mis manos, adoloridas y callosas, te delinean en una imprenta casi ilegible. Porque muchas veces, por no decir siempre, el cerebro va más rápido que el cuerpo, y más allá. Y aunque digan que el amor es pura química, yo sé qué es lo que lo compone, lo que produce, lo que genera. Hace, entre otras tantas cosas, que yo no pueda acostarme inmediatamente después de la cena al grito de “¡A la cama!” de mi madre. Hoy solo quiero ver el cielo, ese que compartimos a distancia. Porque no importa donde estés, nos cubre el mismo manto, nos protege de la ira de los dioses y nos inspira, quizás de formas diferentes, a sentir lo mismo. Y eso ayuda a que te sienta cerca, al lado, encima mío, sentada en mi pierna derecha en la banqueta de una barra, acariciando mi pelo y susurrándome al oído que no me despierte, que no levante la vista aunque sea lo que más quiera en este o en cualquier otro mundo. Me repetís que vos estas acá, pase lo que pase, y sea quien fuere que se diera cuenta de que no soy yo quien escribe esto, sino los dos, sino vos dentro mío, día tras día, porque ya no hace falta invocarte para que tu perfume de mandarinas y azahares me inunde el alma y me transporte a donde quisiera estar, cuando quiera hacerlo. Y por eso te escribo, para decirte que te quiero, que narcisístamente me quiero por vos, por la persona que has creado juntando los pedazos del ser que era antes de vos y los cuales moldeaste a tu parecer, quiero la combinación de vos y yo, nos quiero a los dos, acá, allá, hoy, a la hora de cerrar el bar, en cinco minutos, y por los siglos de los siglos.

Escrito por Damian Vecino para la sección:

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