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Mendoza 2.277

“La mejor manera de predecir el futuro es crearlo”

Peter Ferdinand Druker

 

“Cuenta la leyenda que al pie de Los Andes, cuando la luna de los pueblos cubrió al sol de los imperios, la sombra se alzó en los cielos.La tierra tembló como nunca antes y se abrieron los caminos. El viento arreció con furia y se desbordaron los cauces en el ruego de la lluvia que cae después del ritual ancestral de los siete días. Apareció la serpiente celeste sobre la ruta de los tiempos; los habitantes originarios de esas tierras, y los que aún hoy la habitan, no cedieron las riquezas de una reina ultrajada que les había legado mucho más de lo que sus esperanzas hubieran imaginado. Temiendo el bramido inca, que portaba la potestad del oro imperial llevado a las cortes de occidente por una princesa aborigen raptada, y bautizada contra su voluntad, se refugiaron bajo la protección del Aconcagua resistiendo el zonda y la helada. Centinela de piedra le llaman al guardián del hielo y la montaña, el dios al que rinden culto y alaban con tambores y danzas que emulan los elementos de todo origen. Dicen que los escucha y provee. Al pie de Los Andes hay un tesoro que llaman agua y con eso les alcanza”.

La profecía se había cumplido exacta. No queda nada de cuanto había, excepto la leyenda de lo que ocurrió y ocurre más allá de los límites del río Desaguadero. Allí existe un portal que consideran sagrado, el último bastión de la fortaleza originaria que luego de la rebelión volvió a su nombre original. Le llaman Huentota a esa tierra mitológica que es un enigma para el resto de la Confederación del Sur.

Sobre ella no existen más que fábulas tejidas en el tiempo. Algunos dicen que es un refugio paradisíaco, el último Edén de un génesis perdido, que hay allí seres pacíficos que cuidan un valle que alberga la sangre y las lágrimas de los inmolados durante la resistencia. Otros aseguran que sus habitantes son hostiles, apáticos y desconfiados. Muchos fueron y no volvieron, otros rehúsan a saber cómo viven.

Todo fue un caos hasta el día del eclipse, cuando las fuerzas colisionaron en un estruendo que se oyó en cada punto de la entonces Argentina. Eso me contó mi abuela, que le contó su abuela a la que también le contó su abuela, que sucedió en Mendoza hace más de dos siglos y medio.

Desde que escuché la historia quería venir. Mi familia se asentó en Buenos Aires porque, cuando la abuela de la abuela de mi abuela se quebró la cadera, un camionero de los que todavía pasaban por la ruta tuvo piedad y las cargó a ella, a la hija, que todavía era joven y a la nieta (la abuela de mi abuela) que era una beba. No volvieron a Mendoza, era cada vez más complicado todo y nadie venía para acá.

Ahora vengo con una delegación de voluntarios la Confederación. Todos los años parte una caravana desde Buenos Aires hasta las tierras de Huentota. Somos médicos, pero traemos ropas, antiguos botiquines de primeros auxilios, linternas, libros. Lo básico que nos permiten pasar.

Unos kilómetros antes de llegar al Portal de Desaguadero aparcamos nuestros vehículos, que funcionan con hidrógeno y tienen un sistema híbrido alternativo que se activa con energía solar. No nos permitían pasar con ellos y tuvimos que seguir a caballo. La verdad es que me apena recargar a esos animales hermosos con tanto peso, pero no hay alternativa. En el cruce nos confiscaron los repelentes químicos. Nos dejaron ingresar los bidones de agua y las baterías solares que mantienen la temperatura de las cajas en las que llevamos las dosis de vacunas. Hubiéramos podido traer los chips subcutáneos pero no nos iban a dejar pasarlos y mucho menos colocarlos.

Huentota está libre de químicos, de todos ellos. Su aire, su agua y su tierra han sido saneados de todos los restos industriales que alguna vez hubo en este suelo. Se respira un aire distinto, se escucha el viento en el eco del silencio cerrado. Sabíamos que era otro mundo, nos habían advertido de todo lo que podíamos encontrar. No teníamos miedo, nos alentaba la curiosidad.

La primera comunidad que nos recibió, a poco de andar el territorio protegido, es aborigen. Un encanto de gente. Cultivan sus propios alimentos, celebran a la “Pachamama” (mi abuela me explicó así le llaman al espíritu de la naturaleza) cuando cosechan, y nutren a muchas comunidades de abrigo con los productos de sus telares a cambio de leña y leche. Se aprende mucho con ellos, algunos ofician de chamanes para curar a la gente de sus dolencias, con pócimas bastante bien equilibradas químicamente. Prometí que en la próxima visita les traería algunas hierbas que cuesta cultivar porque a pesar de que cerca de la montaña hay bastante vegetación, el agua del deshielo no dura mucho y hacia el este llega muy poca en algunos meses. Nos dieron un par de ungüentos de hierbas y miel para las picaduras, por la gran cantidad de insectos y arácnidos que hay en la zona a la que vamos.

—¿Así que la abuela de la abuela de tu abuela era de acá? —me preguntó Darnis, uno de mis colegas, con una mirada que no ocultaba cierta dosis de sarcasmo, ya siguiendo la cabalgata rumbo al Fuerte después de varios días con los aborígenes.

—Ella se había casado con un descendiente pehuenche que murió en la rebelión —contesté.

—¿Cuánto hace que la gente dejó de casarse, uno siglo y medio? Parece que vos heredaste la parte salvaje de la familia.

—El matrimonio se abolió en 2070, cuando cayó el catolicismo y no me atrae tu propuesta de concubinato, vas a tener que esforzarte, Darnis.

—La verdad es que hasta ahora no me he encontrado con nada de lo que esperaba ver por acá —dijo Calo, otro de mis compañeros, con toda la intensión de cambiar el rumbo que estaba tomando la conversación entre Darnis y yo.

—¿Qué esperabas, un desierto inhóspito?

—No tanto así, a pesar de que todavía no llegamos al famoso vergel, pero reconozco que esperaba más hostilidad.

—Son distintos Calo, nada más. Después de que murieron los rebeldes y los reactivos, las cosas se calmaron.

—¿Fue como dicen? —preguntó Litn. Ella es mi amiga y está en pareja con Calo hace años.

—Yo sé lo que me contaron, no viajé en el tiempo hacia este lugar.

—Deberías, cuando fui a la primera guerra fue un flash, es increíble cómo se mataba la gente —dijo Darnis. Ciertamente, ahora las guerras son tecnológicas y las personas no se matan entre sí. Se induce el suicidio colectivo por hackeo de controladores químicos. En caso de guerra, la mejor protección es volver a la humanidad primaria quitando el controlador subcutáneo si no se puede adquirir un protector. Claro que es un riesgo. A veces los protectores son adulterados y uno está comprando su propia bomba de tiempo.

 

Allá por 2019, los extractivistas defendían la necesidad del cambio en la matriz productiva de una Mendoza fértil pero endeudada, con una gran cantidad de mano de obra desocupada y una alta concentración de gente en los centros urbanos. No soy capaz de imaginar eso más que como una ciudad contaminada, sucia y ruidosa, llena de edificios con gente hacinada en cubículos. Esos serían los privilegiados, pues se consideraba que vivían gracias al esfuerzo de sacrificadas comunidades agrícolas situadas en el valle. Casi como si se hubiera repetido la historia de la colonización, los descendientes de los Pehuenches al sur y de los Huarpes del norte se enfrentaron por la posesión del “Dique de la Toma”.

Cuando parecía que los sureños iban a ganar la hegemonía sobre el territorio de la montaña, los Huarpes se alzaron  y defendieron la invasión de los cazadores y recolectores que pretendían también los metales escondidos en la Cueva Madre. Nadie sabe todavía qué hay, si lo hay, en esa cueva que custodian unos seres con piernas de avestruz, torso de toros y el rostro enmascarado con pieles de guanaco. Dicen… no se sabe si existen, sólo hay unos dibujos que hicieron de ellos los habitantes de otras tierras aledañas.

Fue un enfrentamiento duro entre la gente. Las cosas terminaron con un atentado al gobernador y un llamado a elecciones por parte del vice para ordenar nuevamente las instituciones políticas y calmar a los manifestantes. Ganó un tal Nicolás Del Caño por amplia mayoría, el resto ni se presentó. Huyeron como ratas antes de ser envenenados con cianuro en el café de sus escritorios, tal como le sucedió al gobernador. El cuerpo del mandatario fue colgado desde el cuarto piso de la casa de gobierno con un cartel que decía: “Esto es lo que hace el cianuro.” El que lo hizo no fue preso, se convirtió en héroe y ganó una banca en el Senado: Isidro Valente.

Al derogarse la reforma a la ley 7722 todas las empresas mineras se retiraron de Mendoza, incluso las que extraían materiales de construcción, por miedo a una represalia por parte de la pueblada. El nuevo gobernador hizo duras declaraciones hacia el gobierno de San Juan y la provincia respondió construyendo un paredón en el límite entre ambas provincias. El paredón lo vi desde el lado de San Juan, cuando viajé a Chile hace unos años.

—¿Gobernadores?

—¡Ay, Darnis, me ponés nerviosa! ¿Nunca estudiaste historia, no?

 

En la Confederación del Sur dejaron de usar las elecciones para elegir a los gobernantes en 2100. La corrupción era insostenible y se estableció un sistema de jerarquías intelectuales que monitorea a los estudiantes desde los diez años. A los más brillantes se les explica que pueden convertirse en gobernantes y, si sus padres están de acuerdo, se les da una educación distinta y de manera gratuita. El resto paga sus estudios. A cambio del costo de esa educación, ellos gobiernan pero no obtienen ningún rédito; por eso muchos padres no aceptan, prefieren pagar la educación de sus hijos y que ellos puedan tener propiedades, aceptar herencias y ganar dinero en sus profesiones. Los políticos son los hombres y mujeres más preparados y eruditos, pero son los más pobres. El costo de la educación pública exige esa renuncia por el principio de equidad. No pueden tener gobierno sobre tierras en las que haya parcelas de su propiedad, según el principio de justicia. Los que hace dos siglos se llamaban gobernadores, ahora son administradores públicos y remiten jerárquicamente al Parlamento, un organismo regional único formado por los Legos, doctores con los mejores promedios, formados en todos los conocimientos.

—Radia, vos sabés esas cosas porque te las contó tu abuela. Yo soy científico, estudié las mismas ciencias que vos. Deberías controlar tu ego, no hay superioridad en tener conocimientos ancestrales… —dijo Darnis apretando en su controlador biológico subcutáneo la dosis de melanina y temperatura corporal, para resistir el impacto solar.

—Tampoco hay superioridad en el conocimiento de las ciencias… —respondí sabiendo que mi pensamiento es fruto más de una herencia familiar que de la educación recibida. No se ha logrado consenso para que, a través de la tecnología, se insertaran mecanismos de represión en los patrones profundos de la cultura. Se considera que es valioso mantener las diferencias humanas que nos permiten evolucionar a partir de las mismas bases que reconstruyen la especie a través del tiempo. Quizás por eso no se ha intentado intervenir sobre los habitantes de Huentota…

Aquella primera lucha por la pureza del agua hizo tomar conocimiento sobre otras actividades en las que también se usaban químicos cuya manipulación podría poner en riesgo a la gente.Las cosas se pusieron más duras cuando se prohibió el uso de todo tipo de sustancias consideradas peligrosas, en cualquier actividad. La delegación de SEDRONAR cerró. Nadie quería hacerse cargo del traslado de materiales radiactivos para el funcionamiento de tomógrafos y RX porque se habían confiscado varios camiones. Fuesmen también cerró, los enfermos de cáncer comenzaron a viajar a Buenos Aires para acceder a la quimioterapia. Lo mismo tuvieron que hacer los enfermos que necesitaban diálisis y estudios de alta frecuencia. Los odontólogos dejaron de comprar insumos para rellenar piezas dentarias con caries o para realizar implantes de corona. Después se puso difícil viajar.

—¡Pero el cáncer comenzó a ser curado en el 2030! —argumentó Calo.

—No lo creyeron, pensaron que era una maniobra para volver a introducir químicos. Los que sí, emigraron a pie. Muchos no llegaron a cruzar Desaguadero, murieron en el camino. Ese fue el mayor éxodo. De todas maneras calculo que los actuales habitantes tampoco sepan lo que es el cáncer, ni siquiera creo que lleguen a vivir mucho.

A partir de la imposibilidad de utilizar agroquímicos, la agricultura a gran escala terminó. Hubo algunas granjas comunitarias al principio, pero con el tiempo cada uno empezó a cultivar sus propios alimentos y a criar sus propios animales.

La forma de alimentación cambió y muchas enfermedades desaparecieron. Ahí nació el mito por el que algunos se aventuraban a instalarse en el valle.

—¿Y a tu ancestra qué le pasó?

—No había prótesis para su cadera quebrada. Pero eso pasó bastante después de la rebelión. Antes de eso se acabaron los combustibles.

Mendoza estaba libre de sustancias químicas contaminantes que pusieran en peligro la vida de sus habitantes y de las especies que con tanto esfuerzo habían logrado sostener en lo que llamaban un “oasis en el desierto”.

Las empresas distribuidoras de electricidad, sólo citar un caso, no pudieron comprar más cable de cobre para tender líneas eléctricas y se retiraron del mercado antes de quebrar. Todos celebraban que ya nadie pagaría por el uso de la electricidad.

Las empresas que quebraron fueron tomadas por la gente y empezaron a funcionar de manera cooperativa. Durante más o menos diez años, las cosas estuvieron bien hasta que la Refinería también dejó de funcionar porque no tenían químicos para sus procesos y los activistas tomaron los pozos petroleros. La provincia dejó de cobrar regalías hidrocarburíferas y las estaciones de servicio ya no tenían una gota de combustible.

—¡Pero si los combustibles fósiles dejaron de usarse hace dos siglos! —comentó Litn durante la cabalgata que ya se aproximaba a la capital de Huentota.

Cuando el gobierno nacional negó a Mendoza la coparticipación petrolera por un petróleo que ya no extraía, el gobernador respondió sacando a las centrales hidroeléctricas mendocinas del sistema interconectado nacional y dejó a medio país sin energía eléctrica durante varios días, eso fue el gran apagón del sur, que afectó también algunas zonas del entonces Paraguay. Ahí comenzó el aislamiento. Mendoza no quería contaminación, no quería químicos y tenía el agua. Además, los reactivos empezaron a involucrarse en las luchas ambientalistas de otros sectores del país. Cuando provocaron el apagón ya fue considerado un abuso y había que aleccionarlos antes de que el movimiento se expandiera a otras provincias y fuera incontrolable la anarquía. Se hizo un bloqueo sanitario y dejaron de enviarles medicamentos, alimentos y cualquier producto que se fabricara fuera de los límites de la provincia. Según mi abuela, eso originó el éxodo.

La población mermó drásticamente cuando cerraron las farmacias. Ya no había combustible para ir a comprar remedios a San Luis o Neuquén y en San Juan estaba prohibida la entrada a mendocinos. El aeropuerto había cerrado porque los aviones no podían abastecerse. Ir a caballo demandaba varios días y no se podía con los medicamentos que necesitaban frío; unos ibuprofenos no merecían la travesía.

Los árboles y las enredaderas empezaron a cubrir todos los sitios en donde la gente ya no transitaba: rutas, shoppings, edificios, estaciones de servicio, fábricas, bodegas, supermercados. Muchos estaban contentos. El aire comenzó a limpiarse y se oían los pájaros y los grillos, empardados por las paletas de algún ventilador que todavía funcionaba.

Cerraron clubes y balnearios porque no tenían con qué limpiar el agua de sus natatorios. La gente no se enfadó por volver con sus reposeras y mantas a la vera de los canales y cauces. La ciudad comenzó a despoblarse de comercios, reabrieron los mercaditos en los garajes de las casas y las cocinas a leña eran el boom comercial. Se adquirían fácilmente por unos cincuenta kilos de vegetales o por una res de carne vacuna.

—¡Que locura eso de las prótesis! —dijo Calo—. Parece un cuento de la prehistoria… —Es cierto, ya no existen, los tejidos se restauran con nanotecnología, aunque los naturistas prefieren seguir usando las células madre.

—¿Nadie se animó a volver a rebelarse?

—Del Caño gobernó durante dos décadas, el mandato terminó con su muerte a los sesenta años por insuficiencia renal. En el funeral hubo honores aborígenes y sus cenizas se repartieron en todos los ríos de Mendoza. El nuevo gobernador se eligió entre los habitantes del Fuerte San Carlos, la nueva capital. No había manera de coordinar un operativo como el que veinte años antes había puesto a Del Caño en el poder. Parecía que la resistencia iba a flaquear cuando cerró la cervecería. La abstinencia de cerveza provocó algunos desórdenes populares con el contrabando. Las bodegas cerraron mucho tiempo antes pero todos habían heredado una bordalesa de algún familiar y hacían el vino en la casa. La fiesta de la Vendimia volvió a las fincas después de que la corona de la Reina fue confiscada y fundida en los hornos de ladrillos del Algarrobal.

—¿La fiesta de la qué?

—Vendimia, Darnis, así le llamaban a la cosecha de la uva. Era una celebración multitudinaria, mucha gente de todo el mundo venía a verla. No sé bien de qué se trataba, la abuela de mi abuela tampoco alcanzó a ver una, era una bebé cuando emigraron.

—¿Tenían cáncer, una fiesta multitudinaria por las cosechas, usaban prótesis y, así y todo eran evolucionados? —Darnis es exasperante con sus preguntas.

—Bueno, para la época lo eran bastante… lástima que se excedieron con las formas. Por suerte ya no hay ese tipo de manifestaciones, las masas son peligrosas, incontenibles… —respondió Litn, para evitar que yo contestara de manera reactiva.

—Irracionales —agregó Darnis, devolviendo con una sonrisa mi mirada furibunda.

Vivían felices, aunque menos. Según los libros que citan las estadísticas de entonces, el promedio de vida no subía de los cincuenta; el trabajo en la tierra, la falta de comodidades y la ausencia de medicamentos produjeron una caída en la supervivencia. Todo eso lo supimos mientras ellos tenían celulares.

Comían sano y no había enfermos crónicos de nada, desconocían el cáncer, la diabetes, la hipertensión y el asma. La gente se moría por picaduras de alacranes y loxóceles, intoxicación con orina de roedores, infecciones mal curadas y contaminación natural de alimentos no procesados. Pero nadie se quejaba. Resistían.  La alta mortalidad infantil se compensaba con más nacimientos.

Cuando los dispositivos de comunicación cambiaron, la nueva tecnología no llegó a Huentota y se perdió la comunicación. Los nanodrones no volvían, el aire sin metales pesados los volvía demasiado volátil y no se los podría dirigir por ondas satelitales. Algunos dicen que muchos de los habitantes de la Luna y Marte pasan las vacaciones ahí. Yo los he visto más en las contemplaciones de la aurora boreal que en otro lado, no les gusta mucho el calor. Quizás vengan, ellos se trasportan por ondas quánticas así que no es imposible.

El aire es diferente a Buenos Aires, sin duda; pero no me animo a tomar el agua, no está contaminada pero mi cuerpo no está acostumbrado a los microorganismos naturales que viven en ella. Uso el agua que sí nos permitieron ingresar firmando un compromiso de que no la compartiríamos con los habitantes. No creo que nos la hubieran aceptado, de todas maneras.

En cada comunidad por la que pasamos nos reciben bien. Después del aislamiento por el sabotaje eléctrico, el tránsito comercial internacional se desvió a San Juan porque la gente se tiraba encima de los camiones para conseguir cosas, pedirles que los llevaran a algún lado o incluso incautarles la mercadería. Costó acostumbrarse a las nuevas normas, pero lo consiguieron.

En Huentota todos saben que existe otro mundo más allá de Desaguadero y Santa Isabel, pero no han llegado mucho más lejos  y parece no importarles. Al llegar al Fuerte San Carlos, las cosas son un poco diferentes a las de las comunidades del este. No hay aborígenes y los sacerdotes tienen autoridad, de hecho estaban celebrando un matrimonio cuando llegamos.  Me impresionó que las puertas estuvieran abiertas; es decir, sin llaves. En la plaza hay una estatua de madera con la figura de Isidoro Valente, oriundo de la zona y sucesor de Del Caño. “Esta tierra no será regada con más sangre de sus hijos, antes de eso, el Centinela de Piedra desatará su furia y se desplomarán las montañas por las que San Martín llevó la libertad a América. 2040”, reza la placa.

—¡Bienvenidos! —Así nos recibió Alirio, con el brazo en alto y una sonrisa perfecta.

Alirio era descendiente de forasteros que habían llegado en busca de una vida distinta. No se arrepiente de haber dejado atrás la vida de la Confederación. Tiene varios hijos y tres mujeres que viven con él. Eso nos pareció bastante evolucionado. Muchos sacerdotes católicos, después de la caída se habían refugiado en Huentota, pero la religión original había cambiado y no sólo podían casarse indefinidas veces, sino entre familiares. La comunidad es grande, pero no tanto como para examinar la ausencia de lazos de parentesco en las parejas.

Así como yo les había venido contando a mis compañeros lo que mi abuela me había contado, él nos contaba lo que sus abuelos les habían contado que pasaba más allá. No nos creen que ya no hay enfermedades y que los gobiernos no son corruptos, mucho menos que yo tengo cuarenta años y mi bisabuela todavía vive.

Una de sus hijas, ataviada con una falda y una chaqueta de piel animal, se acercó a mirar mi cadenita de oro porque le había gustado, la madre me miró raro. Ahí me di cuenta de que no era una buena idea mostrarla y me la quité. ¡Si supieran que bajo las ropas que nos dieron en Desaguadero llevamos un traje  impermeable y transparente que emula la piel y mantiene nuestros fluidos y reservas corporales en equilibrio!

Armamos las carpas y estuvimos en el valle varios días.¡Si pudiéramos usar los dispositivos existentes para permitirles recuperar la visión a los que se están quedando ciegos! No podíamos tanto, como máximo podríamos llevar a alguno a Buenos Aires si ellos hubieran querido viajar con nosotros.  No querían irse, no querían saber, no querían cambiar.

Pasamos las noches a oscuras y usé el repelente que me habían ofrecido los chamanes del este, el traje no cubre la piel del rostro ni las palmas de las manos y la planta los pies. Esas alimañas huelen la piel humana a kilómetros. Deberíamos haber traído un par de huevos de híbridos para que no sean tan ofensivos. Mis compañeros quemaron un poco de romero adentro de la carpa. Se divertían con la experiencia de vivir como humanos de principios del siglo veintiuno.

Después de todas las semanas de travesía, ya camino de regreso a Desaguadero, Darnis me preguntó si hubiera querido quedarme. No puedo imaginar la desesperación de la abuela, abuela de mi abuela, cuando necesitó la prótesis y no la tenía. No puedo imaginarme sin mi traje, sin mis dispositivos, sin gobierno y sin casa. Tampoco puedo imaginarme viviendo en un sitio donde el hogar es todo lo que los ojos alcanzan a ver. La inmensidad marea y la visión cambia.

Pensé en que la sangre se las ingenia para seguir su historia. Yo tengo la vida que mi ancestra quería para mí, aunque no hubiera ella imaginado lo que vino después del pacto terrícola con los marcianos. Estoy segura de que los abuelos, abuelos de los abuelos de quienes habitan hoy las tierras de Huentota querían para ellos la vida que tienen. Siguen teniendo el agua y yo imagino que en el interior de esa Cueva Madre que custodian seres que nadie ha visto, existe un manantial dorado en el que nadan las gemas más bellas que el mundo pudiera ver. La tierra no sabe parir, lo que sea que tenga en su vientre hay que ayudarla para que lo brinde. Ya sea para plantar una semilla, para regarla, para extraer un mineral o para enterrar los muertos, hay que abrirla.

—No Darnis, no quiero quedarme, yo no pertenezco a este lugar. No estoy segura de que ellos pudieran adaptarse a la vida que tenemos nosotros. Creo que voy a viajar al futuro, quizás en algún momento algo disuelva el límite de Desaguadero y se derrumbe el paredón que los separa de San Juan.

—O quizás un terremoto los mezcle con la montaña de la que se sienten parte…

Los pueblos deciden su presente y su futuro desde su historia; para bien o no, siempre. Y hasta los belicosos marcianos respetan las decisiones colectivas, aunque se trate de una imposición de los jupiterianos y saturninos, los regentes del orden en la Comunidad Solar de este lado del cinturón de asteroides.