Treinta años de emisión, seiscientos cincuenta y cuatro episodios, toneladas de merchandasing, comics, videojuegos, y su siempre imperante presencia en la cultura popular. Es difícil hablar de los Simpsons sin hacerlo con números, sensaciones y obviedades. Al fin de cuentas, es una serie de la que todo se ha dicho y que todo ha intentado. Es hasta contradictorio; la serie es casi la “biblia de nuestra generación”, un enciclopédico tomo repleto de escenas, frases y personajes de los cuales servirse para comunicarse con los demás. Tal vez Matt Groening creó el último gran evento universal, algo del que todos, incluso los profanos, podían entender.
Pero cada cosa a su tiempo.
Todos sabemos de Springfield, de su piel amarilla, de quienes son Homero, Marge, Lisa, Bart, y los demás. Pero si hay algo que durante los últimos años aparece en toda conversación sobre la serie, es lo mala que se han puesto las últimas temporadas.
Y razones se han dado, muchísimas. La mayoría es tinta malgastada o tiempo mal empleado si me preguntan. Suelen ser críticas superficiales, casi de elementos cosméticos o del capricho del fanático en cuestión.
Por poner un ejemplo, acá en Latinoamérica muchos atribuyen el bajón de calidad al cambio de voces del doblaje. Bueno, se extraña el encanto de Humberto Vélez, pero en muchas partes del mundo (incluyendo el cast original en inglés) permaneció igual. Incluso el ochenta por ciento del presupuesto de la serie se va en el sueldo de los actores de voz, y los gringos también se quejan del bajón de calidad.
Otros me dirán que es el dibujo, que se ve artificial y plástico. Todo lo contrario, pienso que es lo único que las nuevas temporadas tienen de positivo. Ahora el movimiento es más fluido, y los personajes se relacionan con un entorno que (ahora por lo menos) “simula” estar vivo.
También podrá ser por el pacing (el ritmo en español), que ha dejado de ser rápido, o el cambio en el humor, que se basa demasiado en la parodia referencial, y etc., etc., etc…
Todos concordamos en el resultado, pero no en el análisis. Y eso se debe a que el problema radica en algo más profundo, y con fecha de vencimiento; la estructura misma de la serie.
Algo de historia: los Simpsons nació como una serie de cortos para el Show de Tracy Ullman, en el lejano 1987. Su humor ácido (para los estándares de la época), el estilo underground del dibujo e ingeniosos diálogos convencieron a la FOX de elegirla para competir con las demás cadenas en lo que muchos llaman el renacimiento de la animación norteamericana.
A fuerza de latiguillos, chistes rápidos, gags, y personajes entrañables, Los Simpson fueron más que un dibujo animado con cierto humor adulto; se volvieron una verdadera institución de la cultura pop, que todo parodia, y de la que se puede parodiar. Southpark lo dijo mejor que yo: “Simpsons Did it” (Los Simpsons ya lo hicieron)
Al firmar con la Fox, las primeras temporadas se centraron en parodiar la sitcom, un formato de serie muy popular por aquellos años, y todavía en vigencia. La premisa consiste en presentar un escenario concreto, con personajes regulares y bien definidos. A través de episodios auto conclusivos, la convivencia se vuelve la excusa para desarrollar el conflicto, establecer la empatía y lograr el chiste. Es humor de situación, algo que parece que a los americanos aman tanto como a su propia “libertad”. Y si este no funciona, se pueden utilizar unas cuantas risas enlatadas. Al grabarse en su mayoría en los mismos sets se abaratan los costos de producción, por lo que las cadenas pueden utilizarlas como “series embudo” para captar audiencia antes de mostrar sus productos más prestigiosos y caros. Al ser series episódicas, con poca o nula continuidad, se vuelven atemporales, fáciles de entender al ojo casual, y sin ninguna prisa en llegar a ningún lado, hasta que inevitablemente llega el “día de la mudanza”, y chau, fin de la serie.
¿Les suena?: Friends, How i met your mother, Seinfeld, El príncipe de Bal Air…
Y no nos olvidemos la otra gran sitcom animada estadounidense; los Pica-Piedras, que al igual que los Simpsons, también nació para parodiar a la familia americana de su momento, y que sufrió los mismos problemas que su sucesora; Hanna Barbera, su productora, aprovecho lo barato de la serie y su popularidad para alargarla en el tiempo por veintitrés años.
Al ser una animación, sus personajes nunca envejecen, no cambian ni evolucionan. Esto no quiere decir que no tengan arcos argumentales o momentos de verdadera catarsis. De haber los hay, y son momentos muy fuertes y emocionales. Pero están limitados por su propia estructura, por la necesidad de mantener todo “conocido”, tal cual estaba donde los dejamos la semana anterior, y la anterior…
Clase básica de guion y escritura, chicos. Esto atenta contra el mismo desarrollo de personajes, que es el motor de toda narrativa. Vimos a Homero ejercer todo tipo de profesión, pasando de ser un padre de familia iracundo (pero con alma), degenerado en un bruto y desinteresado hombre de mediana edad, arrojado a los vaivenes del destino y de los guionistas, que ya no saben qué hacer con él ni con el resto de la familia. Lo mismo con el resto de los personajes, a los que tenemos que tolerar en situaciones aburridas o estrambóticas hasta que nos sueltan la moraleja final.
Esta desesperación por las ideas se mezcla con el pésimo manejo del ritmo. Un buen chiste se toma el tiempo para introducirnos en la escena, y otro buen silencio para el remate. Ejemplo: Homero entra a un bar, repleto de mujeres del colectivo LGBT (o de su estereotipo de los 90). Se siente incómodo. “Momento…” dice en voz alta, y sabemos que se dirige a nosotros, la audiencia, la única que le presta atención entre tanto ruido del boliche. Cada palabra toma su tiempo; empieza a entender donde se encuentra y, zas, Homero descubre la falta de salidas de emergencia y abandona el sitio por su propia inseguridad. Todos los chistes de la serie se tomaban el tiempo para enmarcar la escena, en hacerla encajar con el resto del episodio o de por lo menos, que no estorbe con la narración: como las películas de Mcbain, o las referencias matemáticas que rondan los episodios.
Este balance perfecto de niveles se perdió a comienzos del año 2000, lo que coincidió con la intención de Groening de concentrarse en su nueva serie, Futurama. No recuerdo donde fue que leí, pero un tipo en YouTube cronometró el tiempo de cada chiste, y notó que las nuevas temporadas se apresuraban por soltar el remate o confundían expectación con alargar los chistes; algo que sí empeoró en Hispanoamérica con el cambio de voces. Chris Suellentrop, de la revista Slate, lo resume mejor:
«Los episodios que antes habrían terminado con Homero y Marge montando en bicicleta hacia la puesta del sol ahora se terminan con Homero disparando un dardo tranquilizante al cuello de Marge. La serie todavía es graciosa, pero ha dejado de ser conmovedora… Los Simpson se convirtieron, pues, en dibujos animados…»
Y es que la emoción que movía la serie era su realismo, su sátira a una época que el público promedio podía identificarse; todos teníamos un tío, padre o sobrino salido directo de Springfield. Si bien con la quinta temporada se viró hacia caminos más surrealistas y paródicos de la cultura popular, la calidad se mantuvo por reconocer en ese elemento lo que hacía a la serie querible. Había un balance, un sentido y finalidad bien definidos. Sus personajes, y las situaciones en las que estos se desenvolvían, fueron capaces de conectar con nosotros a niveles que ninguna otra caricatura había logrado en su momento.
En su video «THE SIMPSONS IS IT STILL FUNNY”, el crítico Bob Chipman señaló que la familia de los ochenta y noventa ya no es la misma que la de nuestra época, y la cultura de la que nació se vio alterada por la llegada de la internet, que potenció la fragmentación de la cultura. Para muchos millenials es algo difícil de imaginar, pero hubo un tiempo donde en la tele había una cantidad fija de canales que monopolizaban la información. Se mantenía cierta homogeneidad; todos bebíamos de la misma fuente, al fin y al cabo. Ahora hay infinitos nichos y gustos. Muy pocas cosas pueden calar en la demografía sin ser más que explosiones o “colores bonitos” en la pantalla. En este nuevo siglo, solo queda refugiarse en la parodia más superficial, destinada a llamar la atención de algún que otro espectador por episodio, si no es que recurren al shock, que parece ser lo único que todavía mueve masas sin distinción. Míranos, por favor –nos gritan- jugamos a Fortnite con el primer ministro canadiense Justin Trudeau, ¿a qué somos bonitos?
Y ni hablemos de las estrellas invitadas…
¿Si es tan mala, porque la seguimos mirando? Posiblemente, por costumbre, y con seguridad, por los re-run de episodios viejos. Y los ejecutivos lo saben: en el negocio de la televisión hay un concepto llamado series zombi, series con una larga duración que sirven en su cartera para atraer inversores que confunden durabilidad con calidad. Si mi serie estelar ha durado treinta años en el aire, debe de ser buena (o por lo menos, gustarle a la gente): algo parecido a exprimir la gallina de los huevos de oro. Si tenemos en cuenta la titánica popularidad que supieron gozar, Fox confía que mientras el color amarillo aparezca en la pantalla muchos detendremos nuestro galope para ver, con alguna esperanza inocente, si la chispa todavía se mantiene, si es que lo lograron de nuevo. Algunos, en los que me incluyo, nos contentamos con uno que otro chiste bien hecho.
Pero podríamos haber tenido algo más. Hace un tiempo los guionistas confesaron que el episodio “Holidays of Future Passed” del 2011 era el final que habían querido darle a la serie, pero que la cadena se negó rotundamente. Y se nota; es un episodio muy bueno, pensado como un último adiós a la infancia de varios de nosotros, con un futuro que ya no es tan brillante como el que imaginamos tener o llegar. La verdadera tragedia no es aquella que finaliza, sino la que se niega irse, a dejarse cubrir por el telón y por los aplausos del público. Los Simpsons merecen lo que tuvo Breaking Bad, Mad Men o (como muchos esperan este año) Juego de Tronos. Un lindo y merecido final.