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Oferta de empleo

Una ciudad se quemó anoche. Las cinco palabras le llamaron la atención tanto como si hubiera visto un elefante caminando en sentido contrario por la angosta vereda. Se había detenido frente al puesto de diarios para apoyar por unos instantes en el suelo las repletas bolsas del supermercado. No tenía interés en mirar ninguna de las cosas que allí ofrecían, ya que debía estar de regreso en la casa antes que los patrones llegaran. La señora —una mujer que cuando estaba de buen humor era bastante pasable—, le había dejado, como siempre lo hacía cuando partían en alguno de sus tan frecuentes viajes, una nota fijada en la puerta de la heladera. En ella le recordaba que sacara a pasear a Josefina: la perra Setter irlandés que había suplido a duras penas la ausencia de ese niño que jamás llegó, a pesar de los incontables tratamientos a los que los señores se sometieron, llenos de una esperanza que se fue consumiendo con cada nuevo fracaso. Que le diera el alimento que ella, la mucama, ya conocía; que lavara las ventanas, que puliera los pisos de madera de las dos plantas, que asease los tres baños y que por sobre todas las cosas tuviese listo para la noche en la que volverían, el plato preferido del señor. No estaba detallado sobre el papel, pero tampoco hacía falta aclarar que ese día el señor cumpliría cincuenta y cinco años. Mercedes, la mucama, muchas veces había preparado en los ocho años que llevaba trabajando con cama adentro: cordero al horno al roquefort acompañado por papas, batatas, cebollas y un gran bol de ensalada mixta.

El viernes en la tarde le tocó el turno a los pisos y las ventanas.

Se preparó unos mates. Estaba a punto de sentarse a ver la novela en el sillón del living para poder disfrutar del televisor de sesenta pulgadas cuando un timbre agudo y largo la interrumpió.

—Hola Gertru, qué hacés. Pasá, pasá que ya empieza la novela. Tomate unos mates conmigo, dale —dijo todo esto de corrido.

—Como para ver novelas estoy yo.

—¿Qué pasó?

—Qué va a pasar, el Cholito, como siempre.

—¿Qué hizo ahora ese bandido? —Mercedes supo que esa tarde no disfrutaría con su novela.

—Él dice que no fue, pero el viejo Echenique apareció con el Manchas en una bolsa de arpillera. Duro como un palo estaba el pobre.

—¡Uy, qué lo parió! ¿Y dónde está ahora el Cholito?

—Lo mandé para lo de mi hermana hasta que se calme un poco la cosa. El viejo lo quiere achurar, está como loco.

—¿A vos te parece que pudo haber sido él?

—Y mirá, desde que lo mordió el mes pasado este se la tenía jurada. Para colmo los otros días los corrió como una cuadra al Pedro y al Cholo y los escuché charlar sobre que le iban a meter veneno en la comida y qué sé yo cuánto.

—Pero no creo —comentó Mercedes—. Son bravos los pendejos estos, pero no creo que se hayan animado a llegar tan lejos.

—Dios te oiga, mira.

Gertrudis no había aceptado la invitación a pasar. Las mujeres conversaban una parada bajo el marco de la puerta y la otra frente a ella.

—Qué hacés, pasás o no.

—No, gracias  —se disculpó Gertrudis—. Vine a pedirte que me acompañes a encarar al viejo Echenique, a ver cómo puedo arreglar este entuerto.

—Dale, como no.

 

Entre una cosa y la otra se hizo de noche. La charla con Echenique no fue fácil. Él no quería otro perro. Él quería a su Manchas.

De regreso en la casa se preparó un churrasco, al que acompañó con un tomate partido apenas con una pizca de sal y un chorrito de aceite de oliva por encima. Se permitió un vaso del vino que había quedado en la heladera: un malbec de finca Flichman que se obligó a disfrutar en cada sorbo, cosa que no hubiese podido hacer si pensaba en los seiscientos pesos que costaba la botella. Eligió para ver una película con Patrick Swayze que ya había visto varias veces, pero le gustaba mucho y no quería perder tiempo haciendo zapping.

 

El estruendo de vidrios rotos seguido de los ladridos de Josefina la despertaron de golpe. El sábado no empezaba nada bien, pensó. Se había dormido en el sillón. El televisor seguía encendido. El timbre sonó corto y cauteloso.

Fue al baño. Se lavó la cara, los dientes y se cepilló rápido el cabello antes de atarlo tirante, como siempre.

El timbre sonó más largo e insistente esta vez.

—Hola Mercedes, buen día.

—Buen día doctor ¿cómo le va? —dijo mientras le alcanzaba la pelota de fútbol que había encontrado en el estudio de la planta alta.

—En un rato vienen de la vidriería —prometió el compungido vecino—. Espero que para cuando vuelvan Marcelo y Ana todo esté arreglado.

—Se lo pido por favor, doctor —Mercedes junto las palmas de las manos como quien se dispone a rezar—. Mañana es el cumpleaños del señor y si no está todo impecable la señora se va a poner hecha una furia conmigo.

—Quedate tranquila que todo va a estar de diez —respondió el médico con la misma sonrisa con la que se dirigía a las madres de sus pacientes—, además estamos invitados a la cena.

Mercedes sonrió no sin poder evitar pensar todo lo que le esperaba entre atender a los invitados y hacerse cargo del especialista en destrozar vidrios con su pelota.

Pasadas las cuatro de la tarde la ventana estuvo como nueva otra vez y el doctor le aseguró que Luisito, el especialista en destrozar vidrios con su pelota, se iba a pasar la tarde a la casa de unos amigos con pileta, que se quedara más que tranquila.

Se tomó unos mates con un par de medialunas antes de limpiar y arreglar todo lo que le quedaba para cumplir con la lista de la señora. Sacó a pasear a Josefina y de regreso se quedó un buen rato charlando con don Echenique, quien no dejó de acariciar al animal.

A la hora de la cena abrió una lata de atún para preparar una ensalada con tomate y mayonesa. Se terminó la botella de vino y se acostó. Leyó un rato la novela que le había prestado la señora: «Nosotras que nos queremos tanto», de Ángeles Mastreta. Cerca de las tres de la mañana y todavía sin conseguir dormirse fue hasta la cocina a buscar una pastilla de Dormidina. No reparó en su teléfono celular. De haberlo hecho hubiera encontrado cuatro llamadas perdidas.

 

A la mañana siguiente, antes de salir hacia el supermercado, devolvió la llamada suponiendo que la señora quería hacerle algún encargo de última hora. No obtuvo respuesta y, como tenía mucho trabajo por delante. no lo volvió a intentar.

Todavía pensaba en esas palabras que había leído de reojo en la primera página del diario cuando al doblar la esquina encontró un patrullero estacionado en la puerta de la casa.

Lo que escuchó de boca del agente hizo que las bolsas cayeran sobre la vereda desparramando para todos lados su contenido. Todo hacía suponer a los peritos que un desperfecto eléctrico había causado un incendio en los tres pisos superiores del hotel «La ciudad azul» durante la noche de ayer provocando la muerte de todos los pasajeros que dormían en ese momento.

Sentada otra vez en el sillón, sumida en un estupor narcótico, Mercedes oía el timbre del teléfono. Despertó de golpe como si alguien la hubiese zamarreado al darse cuenta de que después de cinco veces la llamada se había interrumpido.

—Que no vuelva a sonar, que no vuelva a sonar —musitó como un mantra—. Que no vuelva a sonar, por el amor de Dios te lo pido, que no vuelva a sonar.

La súplica no obtuvo resultados favorables. El teléfono del estudió repitió su ritual de cinco timbres seguidos por una breve pausa.

Recordó cómo el señor y la señora corrían escaleras arriba, dejando cualquier cosa que estuvieran haciendo, una vez que los primeros cinco timbres daban paso a la escasa calma hasta que sonaba otra vez. Nunca pudo escuchar ninguna de las conversaciones mantenidas en esa línea, pero tampoco nunca pudo olvidar la manera en la que el señor le había gritado cuando tuvo la pésima idea de desconectar el aparato para pasarle con más tranquilidad Blem al escritorio.

Con pasos lentos y tímidos fue dejando atrás uno a uno los escalones que la separaban del incomodo sonido y la incompleta pausa.

—Hola —dijo por fin una vez que se atrevió a descolgar el tubo.

—¿Es usted la señora Mercedes Flores? —preguntó una voz robótica.

—Efectivamente —Fue la única palabra que le pareció apropiada pronunciar.

—Como ya se habrá enterado —siguió diciendo la distorsionada voz—, los operativos siete y ocho, sus antiguos patrones, han sido desactivados.

—Operativos siete y ocho… Desactivados… No consigo entender lo que me dice —Mercedes dudó en terminar la frase con: señor o señora, ya que el tono metálico de quien estaba del otro lado hacía imposible definir su género.

Cinco minutos con el tubo en la mano y el oído atento, seguidos por uno que otro movimiento de cabeza asintiendo, le bastaron a la mucama para comprenderlo todo.

—Nos gustaría entrenarla para ocupar una de las vacantes que se han producido en la organización —ofreció la voz camuflada—. Si usted está interesada, claro.

—Efectivamente, estoy más que interesada.

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