Desperté aquel sábado temprano, como era costumbre para un pibe de 10 años, pero recuerdo la ansiedad que tuve la noche anterior por dormirme, por que las horas pasasen, por ver el sol produciendo el amanecer, es que ese día no era uno mas, no era un sábado mas de futbol en el Barrio, no señores, ese íbamos a jugar el partido de nuestras vidas.
El desafío se había planteado un mes atrás y los entrenamientos y convocatorias habían sido sumamente estresantes y habían llevado nuestra impaciencia a las fronteras de la desesperación.
En nuestra cancha, que era geométricamente ilógica, dispuesta en el bajo de la plaza Libertad, nuestra plaza Libertad, con las acequias y el cordón de la calle Presidente Derqui (por demás transitada) como limites del lateral derecho y frente a esta un oblicuo paredón de piedra bola con el escudo de nuestra provincia en el medio y un enorme mástil que alguna vez se nutrió de una bandera flameante. Aunque nosotros nunca la vimos, él fue agraciado con todo tipo de ofrendas como: camisetas, pantalones, camperas, bufandas o cualquier propiedad ajena de algún descuidado iba a parar a sus alturas.
Todo esto transformaba a la nuestra, una de las canchas mas míticas y difíciles de jugar en kilómetros de distancia y nosotros que prácticamente vivíamos ahí, habíamos desarrollado todo tipo de habilidades con aquellos paredones caprichosos, los cuales nos devolvían paredes justamente y revotes a nuestra complacencia, los habíamos estudiado, amaestrado y contábamos con la destreza de poder sobreponernos al rival haciendo botar la pelota en ellos y esperando su devolución en el lugar exacto.
En aquel estadio solo podían jugar 6 por equipo y en nuestro grupo firme ya éramos 8, el problema se dio cuando llegaron aquellos, los extranjeros, dos enanitos salidos de un cuento de hadas que vinieron a vivir frente a la plaza y se presentaron dos días antes del desafío con toda la ropa futbolística de Estudiantes de Rio Cuarto, recuerdo que nosotros estábamos ahí, dejando pasar la vida en una de las escalinatas y llegaron ellos, cancheros, con tonos diferentes en sus hablas y una número 5 bajo el brazo, preguntaron si jugábamos…
No nos hizo falta mucho para darnos cuenta que eran por demás habilidosos y que sabían tratar al futbol debido a su entrenamiento profesional en aquella, valla a saber cuál, ciudad. Lo mire a Rafa y entre líneas le enuncie “estos juegan el sábado”. El día viernes, cuando decidimos el equipo, cuatro amigos de toda nuestra corta vida fueron reemplazados y despojados al submundo de los suplentes, ese que cuando sos chico es el infierno mismo, no existen los suplentes, si estas ahí es por que no quieren que juegues y es mejor optar por ser solo un espectador curioso del encuentro que ser bautizado con el seudónimo de suplente.
Formábamos así: Rafa al arco, un Mexicano rulado que era nacido en le Barrio pero llevado a vivir al país de los Margaritas, nosotros ni sabíamos donde quedaba México pero si que se había jugado un Mundial, que se había jugado El Mundial y eso lo hacia importante, luego regreso a su hogar, a su país, compañero de escuela y amigo inseparable, te daba una seguridad en la portería pocas veces vista y lo mas importante, era arquero fijo y para nuestra edad un guardameta que se quede todo el partido en el arco es considerado el tesoro más preciado por propios y extraños. Nos gustaba decir que nuestro arquero era extranjero, que era mexicano, aunque nunca nos hizo caso de atajar con el sombrero gigante que pendía tras la puerta de su habitación.
Abajo a la derecha estaba el Loco Pela una mezcla del flaco Schiavi con un Pupi Zanetti delgado, tenía el record imbatible de colgar balones en casas vecinas, arboles inalcanzables y tejados inaccesibles, pero se basaba en aquella premisa fundamental tal vez heredada por algún tío futbolero “O la pelota o el jugador, juntos nunca”, como nunca pensamos en jugar con arbitro o algún juez de paz que hiciera de similar, las faltas eran escasas. Seguramente en otra realidad hubiera obtenido también, la plusmarca en tarjetas recibidas o expulsiones simultaneas, vaya uno a saber.
A su lado, clavado, estaba el Capocha, ex jugador de nuestros futuros contrincantes que compramos y repatriamos, tal vez no por su habilidad con la redonda pero tenia unos juguetes más que interesantes y tecnológicos, y eso te hace sin duda un muy buen amigo.
Unos meses atrás nos adentramos en lo que era una aventura jamás realizada por un niño de nuestro barrio: golpear la puerta de la casa del Capocha a la siesta. Tocar la puerta a la siesta en Mendoza ya era por demás peligroso, pero en la casa del Capocha la cosa se había puesto fea por la difícil separación de sus padres, y si Aishita, su madre, estaba de mal humor, era mejor no haber nacido.
Lo decidimos con un puente tikitaka, medio amanerado, pero cuando Luquitas, el menor de nosotros, comenzó con la cuenta de la vieja en el puente haciendo caca, lo miramos feo pero lo dejamos seguir. E l destino quiso que sea yo el héroe que llamara a su residencia y sin dudarlo tome coraje y pegue un timbrazo como para que se despertaran hasta sus ancestros, la cara de mis colegas atrás era de asombro absoluto, por suerte atendió él. Se dejo ver y avanzo hacia nosotros sorteando los canteros que adornaban el frente de su casa, venia con sus cabellos formando una graciosa forma de hongo nuclear y uno de sus dientes ornamentado con una errada tapadura de carie, una sonrisa tímida y unas ropas por demás valoradas, saludó con la mano en C y se presentó con un “A mi díganme Capocha, y sí, quiero jugar para su equipo”. Cruzamos miradas y como quien se conoce desde siempre, nos retiramos sin decir más. Había nacido una amistad eterna.
En el medio, de 5, lo pusimos o se puso el nuevo, el cordobés mayor, se hacia llamar Sebastián pero la carencia de estatura le propicio todo tipo de sobrenombres, chirola, enano, petiso, chato, etc… Rápidamente descubrimos que su temperamento no era el comparable con un cardenal o párroco de iglesia, así que decidimos llamarlo Seba o enano que era como a él le gustaba y evitábamos exhibir aquel potrillo desbocado que daba a conocer cuando un sobrenombre inapropiado se desplomaba en su figura.
Adelante estaba yo, que no era un experto goleador, pero me las rebuscaba lo suficiente, y de compañero lo pusimos al hermano del Enano. Debe haber tenido unos siete años en esa época, pero formaríamos para la eternidad la dupla ofensiva de nuestros equipos. Un atrevido en potencia, defensor de la belleza del fútbol, picante, encarador, amable con el balón. Sus padres lo apodaron Fernando pero a nosotros nos pareció justo llamarlo Virolo por la rareza de su mirada. Debida a su corta edad no formo parte de nuestras aventuras posteriores pero cuando había fútbol él tenia que estar, los partidos eran una cosa con él y otra muy distinta y triste si no estaba.
Cuando desperté aquel memorable sábado fui en busca de ellos, de mis botines de fútbol, de mis compañeros de andanzas, que no eran otra cosa que unas topper blancas bigotudas de hilachas y enmugrecidas hasta su último rincón. Una madre no mide con la misma vara el sentimiento que uno puede darle a alguna indumentaria, ya sea: calzoncillo, jean, remera, zapatillas. Siempre tenés tu favorita, aquella que no falla, que es la tuya, con la que sos paladín, con la que sos temerario, con la que te sentís seguro, con la que sos protagonista, galán, una clase de semidiós. Todos tenemos alguna parte de nuestro vestuario que guardamos exclusivamente para esa ocasión especial. Yo lo hice y esa mañana no estaban.
Mi madre al ver el berrinche y desesperación con el que desayunaba dijo una frase que nunca mas se me borrara de mis recuerdos… “Perdón, no te hagas problema, voy a comprarte unas ahora”… La vainilla se me atraganto y sin sacar la mirada del Nesquik escuché el sonido de la puerta al dejarla ir. Nuestra posición económica discrepaba absolutamente con la idea de que usaras unas zapatillas nuevas para jugar a la pelota, para destrozarlas, para devolverlas o no a las horas, pero allá fue ella, la promesa estaba hecha y yo no podía dejar de imaginar el momento en que llegara a la cancha con botines relucientes de nuevos.
Ya vestido con cortos, medias futboleras y la remera negra del payaso asesino, mi favorita, esperaba impaciente, inquieto, excitado. Escuche el Fiat 600 sosegar su sonido en la puerta de casa y ahí entro ella, mi heroína, con una bolsa de Cerutti Deportes en la mano se aproximaba por nuestro pasillo, donando a la causa un par de zapatillas nuevas para el mayor encuentro futbolístico de nuestro barrio, como si hubiera adivinado la magnitud del acontecimiento que se avecinaba.
Dando las gracias apresuradas vi como aquella gigante bolsa escupía de su boca misteriosa lo que era una caja negra inmaculada, me abalance sobre ella y destruí el empaque, ahí estaban, un par de Adidas blancas de futbol de salón que mi mente era incapaz de considerar, las acordone con ligereza, me las coloque y salí corriendo rumbo a la plaza.
Como el partido estaba por comenzar no pude mostrar mi presente a mis amigos, pero vi como con una mezcla de envidia sana y asombro absoluto ellos ojeaban mis pies.
Los otros habían venido con todo su arsenal, eran los de la Tacuarí, así se hacían llamar, su estadio era en dicha calle con ladrillos y buzos formando arcos, deplorable. Como había una sola plaza en el Barrio y estaba claramente proclamada como propiedad nuestra, solo les quedaba el cemento frio e insulso. Tenían varios jugadores de mediana habilidad pero contaban con un arma alarmante, afuera dejaban a un grandote de unos 14 años que se hacía llamar Squillaci, por su semejanza a un jugador de futbol del momento, creo que francés o italiano, no recuerdo, pero sabíamos que era mas grande y que jugaba muy bien, aunque no estaba entre los titulares sabíamos (o creíamos) que si el encuentro se ponía complicado para ellos iba a saltar a la cancha.
Daban las 11 horas aproximadamente y el partido comenzó, el sol ya había empezado a golpear con rudeza en las baldosas que hacían de pasto y el calor seco de enero en Mendoza nos estaba dando una surra importante.
Sin haber jugado nunca juntos con los hermanos cordobeses, solo nos hizo falta darle la primera pelota al enano, para darnos cuenta que gestionaría de ahí en mas todos nuestros mediocampos por la perpetuidad de los tiempos. Con altura futbolísticas, gambeteaba, guardaba el fútbol, te la daba mansita y levantaba la cabeza para aclarar el juego permanentemente, entre él, su hermano, yo, y las paredes de piedra bola transformamos los primeros minutos de aquello en un atractivo pinball futbolístico, nos encontrábamos todo el tiempo con la bola macia, dulce, agradecida por las caricias que le estábamos propiciando.
Y los rivales, desconcertados, aturdidos, mareados de tanto girar sus cabezas, del miedo al lateral derecho compuesto por ese precipicio de acequias, de la línea 30 subiendo a toda velocidad por Derqui, turbados por aquellos compañeros de cemento que nos habilitaban al gol.
El loco Pela colgó el fútbol en el tinglado de la escuela Maure tras un chumbazo antológico y tuvimos que jugar con el de ellos. Con aquel nos llegaron un poco mas hasta que nos acostumbramos a sus desobedientes piques, favorecidos por sus extrañas protuberancias, pero nada que nuestro portero Rafa no pudiera detener casi sin despeinarse, Capocha un poco estático como siempre, jugo condicionado por su pasado, pero aporto lo suficiente.
Como no me hacia falta bajar a buscar el fútbol ya que entre los hermanos petisos la pelota transitaba a su gusto, y la ley del offside no estaba impuesta en nuestra cancha, me quede arriba aguardando algún pase fortuito. Ahí es cuando lo empecé a sentir con claridad, mientras a mis espaldas tenia a su arquero y veía como el encuentro dejaba pasar sus minutos en el mediocampo, mis pies empezaron a sentir un calor más fuerte de lo común, podría decir que me quemaba, que casi empezó a tornarse insoportable quedarse quieto en un solo lugar, contemplaba permanentemente la suela de mis nuevas zapatillas y ya notaba un desgaste incoherente en relación a su poco uso, el ardor era intolerante y las suelas habían comenzado a derretirse ante mi asombro.
El partido termino 4 a 0 para nosotros con 3 del Virolo y uno mío, el tal Squilaci nunca entro, tal vez por miedo al ridículo, ellos se fueron a sus aposentos planeando una revancha y nosotros a refrescarnos con una gaseosa al kiosko de la mama de Rafa. Ahí fue cuando les pregunte, “¿No sintieron el calor?, me quemaban las patas, ¿a ustedes no?”, indague mirando a varios. Luquitas que no jugaba pero acompañaba con su bicicleta a todos lados me pregunto si le dejaba ver las zapatillas. El grupo exploto en una risa conjunta mientras unos a otros se pasaban el elemento bastante ajado y raído para un solo partido. Cuando volvió a mi lo analice al detalle por primera vez, donde yo suponía tenia tres líneas apareció una cuarta como por arte de magia y la segunda letra D se separo transformándose en una A y una L. Eran “ADIALAS” y no ADIDAS.
Habíamos sido victimas de las primeras falsificaciones, del trucherío, del embuste, de los primeros fraudes en las grandes marcas. Una mezcla de disgusto, enojo y desazón invadió mi ser mientras mis amigos se burlaban con todo tipo de improperios hacia ellas. El amor que sentí al verlas se trasformo en una repulsión absoluta y acompañaron a los desechos y desperdicios que sacamos aquella noche cuando dieron las 10.
buenísima anécdota!
ahhh las canchas de la niñez, la mía estaba frente a la cooperativa cruz del sur, en la frontera del barrio San Martín con el Aeroparque…que buena historia, un aplauso pal pibe
que notón!!!!
Felicidades al mejor contador de cuentos!
Increible cuentista. Historia maravillosa. me gustaria que publique mas.