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Posromántico

Por amar tanto yo me volví loco. Amé desde las entrañas obsesivas del sistema nervioso. Me desquicié a besos, abracé con esquizofrenia y trastorné para siempre mi melancolía. Conocí en el pervertido éxtasis de mi juventud, el placer monogámico de comprimir a puñetazos todo el universo en una sola mujer. Posicioné sobre mi eje, su sombra carnal y en un redondel casi autista giré y giré, sin poder recordarla por falta de olvido.

Cuando el bolero que compusimos dejó de sonar, me quedé con dos canciones y un tratamiento terapéutico a medias. Observando como un ciego, su textura desvanecer, hasta extraviar el recuerdo de su olor.

Desde entonces, estimulé con drogas duras mi corazón frágil y disfracé al poeta muerto que habitaba de camaleón sexual. Fueron largas noches de insomnio, excesivas resacas de martes y sobre todo, reiterados nombres errados en relaciones tempranas. Era sistemático, eyaculaba y les hablaba de mi ex novia. Me había transformado en un boy scout de la seducción, en un cortoplacista del sentimiento.

Fue sobre esta impostada forma de sobrevivir, donde tuve la suerte de conocer a Natalia y cancelar así, el bypass que había solicitado en Mercado Libre. Al encontrarnos, rompió mis discos de Bunbury y me obsequió un libro de Bukowski. Abofeteó mi nostalgia utópica y metió mi puño en su boca. Recogió su pelo y galopó sobre mi pellejo hasta hacerme sangrar. Me obligó a no olvidar el volumen de su voz, ni el gusto cítrico de su transpiración. Ella era la auténtica máquina de follar y yo un sobreviviente del ayer. Nuestra intimidad se transformó en un videojuego de Playstation, donde habían cadenas, métodos de asfixias y látigos. La presión arterial era limitada y el peligro una constante. Sus ideas eran tan creativas como perversas, sus piernas crocantes como granos de café y sus manos, más versátiles que las de Perón.

Mantuvimos una relación dialéctica de amo y esclavo. De orgasmos y hemorragias. De lágrimas y saliva. Natalia me enseñó una forma más efectiva de tolerar el desvelo y una manera menos dogmática de sufrir. Vivimos 120 días de sodoma, construimos nuestro propio ciempiés humano y utilizamos cada instrumento punzante como prótesis. Ella arregló mi cabeza y dinamitó mi columna vertebral. Mí por entonces inquieta curiosidad, estaba más cerca de convertirme en drag queen, que de terminar mis pasantías universitarias. Pero la erotización de poder que habíamos edificado, comenzó a dejar sus huellas sobre nuestra lamentable cotidianidad. Las mañanas de sol eclipsaban cada vez que nuestras palabras se enfrentaban y la dominación se volvía insoportable cuando era ajena al sadomasoquismo. Teníamos la certeza de bipolarizarlo todo, desde política y filosofía hasta comida rápida y planes de fin de semana.

La vieja incógnita volvía a cobrar vigencia -¿Espermatozoides satisfechos o neuronas en paz?- Detesto estos interrogantes que problematizan mi área de confort. Por eso, suelo esquivar sus respuestas y esperar que alguien las tome por mí.

Las mentiras insolentes, el discurso viciado, los vecinos religiosos y mi pésima cobertura médica, obligaron a despedirnos, sin siquiera saludarnos. Fui eliminado de todas las redes virtuales (verdaderas y falsas) y cambié la cerradura de mi puerta de entrada. Sané mis heridas con Dermaglos para bebes y nunca más volvimos a vernos.

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