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El collar de Nácar: Primer capítulo de la novela

Los deseos pasaban frente a la chocotorta llena de velitas como las figuritas repetidas del álbum de Hello Kitty cuando era chiquita y canjeaba con mis compañeritas en el recreo, haciéndome rogar: “La tengo, la tengo, la tengo… ¡No la tengo!”.

¿Qué puedo pedir para mi cumpleaños? A ver, a ver… ¿Un vestido de Amores Trash Couture? … ¡Lo tengo!…. ¿Un conjunto de Vírgenes de Buenos Aires?…. ¡Lo tengo!… ¿Un fin de semana de spa con mis amigas?… ¡Lo tengo!

De repente, me acordé de lo que había dicho mi amiga Gabriela, que había leído en un blog: “Lo bueno de cumplir años es que todos los hombres del planeta están ahí para una: los mayores, los menores, los de tu edad, los de la edad de tu hijo…. ¡Y los de la edad de tu papá!”

Estas sabias palabras, marcaron el deseo que pedí cuando soplé las velitas de mi cumpleaños número 34: ¡Quiero levantarme a un señor más grande que yo!

Por supuesto que a las dos horas y con mas de un campari en sangre, ya no me acordaba de mi deseo cumpleañero, ni de mis amigas, ni de mi cumpleaños…. ¡Bah! En realidad, no me acordaba de nada….

Pero, siempre hay que tener mucho cuidado con lo que se pide, porque, como dice Truman Capote…. “¡Se derraman mas lágrimas por las plegarias atendidas que por las que no atendidas!” Y así fue…

Pasaron tres meses hasta que empezaron las clases. Aburrida como una ostra, subí las interminables escaleras de la facultad y me dispuse a dar mi primera clase. Introducción a la filosofía no es una materia que entusiasme particularmente a los alumnos. A mí tampoco me entusiasmaban mucho ellos, a decir verdad: caras de granos enrojecidos que todavía estaban tarareando “¡Bariló, Bariló!”

Y ahí estábamos, luchando con el concepto de vida cotidiana, cuando apareció ÉL: prolijamente vestido con un traje negro y la corbata desanudada, con sus grandes y expresivos ojos verdes buscando la clase a la que había llegado tarde…

“La sala de profesores está al final del pasillo”, le indiqué espontáneamente, creyendo que era nuevo en la facultad y estaba un poco desorientado.

“Disculpe, pero estoy buscando esta clase”, respondió. “¡Ay, Dios mío! Eso me pasa por hacerme la revolucionaria en las clases…. ¡Si yo tendría que dar los clásicos y dejarme de joder con el pensamiento crítico! ¡Me mandan los veedores del Consejo Académico desde el primer día!”, pensé ofuscada.

Hice las preguntas habituales de los primeros días de los primeros años: Qué esperaban de la carrera, de la materia, etc. Me sorprendió muchísimo cuando el señor mayor respondió como uno más: “Hace muchos años, después de haberme recibido de abogado, decidí que iba a estudiar lo que realmente me gustaba…. ¡Y aquí estoy!”

Resulta que el “señor mayor” no era veedor…. ¡Era mi alumno! Huuummmjjjjjjjjummm, estaba bueno el abuelo….No creo que pasara de 55 o 56 años, y aunque su pelo era entrecano y tenía varias arrugas, era sobrio y elegante de una manera muy juvenil, con naturalidad, sin ocultar su edad… “Mirá el jovato que bien se mantiene” rumié para mis adentros…. En fin, una nota de color por ahí….

Luego de contestar las dudas habituales sobre bibliografía y demás, pregunté si alguien tenía alguna duda. Su mano se levantó pronta y me preguntó: “¿Podemos tratarla de vos?”. “No” respondí sin rodeos.

A partir de allí, las clases fueron una tortura. El Abuelo me descosía a preguntas, me seguía el hilo, investigaba los autores que yo citaba…. Cuando faltaba a una clase lo extrañaba, veía las caras de pánfilos del resto y pensaba cuanto me entretenía el Abuelo….

Rindió el final en el primer llamado y lo aprobé, no sin cierta melancolía….

Entregué las libretas y me fui a la sala de profesores a llenar planillas, comprobar regularidades, hablar con el jefe de cátedra y demás burocracias de la enseñanza universitaria.

Cansada y distraída, ya me había olvidado del Abuelo, y lo único que quería era llegar a mi casa y mirar el último capítulo de Community. Caminé hasta el ascensor, marqué la planta baja e hice lo que hacemos todas las mujeres: me miré frente al espejo gigante, en busca de mis interminables defectos…En este caso, me di cuenta que me estaba haciendo falta ir a la peluquería de nuevo…

Antes de que se cerrara la puerta, el Abuelo salió de la nada y rápidamente estaba parado detrás mío….

“Profesora”, me dijo mirándome al espejo. “¿Si?”, respondí yo flemática. “Usted me encanta…y yo ya no soy su alumno”. ¡María, tanta seguridad me dio vértigo!

No esperen que les diga que lo que siguió fue un furioso acople en un ascensor público o que empezó a sonar la canción de Amistades Peligrosas (¡que vieja soy!…. ¡Soy casi tan vieja como el Abuelo!): “Me quemas con la punta de tus dedos, tus manos hacen llagas en mi piel, me abrazo con tu lengua que es de fuego, la sangre hierve o no lo ves, nananananana, nanananana….”

Nada de eso. Me di vuelta para mirarlo de frente. Puse mi mano en su pecho y su corazón delator golpeteaba violento, insistente…No había lugar en la caja toráxica para tanta adrenalina….

Nada de palabras, nada de contacto…Se instaló entre nosotros una naturalidad existencial, una sintonía no pactada y perfecta….

Caminamos un par de cuadras, mientras comentábamos al pasar las cosas que nos devolvía la calle: en un kiosco de revistas me preguntó si leía los diarios de papel o ya no había vuelta atrás para las noticias digitales; yo a mi vez repregunté si cada tanto se daba el lujazo de comprar un cd original o sólo descargaba….

“¿Vamos a mi casa?”, murmuró el Abuelo en mi oído. Me inquietaban la desprolijidad de su barba de cinco días, su blanca piel contrastando la opacidad del día que ya se estaba yendo…

Y bueno… un vaso de agua no se le niega a nadie, pensé yo, siempre tan amorosa….Por supuesto, que mi mente atormentada iba mucho más rápido que mis pies…

Llegamos a su casa, e inmediatamente, sin consultar mi opinión, el Abuelo dijo alegremente: “Ya vengo, voy a la cocina a poner el agua”, mientras cerraba la puerta tras de sí, dejándome sola en un living inmenso, un tanto ecléctico, donde convivían un sillón color arena, libros y revistas de todo tipo y color, una colección de dibujos de Neruda enmarcados, una estatua de una justicia de peltre….

Yo me puse a mirar todo con lupa, intentando decodificar quien era el Abuelo…Pero una oleada de placer me sacó del registro que estaba llevando a cabo: “No sabés la veces que me he imaginado tocándote las tetas…”, comentó con voz carrasposa el Abuelo, mientras me tocaba con la seguridad de saber adonde iba y sus manos de muñecas fuertes impregnaban el aire por oleadas, mezcla de su Issey Miyaki y del aroma del café que se estaba filtrando desde la cocina….

(Continuará)

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