/Salvaje Blues

Salvaje Blues

Caminaba por la avenida principal. ¿Su nombre? Nadie lo sabía con certeza. Muchos le decían Bob, no había una razón concreta del porqué lo llamaban así. En los bares, la mayoría lo llamaban “Chino”, por su estructura física y la manera en que podía repartir una golpiza a cualquier grupo de marines borrachines que le molestara. Pero él, el se hacía llamar Bruno, Bruno Di’ Marco. Hijo próspero de un capo mafioso que controlaba el negocio de la carne en la ciudad. Bruno fue criado en Buenos Aires, concretamente en la Boca, de pequeño le gustaban las películas de Jackie Chan y de Bruce Lee. Le gustaba la pelea a puño y siempre con la guardia baja para tener más adrenalina. Siempre tuvo cierta destreza en las artes marciales, casi era como contemplar una obra de arte pintada al oleo cuando él peleaba. Recibió su primer cinturón negro a la edad de doce años y su primer pelea real a los dieciséis contra un alumno de universidad. Los que contemplaron la pelea, decían que fue como ver a un perro obeso luchar contra un bailarín de tango, la paliza que se llevo el universitario fue colosal.

Hoy en día es la vergüenza de la familia, a los veintitrés años, se metió en la escuela de policía y se recibió con honores, su padre jamás lo perdonó.

Bruno decidió llevar más allá su adrenalina, abandonando la policía y convirtiéndose en cazador de recompensa. Su padre no lo podía soportar al enterarse de semejante noticia, por lo que pidió su cabeza. Bruno tuvo que marcharse de Buenos Aires.

Eran las dos de la madrugada, el bar Pool de la avenida La Finur estaba colapsado en personas, la música era cumbia y la bebida mas vendida estaba entre la cerveza y el fernet. Bruno no era un amante de los entornos cumbieros y mucho menos la bebida que no fuese whisky o ron. Pero entre la multitud estaba un borrachín de nombre Augusto, tipo de metro ochenta, barba al ras y cabello desprolijo, dejaba a la vista un espacio vacío con tintes negros y marrones donde debería ir un diente y lucía con total esplendor una cicatriz delante de la oreja derecha, provocada por su ex mujer, quien yace muerta. Había un pedido de captura y la recompensa por Augusto era grande, ¿los cargos? Violación, extorsión, pedofilia, venta ilegal de cigarros, asalto a mano armada y diez femicidios confirmados. El tipo era un comodín en el gobierno de San Luis, por ello nunca iba preso en la ciudad. Pero la Interpol era otra cosa y lo quería vivo o muerto.

Bruno entró en el bar, el ambiente era denso y húmedo, casi no se podía escuchar los propios pensamientos con el nivel de la música y habían más mujeres que hombres. Tal vez no llamaría la atención, si no fuera porque viste una remera amarilla de terminación larga y unos pantalones chupines de color azul. Bruno es delgado y marcado, por lo que da una graciosa vista al mostrarse con su cabello desprolijo y su mirada entusiasta pero tranquila. Se abría paso hacia la barra donde se encontraba Augusto y sus amistades, ninguno de ellos llegaba a pesar lo que Augusto pesaba, y todos y cada uno de ellos lucía el mismo tatuaje en el antebrazo de una mujer desnuda abrazando un cuchillo de cacería y con gotas de semen en su cuerpo, lo suficientemente bizarro. Bruno se acercó y pidió un whisky a las rocas, mientras miraba fijamente aquel grupo de gorilas esperando poder atacar a una mujer desprevenida. – maestro, su whisky – le dijo el cantinero y Bruno lo engullo con total rapidez de alguien acostumbrado a la quemazón. Los miró durante unos minutos con una mirada retraída y para muchos algo examinadora. Dejó el vaso sobre la barra y encendió un cigarro. Lo fumó y luego salió del bar.

Se quedó en una esquina oscura, tranquila. Le hacía recordar a su vida en Buenos Aires, y le daba nostalgia, de su bolsillo sacó una armónica marine band y comenzó a tocar una melodía vieja, blues como no existía en la actualidad. Al cabo de un rato, salió del bar Augusto abrazado a una muchacha que no debería superar los diecisiete años, curvas preciosas y peligrosas con un vestido que dejaba su espalda con un lunar descubierto que le daba cierta sensualidad a la perfecta curva que finalizaba en el comienzo de sus nalgas. Se manejaba sobre unos zapatos de plataforma, y aún así, solo llegaba a la barbilla de Augusto. Detrás, caminaban a cierta distancia sus amigos, sus secuaces.

Comenzaron a caminar hacia el estacionamiento. Los muchachos de Augusto subieron a una camioneta, mientras él y ella subían a un fiat palio color blanco. Primero arrancó él, sus amigos los siguieron a diez metros de distancia. Bruno, comenzó a perseguirlos en una moto de doscientos centímetros cúbicos.

Llegaron a una fábrica, Bruno llego quince segundos después de que ellos llegasen. Los muchachos de Augusto se encontraban en la camioneta con la puerta lateral abierta e ingiriendo cerveza. El auto aún estaba quieto, cuando se abrieron las puertas. Bajó ella, descalza y riendo, el la siguió con una leve sonrisa y con un bulto prominente en su pantalón, empezaron a andar hacia la fábrica cuando Bruno comenzó a tocar su armónica.

– ¿Qué mierda es eso? – preguntó Augusto con aire molesto.

La armónica seguía sonando, con un blues caótico, casi depresivo. Terminó haciendo un trino y cortó de la nada. Empezó a acercarse y a mostrar su remera amarilla.

– ¿Vos quien sos guacho? ¿Buscas plata? – preguntó Augusto con aire despectivo, mientras, los muchachos comenzaron a acercarce formando un círculo y dejándolo en medio. Bruno contemplo con total desden de la situación y sus ojos giraron hasta llegar al escote de la muchacha, quien también presumía de unos gloriosos pechos. Luego se dirigió hacia ella.

– Andate – le dijo con una voz arrastrada, casi como si sus cuerdas vocales se aferraran a una lija. – andate ahora.

– ¿Pero vos quien mierda sos para decirle que se vaya? ¡Pedazo de pelotudo! – replicó con rabia Augusto.

– Andate ya – repetía Bruno sin sentirse intimidado por el tipo de metro ochenta que se postraba frente a él como un golem judío. Augusto comenzaba a apretar sus dientes y a gruñir como un perro, tomó a la muchacha del brazo y la llevo hacia atrás, y con un ademán de su cabeza ordenó que liquidaran al muchacho esbelto que se paraba indiferente a la situación.

Atacaron todos, ninguno se quedó atrás. Palos, cadenas, manoplas de acero y cuchillos. Eran diez en total, diez hombres luchando contra uno solo. Bruno lo dijo para dentro de sí mismo – que suene el blues – y comenzó. A uno que le llego por detrás, intentando golpear su cabeza con un palo corto como un garrote logró interceptarlo de manera perfecta cogiendo su muñeca con la mano izquierda y devolviendo una patada lateral con su pierna derecha, el tipo se desplomó en el suelo. El siguiente logró cortarle el codo, Bruno ni lo sintió, su adrenalina estaba al máximo, le devolvió un puño en el estómago y un rodillazo en la cara, cayendo y empujando a dos que venían detrás. El tercero no logró acercarse, Bruno le golpeo el rostro con su pie y luego lanzó una descendente hacia los genitales. Augusto estaba atónito, era como ver un montón de sacos de arena siendo destrozados a puños y patadas, era casi glorioso ver como se movía y algo excitante. Tardó solo tres minutos en derribarlos a todos. Augusto sentía miedo, y una picazón que sólo pasaría una vez le rompiese el cuello a aquel mocoso de remera amarilla.

– Bien – dijo Bruno – Augusto vengo por la recompensa que Interpol ofreció por tu cabeza. – siguió tranquilamente Bruno.

– Mi… Mi… ¿Mi cabeza? – tartamudeó Augusto sin caer en la noticia.

– Podemos hacerlo de dos formas, la primera es que te rindas y te lleve vivo, te van a procesar por los cargos de violación, femicidio, bueno… etcétera. – hablaba irónicamente Bruno – la otra es mas violenta pero no menos divertida, te mato y entrego tu cadáver.

Augusto no habló, saco de su cinto un revolver calibre treinta y ocho. Y le apuntó, cuando sonó un disparo.

Augusto cayó lentamente al suelo, con los ojos oscurecidos. Un leve chorro de sangre brotaba de su pecho. Detrás de el, se veía a la muchacha sosteniendo firmemente un revolver humeante. Bruno quedó sorprendido al verla, no pudo hablar, ni tartamudear. Ella solo dijo unas palabras antes de terminar. – Papá te manda saludos Bob.

Al otro día la policía acudió al llamado de un empleado que llegaba a la fábrica, habían doce personas muertas un hombre de camisa, de tamaño colosal con un disparo en el medio del cuerpo. En frente casi apilados, habían unos diez hombres, golpeados y todos con un disparo en la cabeza. Mas atrás había un último con el pelo desprolijo, también compartía un disparo en la cabeza, llevaba puesto un vestido de baile y tenía unas curvas preciosas.

– ¡Señor! – gritó un policía que examinaba el cuerpo de aquel hombre corpulento

– Es Augusto Napoli – dijo el detective a cargo – Tarde o temprano le iba a llegar, bueno. Lleven todo, limpien el lugar y den aviso al diario. – anunciaba el detective.

– ¡Señor! – gritaba un policía detrás de unos árboles.

– ¿Que sucede? – preguntó el detective mientras se acercaba tomando un sorbo de café en una taza que rezaba «el mejor papá del mundo» – ¿Quién es este? – preguntó.

– Bruno «Bob» Di’ Marco, señor. Hijo de Antonio Di’ Marco, capo de la mafia en Buenos Aires.

– Sí, ya ubico quien es. En las calles se dice que hay una recompensa por su cabeza. Si mal no recuerdo, su propio padre lo quería muerto.

– Señor, ¿que hacemos? Él es un ex policia federal. – preguntó con extrañeza el policía.

– Nada, será velado como tal y listo. El pobre se ha muerto desangrado.

– Si señor, por una bala en el abdomen.

– Bueno, sacalo de acá y limpien todo, no retrasemos a los trabajadores.

– Esta bien señor. – finalizó el policía que lentamente cerraba los párpados de Bruno.

Escrito por Héctor Lucero para la sección:

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