/Se dice que nuestro enemigo es nuestro mejor maestro…

Se dice que nuestro enemigo es nuestro mejor maestro…

Instantáneamente me hizo reír, no por lo que decía, sino que me causaba mucha gracia la tonadita del cordobés. Empezamos hablando porque me pidió monedas, no tenía una Red Bus, no entendía el sistema. Era un hombre con sabiduría, empezamos hablando del tiempo y terminamos hablando de la vida. Me gustan los hombres que piensan y a la vez me hacen pensar.

Hablamos todo el camino, era largo. Yo aproveché a sacarme los nervios de mi primer día, empezaba con una materia que según me habían dicho era muy difícil y estresante, sobre todo por el profesor.

Me baje en la misma parada que él. Caminamos juntos, íbamos hasta la misma facultad. El tiempo parecía no alcanzar. Quería que el tiempo no se terminara. Tenía un “nosequé” en la panza, algo que me daba empuje para lo que quisiera. Fue en ese camino donde me enamoré de él. Me gustaba su perfume, sus manos, la forma en que caminaba, no solo lo que me decía, sino cómo me lo decía. Empecé a imaginarme mi futuro con él. Me sentía una niña de catorce años, soñadora, ilusionada…

La conversación era intensa y fluida al punto que me había olvidado que eran las siete de la mañana. Cuando ya llevábamos quince minutos sentados en la puerta de la facultad tuvo un cambio repentino de actitud que me hizo sorprender.

Fue determinante, como a mí me gusta. Me besó intensa y apasionadamente, agarrándome fuerte pero de forma cariñosa del cuello. Hacía mucho que no disfrutaba de un sabor así. Todavía estaba perpleja cuando me agarro la boca entre sus dedos y mirándome con sus ojos medio desorbitados me dijo:

– Con esa boca grande y esos labios carnosos tenés que hacerme un pete.

Me desconocí a mí misma. No me importó más nada. Tenía ese “nosequé” que me cegaba y me daba un valor que no era mío. Cualquier cosa que dijese me podía parecer correcta.

Le dije que sí sin siquiera pensarlo, caminamos hacia un lugar solitario, me abrazó y me presionó contra un árbol, con sus dedos duros y masculinos deslizo su mano firmemente por mi pierna hasta meterse debajo de mi falda. Comenzó a jugar conmigo, presionó su pulgar haciéndome suspirar, dándome más astucia. Lo puse de espaldas al árbol y esta vez fui yo determinante. Bajé abriéndole sus pantalones mientras veía como se abultaba lo suyo en el pantalón y cómo se asomaba por arriba del límite de su bóxer. Con la mano derecha le bajé la ropa  mientras que automáticamente con la izquierda agarraba con fuerza su verga. Verdaderamente se la chupé como nunca había hecho en mi vida. Lo disfruté, me excitaba al sentir la piel caliente de su pene rozar con mis labios, su glande tocándome la campanilla cada vez que lo metía con fuerza en mi boca, sus gemidos daban cuenta de ello.

Cuando llegó el momento en que él debía acabar lo sentí venir. El sabor también era delicioso. Comenzó una lucha en mi cabeza. No lo conocía bien, ¿Qué creería de mí si acababa en mi boca? ¿Perdería el sentido si remataba en mis pechos?

Cuando todavía no había decidido qué hacer, mi acto reflejo fue bajarla, haciendo que salpique toda mi blusa.

Pude apreciar su cara de satisfacción. Luego con un poco de vergüenza me levanté y me dijo que estaba retrasado y se fue.

Caminé hasta el baño de la facultad con remordimiento. Esa maldita condena de mi inconsciente que intentaba callar.

Me limpié como pude y entré a clase. Mis compañeras me habían guardado un lugar en la primera fila. Una de ellas me preguntó qué me había pasado, por la mancha. Me excusé diciéndole que siempre que me cepillaba dormida terminaba con pasta de dientes en mi ropa. 

Las escenas de lo que había vivido con él seguían volviendo a mi mente. Comencé a excitarme nuevamente. Pero pensé en que debía concentrarme en la clase, comencé a sacar mi anotador. Cuando llegó el profesor, escuché que saludó con un tono cordobés. Levanté la mirada y no lo podía creer…

Escrito por Juli Rial, la hija de Jorge

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