/Ser rolinga en Mendoza (con voz de Gonza Arroyo)

Ser rolinga en Mendoza (con voz de Gonza Arroyo)

Si naciste en los ochenta, indefectiblemente fuiste rolinga o estuviste muy ligado a la movida. Ser rolinga en Mendoza no era como ser de cualquier tribu urbana de poca monta, porque en torno a una forma de vestirse, había todo un estilo de vida, una manera de manejarse, un montón de lugares donde ir y sobre todo un basamento cultural de la puta madre. Tenías varios «niveles» de rolinga que se amoldaban a tu entorno y tu poder adquisitivo y lo más importante, tenías diferentes estratos culturales, según tu edad y tus conocimientos. La tribu era tan variada como las ramas del rock.

Partíamos de la base de ser fanáticos del rock, nacional e internacional. En Argentina fue la época dorada del «rocanrol», del «rock chabón», del «rock stone». El rock se había metido en los barrios, en las masas, en lo popular, en la cultura y en las venas de nuestra generación. Íbamos de la mano de la explosión de grandes bandas como La Renga, Los Piojos, Los Cádillacs, Los Pericos, Los Ratones, Divididos, Los Redondos, Las pelotas, Viejas Locas, Soda, Callejeros, La Bersuit y la madurez musical de los mejores solistas de la historia, Charly, Fito, Spinetta, Calamaro. Resurgió el rock de los sesenta y setenta, con el cumplimiento de los «30 años del rock nacional», así que escuchábamos desde los antiguos Sui Generis, Los Gatos, Almendra, Pastoral o Pescado Rabioso, hasta los modernosos Babasónicos, Juana la Loca o Súper Ratones. Películas como Tango Feroz y series como Okupas formaban parte de este colectivo cultural.

Surgimos con los CD’s, cuando comprar un disco compacto era caro y de culto. Copamos la moda de los casettes, grabando y regrabando miles de canciones que pasaban en las radios del palo, como la FM2 (103.1), Radio A (105.7) o la UTN (94.5). El rock estaba de moda y lideraba todas las listas caretas. Teníamos temas de Los Piojos, Babasónicos, La Bersuit o Los Visitantes entre los más escuchados y bailados. Íbamos a la caracol a comprarle remeras de rock al Mohicano o el «stud free pub» de los Redondos, siendo atendidos por la enana maldita y caricúlica que daba miedo. Pero era un emblema de la movida.

El peinado era fundamental para diferenciarte de un careta o un cheto. No nos gustaba bañarnos, porque perdíamos el tiempo y nos dificultaba la producción de rastas y mechas locas. Así que teníamos altas marañas en la cabeza, preponderantes y muy despeinadas en la mollera,  con exuberantes cubatas de rulos, patillas largas hasta el mentón y giladas colgadas en los pelos. Las chicas se hachaban el flequillo y se dejaban el pelo lacio. La mayoría se teñía de negro azabache. Ellas comenzaron a usar los piercings más osados, ellos a tatuarse tribales y símbolos aztecas. Nos poníamos cualquier cosa de pulsera o tobillera y usábamos anillos, aritos y collares de bandas.

La vestimenta era importantísima, todos (desde referentes como los cantantes hasta el público militante) imitábamos la faceta sobria y setentosa de Mick Jagger (no nos daba para esos looks jugados de calzas rosas, rodilleras y puperas de cuero) o el estilo «descuidado» de Curt Cobain. Jeanes rotos, remeras de bandas, camperas de jean o militares, zapatillas de lona blanca con puntera (preferentemente Adidas, Topper, Convers o Jhoon Foos) y buzos canguro con capucha. Infaltable era el pañuelo estilo árabe o palestino, los parches en los codos, y el morral norteño o las mochilas… ¡las mochilas! Alto elemento de la bijou del rola. Las mochilas tenían que ser negras, estar escrachadas con frases escritas en corrector y explotadas de pines rockeros. Dentro iba la marimba, el 20, la mendobus y algunas chirolas. Para la comodidad y el sol de día usábamos sarpados joggins Adidas y camisetas de futbol.

De día íbamos al pool de la Caracol, al Rancho en la Tonsa o a la Independencia a tomar vino en caja. Ahí siempre había bardo con los punkitos, tribu de marginales que estaba en plena decadencia y caída, pero bravía y violenta. La gente de los colegios estatales copaba la parada citadina. El rock estaba en el Martín Zapata y en el Cuc, quienes organizaban movidas y recitales copados.

Y así como había colegios más rockeros que otros, había barrios más rockeros que otros. El Unimev, el Ujemvi, el Covimet, el Santa Ana, el Tamarindos, el Bancario, Villa Hipódromo, el Cirsub 2, el Trapiche, el Luz y Fuerza, el Supe, el Cementista, el Batalla del Pilar. Caminando por sus calles te dabas cuenta de los grafitis, las frases de rock en las paredes y el amontonadero de rolingas en las esquinas o la plaza del lugar, meta birra y música que salía de algún auto. Muchos de esos barrios tenían sus bandas de garage y los vecinos les hacían el aguante.

Para el baile teníamos nuestros «templos». Los viernes era la pista cerrada de Omero y A lo verde, donde se mezclaban los rolingas de fuste con las rolas conchetas de Chacras, Dorrego y Luján. Los sábados era el mítico Aloha, lugar al que acudían los verdaderos exponentes del género. Aloha era como una familia, donde iban «los mismos de siempre», donde todos se conocían y cuidaban. Ganaba el/la que más asistencia tenía. Era inolvidable cuando ponían White Trash de Sumo, Sin Hilo de las Pelotas o Playas Oscuras de los Visitantes y ni hablar del cierre con La Nave del Olvido de La Renga. Para los más fundamentalistas que no querían tener ningún roce con gente que no fuese del palo estaba Banana Ranna, el bar Sumistica y China con África entre semana. Los after se hacían en La Taberna.

Nuestros vicios eran el vino tinto en caja, la birra, el fernet y el faso. La merca era para la gilada y los conchetos. En verano nos planeábamos vacaciones al rockero Mina Clavero y los más pudientes a Gesell o Mardel. Imposible no verse alto recital en la costa. Por más calor que hiciese nunca dejábamos de usar nuestros pañuelos rockers. Si no tenías un mango clavabas campamento rolinga en Potrerillos, en algún camping o a la vera del camino hacia el Salto. Carpa, fuego, vino, río, rock y guitarras era todo lo necesario. nadie viajaba al extranjero, ni nos calentábamos por eso.

A fines de enero se empezaba a palpitar la más importante misa de los rolas, la procesión más multitudinaria y del palo… el Cosquín Rock, festival emblemático de nuestra tribu en el país. Pero ojo… durante todo el año había eventos que hacían más suave la espera de pogo, mosh y slam. Teníamos el Pacífico, cuyas previas implicaban corte de calles, milicos requisando y mucho humo; el Luz y Fuerza con su olor a pasto pisoteado y el secuestro del escavio, infaltable para los 21 de septiembre o el Andes Talleres y El Santo para eventos multitudinarios. Los recitales eran otra cosa, había show, mística, pasión, trapos, agite, comunión. En el Gabriela Mistral se hacían los provinciales, gratarola y más picantes.

El rock era todo para nosotros, era nuestra forma de hablar, de vestir, de pensar, de actuar, de manejarnos en la vida. Era nuestra ropa, nuestra gente, nuestras parejas, nuestra diversión. Pasábamos mucho tiempo escuchando música, flashando con tener una banda, leyendo historias de rock y compartiendo una cultura sarpada, efervescente y rebelde. No creo que todo tiempo pasado haya sido mejor… ¡pero qué buenas épocas la puta que lo parió!

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