Contaba sólo nueve años. Estaba en una reunión familiar en lo de mi tía Inés, la que vivía casa contigua a la mía, del lado izquierdo, porque del derecho vivía otra tía, y al fondo un tío y es que mi papá y sus ocho hermanos con sus respectivas familias invadíamos por completo la manzana. Vivíamos en casas que no sólo eran colindantes unas de otras, sino que se comunicaban entre sí por medio de puertas en las medianeras de los patios.
Conformábamos una superfamilia extendida como esas típicas de Italia, resultado de ser hijos de inmigrantes italianos quienes les inculcaron fervientemente aquellos valores como “la familia es lo primero” y siempre debían mantenerse unidos, entre otros. Así fue como me críe felizmente y de una manera muy particular, entre más de una docena de tíos y veintisiete primos hermanos.
Ese día estábamos todos reunidos, lo que no resultaba nada extraño, ya que era una arraigada costumbre nuestra el juntarnos muy a menudo, para compartir, disfrutar y rendirle tributo a la familia, la comida y el buen vino. Pero esta vez el clima era diferente, no había esa alegría mezclada con el bochinche y la algarabía que siempre reinaban. Casi todos tenían sus semblantes serios y apagados. Y, aún más, lo que era una verdadera rareza, es que nadie en absoluto gritaba, por el contrario, susurraban. Estábamos repartidos por toda la casa, los adultos en la sala principal, los adolescentes en las habitaciones y los niños en la cocina merendando.
Me encontraba ahí desde muy temprano y ya comenzaba a cansarme, además no me sentía a gusto, estaba aburrida y quise irme a mi casa de inmediato, arrebato que he conservado hasta ahora cada vez que me aburro en cualquier lugar.
Ingresé al patio de mi casa por la puerta trasera de la medianera, me senté en uno de los sillones del espacio de descanso del jardín, bajo la parra atestada de uvas, y me puse a pensar, más que a pensar, a sentir, y sobre todo a tratar de entender qué significaba la profunda y nueva tristeza que me invadía.
No sabía muy bien qué hacer, sólo tenía la certeza de que no quería volver donde ellos. Y ahí me quedé, sola, estática, serena, con las manos sobre las rodillas, pensando, sintiendo; en medio de esa tarde de vendimia que discurría tranquila y templada, con la mirada fija en la escalera que reposaba sobre la medianera izquierda, yo misma la había apoyado el día anterior para comer uvas de la parra de mi tía; me gustaban más las moscatel de ella que las negras criollas de nosotros. De pronto tuve el impulso de treparla, cosa que hice, y al llegar arriba la ví: mi tía en el medio de su patio tendiendo ropa. Llevaba puesto su vestido marrón de flores chiquititas rosadas. Ella no tenía el semblante serio y apagado, por el contrario, lucía su dulce y eterna sonrisa dibujada en el rostro. Se la veía rozagante como siempre, llena de vida y de tanta cosa linda que emanaba de su ser.
Me la quedé mirando un momento. Pensé en chistarle, pero en cambio permanecí en silencio, observándola, con los codos apoyados en el extremo del muro, sosteniendo mi cara entre las manos. ¡La adoraba! De mis tías era mi preferida, tenía esa dulzura, calidez y amabilidad tan características de los italianos. Pasé tanto tiempo a su lado, que de ella adopté mi modo suave al hablar y el uso exagerado de los diminutivos, bueno mi papá también tuvo su mérito. Estaba tan compenetrada en su trabajo, que no se daba por enterada que yo la miraba desde lo alto de la medianera. Mientras tanto la tristeza parecía haberse esfumado, dándole lugar a un repentino sentimiento de paz. Seguí mirándola con atención durante algunos minutos, cuando de súbito, caí en la cuenta de lo que estaba pasando, y tuve la desagradable sensación de irme hacia atrás y caer, por lo que me sostuve con fuerza del borde de la pared. Mi corazón palpitaba violento y ¡no era para menos!, quería gritar, pero como si me hubiese quedado muda de repente, me era imposible emitir sonido alguno. Y es que no era nada raro verla ocupada en los quehaceres del hogar, lo que resultaba extraño e inexplicable, era que en ese preciso momento en que ella tendía la ropa, la estaban velando en la sala principal.
Escrito por Lore para la sección:
Muy linda la nota y muy bien escrita. Estoy seguro que a casi todos nos ha tocado vivir alguna experiencia de sexto sentido o que no le encontramos explicación lógica; y como dice el viejo y conocido refrán: » yo no creo en las brujas, pero que las hay, las hay».
Muy linda, y bien escrita tambien. Lamentablemente no es la norma. Es raro, y tal vez un poco injusto, que esta nota no tenga tantos comentarios. Felicitaciones, me gusto mucho.
Bella la pluma que le da de comer tinta a esta nota.
Me transporté a la parte de arriba de esa parra mirando como a un espejo el atardecer.
Siga así…