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Sicarios Sociedad Anónima

Átame equivale a te quiero”
Pedro Almodóvar

I

No era muy difícil contratar los servicios de Alfredo; atendía a sus clientes en el bar «El Califa», de Moreno al 700, lo hacía con total desparpajo y sonriente dedicación. Se sentaba siempre en el mismo sitio y pedía un café que le duraba toda la mañana, cosa que molestaba sobremanera al dueño del «Califa» quien por temor no decía nada.

Era mucha la gente dispuesta a pagarle a Alfredo para quitarse de encima algún pariente engorroso, alguna esposa infiel o un vecino ruidoso. Sus métodos eran varios: podía usar un puñal para el degüello; una cuerda de piano para ahorcar con glamour; un revólver sociópata calibre 22 con balas carnívoras o una bolsa de plástico para causar una agonía de lujo. Cada procedimiento tenía un precio diferente debido a las dificultades inherentes.

El trámite para contratarlo era sencillo, sólo se necesitaban algunas pautas: una fotografía reciente de la víctima, el 25% en efectivo y un motivo para que el encargo se ejecute, como para darle un marco de legalidad al asunto. Alfredo era un profesional serio, impecable e implacable; nunca tuvo una queja, cometió un error ni, mucho menos, dejó un trabajo sin realizar.

Se tomaba su tiempo para analizar cada variante posible y sin dejar nada al azar. Lo único que no quería saber era el color favorito de la víctima, era algo que recalcaba desde el principio, si no no existía trato posible.

Esa mañana hacía calor, a Alfredo no le gustaba pero tampoco se quejaba plañideramente, lo soportaba estoico y silente. Se sentó al fondo del local, cerca de la puerta de la cocina y del ventilador industrial que rugía como el Enola Gay antes de las rimas de Hiroshima. Miró por el cristal transpirado hacia el exterior que ardía mientras el cemento burbujeaba y una anciana se derretía al tiempo que se alejaba. El planeta bajo un lanzallamas.

La puerta del «Califa» se abrió chirriando como babosas bajo una lluvia de sal; Alfredo pensó que era tiempo de que le echaran aceite. Entró un hombrecito calvo y esmirriado, de facciones alargadas y una mirada celeste, torva y filosa. Se dirigió hacia Alfredo de manera decidida, atravesó el recinto flotando y se sentó frente a él. Sin mediar palabra le entregó la tarjeta personal que éste usaba para publicitarse, que con una tipografía cursiva dorada sobre un gris claro que decía: Sicarios Sociedad Anónima, satisfacción garantizada.

El hombrecito no aceptó la invitación de Alfredo para tomar un café. De un bolsillo de su camisa verde percudida por el sudor sacó una foto en blanco y negro de una muchacha, que a Alfredo se le asemejó un océano de diamantes dentro de un sol infinito; ella tenía una pequeña cicatriz en la frente, casi invisible pero latente como un árbol en invierno.

Alfredo tuvo una epifanía; se vio a sí mismo sonriendo, tomado de la mano con la chica de la imagen mientras caminaban por un jardín plagado de flores amarillas, chiquitas y contundentes; ambos sumidos en la felicidad del amor, embadurnados el uno del otro.

El hombrecito calvo sólo dio una vaga información de por qué quería que la matara, él era su padre y no podía soportar que fuese una copia tan exacta de su esposa infiel; Alfredo anotó concienzudamente todos los datos que le dieron: horarios, costumbres y demás. Lo imprescindible para conocer vagamente a la persona, aunque esta vez no quiso saber el nombre.

II

Durante varias noches no pudo dormir, miraba bajo la luz de la luna la foto, la mujer sonreía despreocupada mirándolo fijamente desde el papel. Un trabajo es un trabajo – se decía Alfredo justificándose, pero se descubría acariciando la cicatriz de la chica con su pulgar tembloroso. Y ahí, en un segundo electrizante, pudo ver cómo los ojos en blanco y negro de la mujer se tornaban de un suave verde bajo el tenue fulgor que venía de las estrellas.

Alfredo estaba atormentado, atribulado y enamorado. Los ojos verdes sobre el blanco y negro no se habían apartado de sus pensamientos en los últimos días. Un trabajo es un trabajo – se repetía en las noches de insomnio febril; temblaba de emoción al saber que esos ojos tan verdes estaban vivos en algún lugar del universo. Ojos que pestañeaban, que lloraban, que miraban cómplices, que sonreían pícaros, que tenían lagañas por las mañanas y que estaban cansados por las noches. Ojos perfectos…

III

El día que había elegido para efectuar el mandato estuvo un rato largo tratando de decidir qué arma que usaría con la mujer, optó por el revólver 22, le pareció más letal que cualquier otra opción.

Se dirigió al lugar en donde ella trabajaba y se puso a esperar en la puerta. Fumó un cigarrillo tras otro. Cuando la vio salir a la calle su corazón lo mordió por dentro, la respiración se le detuvo y se sintió en las profundidades del espacio. Se acercó despacio a la mujer mientras esgrimía el revólver envuelto en un diario del día anterior.

Alfredo había decidido que el acto fuese lo más pragmático, rápido y eficaz pero al aproximarse quedó estupefacto: la chica estaba en blanco y negro, como en la foto que acarició por siglos.

Tuvo frío en los ojos y un doloroso sentimiento de que se acabaría el mundo si presionaba el gatillo sudoroso. Se sintió en un balde con gusanos sólo por el hecho de imaginarse los sesos de la mujer desparramados por la vereda mientras él se confundía con la multitud antropófaga.

En un arrebato se le acercó y le colocó el revólver en los riñones. Con un susurro que se tambaleaba entre sus labios llenos de amor le preguntó cuál era su color favorito; ella dio un respingo y le contestó en un murmullo mascullado con pavor que era el amarillo. Él sonrió, no podía ser de otra forma… Amarillo – repitió aliviado Alfredo. El contrato se había roto, él sabía el color favorito de la probable víctima.

Le dijo que caminara, ella acató la orden en silencio y se perdieron entre el gentío anónimo.

IV

Los primeros días de convivencia fueron atroces. La mujer sólo lloraba y le pedía que la dejase ir, le decía que no diría nada, que se olvidaría de su rostro, que sería como si nada hubiese pasado. A Alfredo se le consumía el alma en una pira al escuchar los reclamos de la muchacha, pero no cejó.

La tuvo encerrada en una habitación de princesa durante años; ella se mantuvo en blanco y negro.

Alfredo intentó seducirla llevándole con cada comida un ramo de flores amarillas, aunque fue infructuoso. Rogó que el síndrome de Estocolmo la convenciera, pero no ocurrió.

A pesar de los pedidos de Alfredo la mujer nunca le dijo su nombre, así que él le inventó uno: Amada. Ella, con el transcurrir de las horas, de los días y de los años se fue convirtiendo en un ser callado y lleno de odio. Lloró por eones cuando se descubrió un mechón de canas en su pelo negro y lacio que le caía como agua por la espalda.

Un día, al regresar de un trabajo, Alfredo vio la puerta de su casa abierta, entró con cuidado y se encontró con el panorama de que todo estaba destruido, los muebles tirados y había leyendas en las paredes pintadas con algo marrón – por el olor supo que eran excrementos – que decían: me llamo Julia. Alfredo entró al lugar en donde tenía a la recluida. Ella no estaba, sólo quedaba el piso cubierto de pétalos ambarinos.

Alfredo tomó el revólver 22 y lo llevó a su boca. Las flores amarillas que le llevaba cada día no se inmutaron con el estruendo del disparo.

Mientras tanto ella corría desnuda por las calles, embadurnada en su propia suciedad, mientras gritaba cosas ininteligibles.

Julia estaba en colores y sus ojos verdes centelleaban libertad. Por fin se alejaba del jardín plagado de flores – amarillas, chiquitas y contundentes – del cual era ajena y extranjera.

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