/Soltar

Soltar

– ¿Señor, está usted bien? ¿Necesita que lo ayude?

La niña de unos 9 años, me miraba asustada mientras yo me incorporaba y acomodaba la camisa hecha jirones. Debajo de la misma, asomaban moretones y sangre.

– No, no, estoy bien, no pasa nada – Giré la vista hacia la otra esquina buscando la luz mortecina de la farola del café Isaac y empecé a caminar en esa dirección en la noche. No pensaba en nada más que llegar hasta allí, rengueando y como pudiese. Necesitaba un trago urgente para diluir el pánico y el vórtice de adrenalina que me latía en las sienes, después del accidente en el auto. Al llegar a la doble puerta victoriana de madera, dudé un segundo por el aspecto que llevaba “Da igual, parece que no hay nadie hoy” pensé, y entré.

Tulio me vio entrar desde la barra y salió disparado a mi encuentro. Se frenó de golpe a un metro de distancia, me miró fijo, y solamente corrió una silla para que me sentase. Tulio siempre sabe lo que quieren sus clientes, nunca supe cómo lo hace.

– ¿Problemas otra vez, señor?

– Podría decirse. Lo mismo de siempre pero esta vez, hubo una vuelta de tuerca, Tulio

– Ella no quiso volver…

– Y, no. Pero yo ya lo sabía. Esta vez quise forzar las cosas, provocar algo, ir un paso más allá. La perseguí en el auto…

– Antes que siga…¿vodka, whisky o ginebra?

– Ginebra está bien – las tres opciones eran las mejores para la situación, otra de las virtudes de Tulio, viejo zorro.

Mientras esperaba el trago, noté alrededor que, efectivamente, el bar estaba vacío. Siempre me gustó el Isaac vacío; era como ver un parque de diversiones sin gente, lo sentía todo para mí solo. El viejo volvió con la bebida, me miraba entre sobrio e inquisitivo.

– Aaaarj, me hacía falta este trago, Tulio; dejá la botella acá. Como te decía, esta vez pateé la pelota hacia adelante y corrí, pero se me terminó la cancha-

– Hummm, ya veo…

– Quise inducirla, quise manipularla, quise llevarla a pisar suelo desconocido… y sólo conseguí que se aterrara y se largase a correr. Mucha manija, demasiada.

– Parece… ¿su aspecto está relacionado con lo que me está diciendo?

– Sí, viejo. Después de la discusión, ella me golpeó, me empujó y salió corriendo, y yo me subí al auto y empecé a seguirla. Esta vez no te vas a escapar, no señor. Le iba gritando cosas a la par, yo estaba como loco, estaba encabronado con un final distinto al de siempre. El final que ya conocés, bah; el que te cuento siempre cuando vengo acá. Alcohol, dolor, frustración, culpa, soledad, olvido. No más de eso. Ya no más.

– Y parece que lo consiguió nomás… ¿o no?

– ¿A vos qué te parece? – Le mostré la camisa manchada con sangre – Lo único seguro que tenía, era que no iba a ser lo mismo de siempre. No, señor. La perseguí cinco cuadras, hasta que apareció ese taxi de frente, y después ya fue todo ruido y vidrios estallando. Y me vine para acá.

– ¿Y dónde está ella, señor?

– No tengo idea, Tulio, no tengo idea. Ahora, decime una cosa y quiero que seas sincero: ¿habré cambiado las cosas? ¿habré hecho algo distinto, para no terminar como siempre, llorando y dando pena? ¿Modifiqué en algo las cosas?

– Indudablemente, señor. Estoy segurísimo que el curso de su relación ha cambiado con esto. No le quepa la menor duda.

Me sentí aliviado de golpe, y me asaltó una urgencia al mismo tiempo.

– Gracias, Tulio, necesitaba oír esto; necesitaba saber que esta vez pateé el tablero; no tengo idea si fue para mejor o peor, pero sí que es distinto. Anotame lo que debo; me voy a buscarla, quizás aún está por aquí, cerca del accidente. Y veremos qué pasa al hablar de nuevo.

Me incorporé de la silla motivado por un nuevo empuje vital renovado, y salí del café, a lo profundo de la noche.

***

Anselmo, el nuevo encargado del bar del turno noche, apareció detrás de la barra:

– Tulio, ¿qué estás haciendo?

Tulio se volvió algo tenso con la mirada perdida.

– Nada, nada, Anselmo. Estoy limpiando las mesas.

– ¿Qué hacés hablando solo con esa botella de ginebra y ese vaso en una mesa vacía? ¿Estás chupando?

– No. Sólo pensaba en voz alta. Está todo bien.

Tulio alzó la mirada cuando se empezaron a oír las sirenas de la ambulancia, calle abajo. Y sonrió.

Definitivamente, las cosas habían cambiado.