«“Accidents” implies no one is to blame »
(”Accidente” implica que no nadie tiene la culpa) , Nicholas Angel, Hot Fuzz, 2007
La semana pasada HBO lanzó Vichnaya Pamyat, el episodio final de Chernóbil, su nueva y aclamadísima miniserie. Mezclando lo mejor de la narrativa televisiva moderna y del documental, la producción recrea con una sorprendente precisión el dramático accidente de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin. Todo muy preciso, e incluso en aquellas instancias donde se toman libertades creativas, los guionistas aprovechan para explorar como las estructuras de poder reaccionan ante desafíos medioambientales, algo que tanto comunismo como capitalismo han tenido problemas para afrontar.
La serie es increíble; no llegaría al extremo de llamarla “lo mejor que nos pasó desde la invención de la penicilina”, pero la calidad encontró una audiencia que no tardó en entregarle su aprobación y llenar la sección de comentarios de todos los videos de YouTube con chistes sobre Dyatlov y los 3.6 roentgen.
Me atrevería a decir que los productores volvieron al confiable pozo de los “nostálgicos” de la edad atómica(que incluye a entusiastas como a otros curiosos y a la vez aterrados), y que solo los videojuegos habían explorado en los últimos años. Fallout y S.T.A.L.K.E.R son dos buenos ejemplos.
Por mi parte, soy de los curiosos pero aterrados,del tipo que llegó a preguntarle al farmacéutico si vendía chicles con plomo. Contexto: soy, entre otras cosas, aracno-fóbico (y en extremo, de esos que puede sufrir unpata-boom). Reconozco que mi miedo es visual, alimentado por la desproporción y el sigilo tan presentes en los arácnidos. Pero un elemento invisible, capaz de lastimarte sin notarlo, ya es otra cosa. La radiación no se ve, no se huele ni se palpa. Es lo que los libros berretas (y la gran mayoría de noticieros) denomina “asesinos” silenciosos.Todavía me tiembla la mano de pensar en las quemaduras por radiación que busqué en google de pequeño, por puro sadomasoquista.
Mi miedo podría deberse a que la radiación fue el primer concepto sobre algo invisible o etéreo que aprendí; como lo que uno experimenta cuando te explican el alma humana por primera vez, pero real. Un terror similar al de epidemias, el cambio climático y los fantasmas; y por mi pasado católico, el SIDA. Al entrar en la edad adulta y no contar con ninguna señal clara sobre cómo prepararme o enfrentar a este nuevo enemigo, recurrí a la investigación. Más bien al internet, pero para un millenial es lo más parecido. Debía saber todo lo posible sobre este nuevo peligro.Quería cerciorarme que algo así no podía pasar en Argentina, pero como toda obsesión infantil para el fin de semana ya se me terminaba hasta un nuevo evento detonante.
Con los años desarrollé un pánico más cómodo, latente. Y así ignoré por años el único accidente nuclear de Argentina (y Latinoamérica)
La serie había renovado mi interés en el tema, y en una maratón de Wikipedia a la tres de la mañana, di con el accidente nuclear del reactor RA-2. La entrada es directa; viernes, veintitrés de septiembre de 1983, un operario realizaba una prueba de rutina cuando el reactor entro en fase crítica y expulsó una enorme cantidad de radiación. El operario murió, y varios trabajadores terminaron intoxicados por radiación. Fin del artículo.
Sorprendido, busqué más info, lo que significó poner el artículo en inglés (los anglosajones son más propensos a rellenar y poner enlaces en Wikipedia). Los informes coincidían en la receta de rutina y confianza: una falla humana, indetectable a los procedimientos de seguridad. Y esa mezcla me recordó al de la serie, obviando la escala de cada accidente. El reactor RA-2 era uno de prueba y bajo calibre, y el de Chernóbil, gigante y soviético (dos palabras casi intercambiables). Revisando otros accidentes me topé con una incómoda verdad: la gran mayoría de accidentes (por no decir todos, pero bueno) no ocurre durante la generación de energía, sino en las pruebas de seguridad o mantenimiento. Como lo explica muy bien el camarada Legásov en la serie, la energía nuclear se logra manteniendo el núcleo y las fuerzas dentro de este, compensados. Y en la gran mayoría de pruebas, los mecanismos de defensa son retirados para poner a resistencia el núcleo, y es allí donde la negligencia se vuelve una constante peligrosa y poco tenida en cuenta. Para un entusiasta del pánico, es como enterarse que los cinturones matan gente cuando el vehículo esta detenido.
Un muerto u algunos heridos, nada grave, el discursito de película o guión barato. Pero en criollo, la cagada pudo ser más grande. Me explico: Chernóbil y Pripiat (las dos ciudades aledañas a la central ucraniana) no juntaban más de sesenta mil habitantes. En cambio, el reactor RA-2 se ubicaba en el Centro Atómico Constituyentes, en plena General Paz. Para los provincianos, esa es la enorme autopista que separa la Ciudad de Buenos Aires del Conurbano; es decir, separa un montón de gente, de otro montón aún más grande. Y todo dentro del polo económico más importante del país.No hace falta sacar la cuenta.
La matemática me recuerda a las heridas del pobre operario. Una dosis de dos mil rads de radiación Gamma y mil setecientos rads de neutrones, casi tres mil setecientos en total. Soy de letras, y el pelotón de cifras para medir los efectos de la radiación me supera; pero para tomar perspectiva, una radiografía de tórax implica menos de 0,05 rads, y tomarse una ducha de cien rads ya te puede dejar algunos problemitas. A esos niveles, la piel se llena de ampollas, la médula ósea se evapora y el sistema inmunológico queda aniquilado. En ese estado, el operario aguantó apenas dos días con vida.En una sección de comentarios leí que recibió una dosis mayor que la de los bomberos de Chernóbil, los mismos que después terminaron como un hueso roído o una pared descascarada. Y toda esa cantidad en menos de un segundo.
Con esa imagen cualquiera exagera de noche, por lo que ala mañana antes de estudiar, volví a buscar más info. En mi miedo me acompañaron un montón de entusiastas del ejército, las estrategias militares y taringueros; los únicos que todavía interesados por el accidente. Muy parecido a como hablé de los accidentes aéreos y el fútbol (si no leyeron la nota, les dejo el enlace acá) usan el incidente como excusa para lamentarse de la falta de fondos para la defensa nacional. Según ellos, las plantas nucleares son un target muy codiciado para un ataque enemigo o terrorista, y nuestras centrales (tres en total) no están preparadas para soportar tal hipotético ataque, ni en seguridad ni en infraestructura. El suyo era otro tipo de terror, más frio y calculado, casi toman a la Argentina como una serie de estadísticas y mapas de un juego de estrategias. Volví al miedo: las tres centrales están ubicadas en las inmediaciones de los centros urbanos más importantes del país. Incluso la de Córdoba, si nos guiamos por el mapa de posibles ondas expansivas, alcanzaría un radio de hasta 500-700 kilómetros. De un bocado se borra todo el centro del país hasta llegar al Gran Mendoza. Con suerte, la Payunia de Malargüe no quedaría afectada. Mi sangre es caliente pero soy un civil informado.
Y hablando de militares y entusiastas del secuestro de bebes, el accidente del reactor RA-2 ocurrió en los últimos días de la dictadura militar. De nuevo me inundan las coincidencias con Chernóbil; ambos ocurrieron en la década del ochenta, durante gobiernos autoritarios, altamente endeudados, con recesión, saliendo de conflictos militares de un alto costo institucional y humano (la Argentina con las Malvinas y la URSS con Afganistán) y a punto de entrar en un periodo de apertura cultura ( y peores recesiones). ¿Algo más? Sí, que irónicamente, ambos países eran socios económicos importantes, y que los rusos nos prestaron auxilio en el conflicto del sur. Dime con quién andas, ¿no?
Para los militares argentinos fue más fácil cubrir el accidente (ya venían con experiencia en cosas parecidas). La serie de HBO nos muestra a un Gorbachov en modo caniche, todo tembloroso y con la voz afinada por los nervios de saber que los americanos les descubrieron la cagada. En nuestro caso hasta hace unos días ni se sabía el nombre del operario fallecido. Recién una investigación del diario La Nación reveló su nombre. De seguro, la nota fue impulsada por el éxito de la serie.Su nombre era Osvaldo Rogulich.
Tampoco tuvieron que esforzarse tanto: somos un país demasiado grande para las catástrofes. Nos molesta más un corte de ruta que una inundación en Santa Fe o un derrame de cianuro en Catamarca. Las distancias no solo separan, insensibilizan. Y en los treinta años de democracia pasamos del silencio de los militares al desinterés de los políticos. Nos rodea una falta de presupuesto o protocolos de seguridad, que los especialistas tilda de “por las dudas” y el “tampoco para tanto”, y que solo debaten en internet algunos blogs mal armados. Cuando hay radiación, la pésima redacción agrega más miedo al cuento de terror que se me arma en la cabeza.
¿Qué podemos hacer? No lo sé; ni soy un experto en seguridad nuclear, ni un activista de la Green-peace. Tampoco es el fin de esta nota proveer una respuesta. Di con un accidente y lo encontré interesante; eso es todo. En el medio aprendí muchas cosas sobre mí, recordé otras y memorice un manual de instrucciones sobre cómo manejar una central nuclear. Estoy seguro que algo también se llevan ustedes; una especie de teoría del derrame del que salimos todos beneficiados, pero de la literatura. Tal vez debería dejar de escribir sobre accidentes y tragedias. Žižek dice que es más fácil imaginarse el fin del mundo que un cambiode nuestro sistema político o económico. ¿Será por eso que a los yanquis les encanta el apocalipsis pero les repele la idea de un sistema de salud pública? Ya escribí demasiadas moralejas para una nota. En el mundo hay cuatrocientas cuarenta plantas nucleares, todas rodeadas de un clima político inestable, una economía caprichosa, coincidencias, errores, cisnes negros y tantas otras, que es mejor dejar también de pensar en tragedias y accidentes. Siempre se llega al fin de semana, pero no siempre a fin de mes.