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El amor es redondo

Mi nombre es Germán, y soy un hombre creyente. Creo en la gambeta del Diego que desparramó ingleses, y creo en el fútbol. Eso me enseñó mi papá allá lejos, cuando las pelotas no eran tan redondas y todavía dibujábamos los arcos en las calles sin autos del barrio con las tizas que nos robábamos del colegio.

Ahora muchas cosas han cambiado. Me casé, y tengo un hijo al que amo por sobre todas las cosas (sí, Diego querido, encontré el amor más allá de tu magia). Ni hay manchas de tiza en el barrio donde vivo y las pelotas son de poli no se cuanto de alta tecnología. Mi hijo, a pesar de que el lugar donde vinimos a vivir es tranquilo, ya no puede jugar en la calle como yo lo hacía por culpa de unos señores que dirigen este país. Pero ese es otro tema, porque a mí no me van a venir a cortar las piernas, al pibe lo mandé a hacer fútbol al club del barrio, confieso quizás que con la ilusión de que sea lo que nunca yo pude llegar a ser, futbolista.

La cosa es que hoy vengo a contar algo que me pasó hace una semana. Tocaba el clásico, y yo ya tenía todo planeado. Julia, mi mujer, iba a juntarse con sus amigas quizás con el presagio de que quedarse en casa sería como presenciar desde la platea techada una guerra civil. Pero se equivocaba. Yo le había dicho a Armandito, mi hijo que tiene 8 años, que volviera más temprano de entrenar en su bicicleta. Yo me encargaba del resto, la picadita, acomodar los sillones frente al tele preferido, mi cervecita, su juguito Baggio. Nada podría ser mejor para un padre que un momento así con su hijo.

Afuera llovía como el día en que Palermo nos metió a algún Mundial. El árbitro pitó y yo apuraba: – Dale hijo, ponete la camiseta de siempre y vení que ya empezó! Armando se sentó al lado mío y entonces pasó. Gol de Defensor. Aquel maldito equipo que mi padre siempre me enseñó que yo debía llevarle la contra. Que siempre me decía que, cuando un amiguito me molestara, yo le recordara aquel Metropolitano del 74 cuando los mandamos al descenso con Ramírez y Montaldo. La cuestión es que perdíamos 1 a 0 y seguía lloviendo. Y Armandito estaba contrariado, no tanto por el gol rival, sino porque su juguito se acababa y su padre tenía cara de pocos amigos. Ahí nomás soltó un: – Papi no pasa nada, a estos muertos les tenemos que ganar. La arenga llegó a mis oídos mitad esperanzadora, mitad desesperante. Promediaba el primer tiempo y después de una gran carrera por la banda izquierda llegó el centro, llegó el gol, y llegó mi alivio. Medio salame tirado en el piso y un solo grito y un solo abrazo con mi hijo. Era de vuelta aquel pibe que la metía en los arcos de tiza en las calles de Reconquista. La ilusión estaba, y la confianza me la daba Armandito, que ya había ido a buscar su segundo juguito a la heladera.

Sucede que promediando los 38’ del segundo tiempo, nosotros (como yo le había enseñando a mi hijo. No jugábamos en la tele, pero igual éramos nosotros) no encontrábamos el rumbo. Parecíamos la imagen de algún Monzón mareado por los golpes de un boxeador ruso, pero yo sabía que Monzón siempre se levantaba. Y Armandito imitaba mi entusiasmo. Agrega 5 minutos el desgraciado del cartelito brillante y yo estaba rozando la desesperación. – ¿Podes creer hijo? Ellos con uno menos y seguimos 1 a 1. Vamos que se puede. “¡Vamos!’’ lanzó Armandito entre sanguchito y sanguchito, y entonces de vuelta la pesadilla. Pega en el travesaño un remate de Delgado, de los nuestros, y ahí nomas Defensor sale de contra. No puedo explicar cómo, pero con 10 hombres nos superaron en velocidad y nos convierten el 2 a 1. Partido liquidado, al menos para mí. 4 clásicos sin ganar, pocas alegrías. Mirando al cielo pensé, “Papá, ¿cómo querés que Armandito me salga como vos quisiste que yo saliera a vos si estos conitos no nos dan una alegría nunca?’’. Quedaban 3 minutos, pero apagué el televisor y me quedé escuchando la lluvia. Sin darme cuenta, Armandito había estado desde los 90’ en mi regazo, casi empezando a dormirse. Como no hice tanto escándalo por la derrota, el pequeño no sufrió tanto como su afligido padre. – Papi, acordate que mañana me tenés que comprar los botines que me prometiste, para jugar como Messi. Hoy hice 3 goles y un señor me dijo que en el Barcelona seguro ya estaban todos como locos por saber quién era yo. –Seguro hijo, no tengas dudas. Mañana vamos juntos a comprar los botines. –Dale papi, te quiero mucho, buenas noches.

Esas últimas palabras me quedaron dando vueltas como un dulce de leche en las tostadas de mi nona Tita. Me había quedado mirando tan embobado a ese bodoque que se alejaba metiéndose a su pieza, que ya ni me acordaba cuánto habíamos salido. Si los otros habían jugado la mitad del partido con 10, con 20, o su arquero contra nuestras 11 maderas terciadas. Ahí me di cuenta, a mis 40 años, mientras le daba el último trago a la latita de cerveza. El amor es redondo.

Escrito por Fede para la sección:

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