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El día que se me murió un Youtuber

Hará cosa de un año comencé a seguir a Brain4Breakfast, un canal de Youtube con algo más de ciento treinta mil seguidores. El canal trataba conceptos de historia y geopolítica  de una manera amena, y proponía algunas formas novedosas de estudiar y comprender los problemas de nuestro mundo. Recuerdo por sobre el primero que vi, donde explicaba cómo la ubicación geográfica se relacionaban con el PBI de un país, lo que a su vez podía representar  una ventaja necesaria para ganar la copa mundial de la FIFA. En su momento habré visto uno o dos videos más, y deje el resto del contenido en espera para cuando tuviera algo de tiempo; lo normal para mí, un tipo para el que Youtube representa (sin contar a What´s Up) la red social donde pasó más tiempo. También fue la primera de la que forme parte.

Me uní un 29 de Noviembre del 2007, cuando todavía era una novedad mal compaginada en HTML y que corría en unos hermosos 240 fps. Al día de hoy, estoy suscripto a casi 700 canales que compiten por las casi dos horas de atención que prestó a la App en mi celular. Youtube es mi principal fuente de información, formación y entretenimiento: desde las noticias del día, videos sobre narrativa para escritores  o hasta una que otra curiosidad inútil, como que Hong Kong es la ciudad con más Rolls Royce per cápita del mundo.

Quiso la casualidad que cuando explotó el conflicto del estrecho de Ormuz, el algoritmo de Youtube me recomendará un video de dos partes de Brain4Breakfast, en adelante solo Brain, que explicaba el mundo musulmán durante la descolonización y los conflictos geopolíticos que la acompañan. De nuevo, quedé encantado, y como tenía tiempo de sobra, en pocos días me devoré todo su repertorio. Así llegué hasta el último en subir a su canal, un video de casi cincuenta minutos sobre la historia completa de Australia. De ahí pasaron dos o tres meses, pero no me llamó la atención: en la era de los influencers, son los propios creadores de contenidos los encargados de recopilar la información, grabar y editar los videos, por lo que es normal que los contenidos más pulidos tomen su tiempo.

Hace dos semanas, repasando uno de sus videos, se me ocurrió por revisar la sección de comentarios, donde me enteré que Brain llevaba muerto más de  cinco meses, algo que sucedió casi unos días después de subir su último video. Me sentí mal al principio, pero más que nada tenía un sentimiento bastante extraño: Brian no era una estrella de la farándula, menos aún mi youtuber preferido, pero su muerte tenía algo que me hacía lograba hacerme sentir culpable por tratar de olvidarla.

Caí en el cliché, y esa noche un desconocido me hizo reflexionar sobre mi propio rol como artista. Explico:

En algún momento de mi corta carrera, traté de llevar adelante un canal de Youtube. El hecho de que lean estas palabras es evidencia de que fracasé, pero la experiencia siempre se agradece. Conocí un montón de gente interesante, pequeños youtubers con los que intercambiaba una que otra palabra, y de los que esperaba aprender lo necesario para mejorar mi canal; hasta llegue a ser moderador del chat de un youtuber con doscientos mil seguidores.  Aclaró que lo mío no era pagar el Monotributo gritando a cámara o abriendo cajas, sino la de encontrar un público lo suficientemente grande como para que una editorial me contactara para publicar un libro que alguna vez escribiré. Todo un sueño, uno muy bonito, y compartido por otros cientos que ingresan a la  comunidad de videos ensayistas y críticos de cultura en Youtube, un pequeño grupo de gente que se toma su trabajo muy en serio, a veces demasiado. Para muchos, su canal va desde un segundo o hasta un tercer trabajo, una forma de ganar dinero extra o hasta promocionar su verdadera pasión: ser escritor, cineasta, pintor, músico, o porque no, comediante o actor.

Artistas de todo tipo, puestos a hacer pequeños documentales, tops o hasta opiniones para dar a conocer mejor su persona; algo muy importante en un mercado tan saturado como el nuestro, que solo permite el culto a la personalidad y la nostalgia.

Este no es nuestro único desafió en el circo de la pos-verdad. El artista del siglo XXI es un aprendiz de todo pero maestro de nada. Antes, ser artista era una carrera que seguía un camino bien establecido: si nacías en la edad media, te tocaba ir a rogar al gremio de artesanos, o después de la revolución industrial, repartir café en las grandes fábricas culturales que eran los estudios de grabación, editoriales o discográficas. Tanto en unas como en otras, imperaba un ambiente de clara división del trabajo y una nítida línea de aprendizaje, por el que se tenía que pasar de un escalón para llegar hasta el otro. Por ejemplo, en varias productoras yanquis se esperaba que uno comenzara como un che pibe, luego pasara a ayudante de editor, después a editor y así hasta el de director de una peli de bajo presupuesto. En toda esa cadena productiva se destilaban una serie de valores y conocimientos que eran únicos a cada esfera de trabajo, y que después se reflejaban en sus obras, no como un mensaje directo pero sí como cierto subtexto dirigido a los entendidos. Sonará a alguna especie de código secreto, y para el más desconfiado de mi analogía me sirve recordar que los Masones comenzaron siendo un gremio de arquitectos, simples artesanos que fueron cuidando su forma de relacionarse con el poder económico y político de su época hasta volverse toda una institución iniciática.

Podré exagerar, pero tampoco creo equivocarme cuando digo que con suficiente tiempo, toda actividad deja de ser solo un oficio o una destreza,  y adquiere cierto aire intelectual o hasta místico; el artista de antaño tenía una brújula moral, una agenda política, un sentido para toda su existencia. Nada de eso existe ahora, o es muy caro y solo se entra por invitación. Youtube no es una fábrica, es una vitrina, y una interminable. Son innumerables las quejas que los productores de contenido tienen para con la plataforma, desde la falta de asistencial o defensa legal frente a los conflictos por copyright o hasta las políticas de desmonetización. Hay que recordar que cada video genera publicidad, y esa publicidad un dinero que, en un contrato ideal y abstracto, es distribuido entre el distribuidor y el creador. Pero cuando las empresas comenzaron a notar que sus productos aparecían en videos bastante “cuestionables” (muchos son de extrema derecha, pero siempre hay víctimas por las que poner comillas) Youtube dejó de brindar ese servicio para los canales de política y filosofía, de cualquier signo u opinión. Pero la pérdida de ingresos fue lo de menos: si tu video no genera publicidad, tampoco hará ingresos para la compañía, por lo que dejará de aparecer en el feedback o inicio, lo que limitará severamente tu audiencia y de ahí, chau, perdiste.

Poco y nada interesan estas quejas: siempre hay espacio y más de un posible reemplazo, alguien que con gusto pasará a crear más contenido y traerá mayor audiencia. Son varios ya los que dejaron la plataforma por lo competitivo del modelo, como Taylor Ramos y Tony Zhou del canal Every Frame a Painting, que llegaron a gozar de casi dos millones de suscriptores y aun así no podían mantener un constante flujo de videos que les permitiera vivir solo de eso; o hasta otros como Bukku Qui, un pequeño canal de críticas que se cansó de los problemas con las productoras de videojuegos y las amenazas de los fans de videojuegos.

En ese ambiente  cualquier forma de arte o cultura que se generé es un feliz accidente. Todas estas historias me hacen agradecer el espacio que blogs como El Mendo u otros brindan todavía a artistas locales.

Aun así con estos espacios, los artistas seguimos  obligados a actuar como managers, productores, publicistas y hasta abogados de nosotros mismos; de todo, menos ser un artista. Estamos reducidos reducido a lo que el capitalismo post industrial llama un trabajador autónomo o independiente, alguien con sobrada independencia de planificación pero sin libertad económica. A todos nos llega la flexibilización o precarización, según las ventajas que uno encuentre o no. Un amigo bromea con que ya hay bots de computadora capaces de escribir que guiones o hasta crear cuadros. Todavía son una porquería, pero temó el momento en el que a algún ejecutivo de Netflix se le encienda una lamparita con esa idea.

No niego que todas las cosas malas traen  también sus ventajas. La interdisciplinaridad requerida para sobrevivir era un lujo con el que soñaban muchos artistas del pasado, para quienes las artes se encontraban fuertemente aisladas y muy recelosas de cualquier tipo de experimentación, algo que terminó de romperse con las grandes performances e instalaciones del arte posmoderno. También la acompaña la absoluta libertad creativa, aún más garantizadas en las democracias occidentales donde los derechos humanos y el mercado de la atención son una realidad. Pero todo tiene su reverso, y aún con la gran cantidad de conocimientos que uno adquiere en el camino, se carece de la sistematicidad necesaria para aplicarla eficientemente. O  la creatividad sin límites, que deviene en un mecánico ejercicio de creación, en pura bohemia.

Tampoco es que los artista nos hayamos atomizados. El internet conectó más personas que cualquier revista o exposición artística, y al día de hoy hay varias organizaciones a nivel mundial encargadas de defender los derechos de los artistas de peligros como la censura o hasta las detenciones. Las relación del artista con su obra, su público y hasta con su pares alcanzó un nivel de deslocalización y tercerización tal que ahora un argentino sí puede llamarse toda una eminencia en cine nigeriano.

Con peligro de sonar a viejo melancólico, esta gran red de conexión no puede reemplazar la protección que brindaban las agrupaciones locales. Por ahí leí en una nota de Ángel Faretta, un crítico de cine argentino, donde defendía la importancia de los estudios en la era dorada de Hollywood. Varios de sus puntos ya los desmembré en esta nota, pero uno me permite alcanzar cierta clausura al tema: los estudios se encargaban de mantener a raya al artista, y más que controlar el contenido de su obra, significaba velar por su salud y vida cotidiana. Faretta lo compara con la situación de varios artistas de Europa (donde este tipo de estructuras no existía), donde la gran mayoría que no emigraba a Estados Unidos  terminó  en loqueros, campos de concentración, en la pobreza o hasta suicidándose; y no es que en Los Ángeles no hubiera olor a pedo o gente muriéndose, pero sí un objetivo y tarea clara, que se traducía en una red humana de contención, y en caso de un infortunio, en una encargada de mantener viva la memoria de su obra.El olvido es un riesgo que los artistas afrontamos aún después de morir.

Y la memoria me trae de nuevo a Brain, cuyos suscriptores sospechan que pudo suicidarse, ya que la familia y sus amigos mantienen en silencio las razones de su muerte. Imagino toda la ayuda que habría podido tener, o hasta el esfuerzo necesario para que su canal no cierre por falta de actividad.

Brain podrá ser un tipo que nunca conocí y que por desgracia, tampoco conoceré, pero el compartir una pasión y un contexto lo  ha vuelto más humano de lo que cualquier otra estadística o catástrofe podría haber hecho.

Por eso, esta nota es para él, y al mismo tiempo para mí y para todos los que siguen creando a pesar de todo.

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