/El eterno recuerdo de un amor

El eterno recuerdo de un amor

Ésta es una de esas historias que merecen ser contadas. Le podría haber sucedido a cualquiera, pero por fortuna o por desgracia me sucedió a mí. Puedo decir que, al menos una vez, me sentí protagonista de un cuento. Fui la buena, la mala y la abandonada. Todo al mismo tiempo y en cinco años.

Siempre quise que las personas supieran que era el amor. Porque lo fue para mí, y doy testimonio de que más allá de todo, el dolor también es amor y muchas veces nadie se anima a entenderlo.

Lo quise, casi al borde de la locura. Lo quise como nunca. Lo quise porque así debía ser. Desde que lo conocí sabía que todo sucedería, todo. La comparto con ustedes, por primera y única vez, para que sepan que alguna vez hubo un desolado corazón que lloró.

Los años no habían pasado para mí, por lo menos seguía sintiéndome joven, atlética, divertida y espontánea. Quizás algunas veces se notaba que el tiempo sólo se encargó de hacerme desaparecer de ciertos lugares frecuentados por personas que habían habitado mi buen pasado. Pasando los 30 años, me parecía un poco fuera de lugar ir a sitios donde seguían pululando ciertos personajes que alguna vez me interesaron.

De hecho sabía, con cierta picardía que de aparecer allí, era como viajar hacia el pasado y volver a ser la vivaz y atrevida adolescente que fui. Por esas cosas de la vida y la tecnología, el grupo de amigas veteranas me llevaron a aceptar una invitación que, verdaderamente no podía desaprovechar. Fue entonces que acomodé mis horarios, mis cosas, mi vida y arranqué a las siete de la tarde a prepararme para volver un par de años atrás. Me bañé, me pinté, elegí el mejor atuendo y salí de casa dispuesta a romper la noche y recordar lindos momentos.

En mi interior sabía perfectamente que él no podía no ir. Sabía que él también iría sólo con la idea de volverme a ver. Había dejado de verlo hacía casi quince años, pero esa chispa seguía tan activa como la primera vez que lo conocí. Ni bien entré con mis amigas lo vi y mi memoria automáticamente viajó al pasado y reviví en un segundo mi historia, como una película.

Diego, había sido la persona más importante en mi vida, pero cuando comencé a preguntarme por mi futuro, la idea de continuar con él se fue diluyendo. Yo pretendía una gran vida, y él sólo quería disfrutar, no miraba más allá ni era pretencioso con sus necesidades. Claro que a mí, en los primeros años, el amor me hizo ciega ante eso, pero me empecé a preocupar cuando Diego se mostraba suelto y libre de verdad ante el paso del tiempo.

Nuestro amor era fuerte, sólido y capaz de derrumbar todos los preceptos. Soñaba que en algún momento él cambiaría. Mi familia, por supuesto, era la detractora absoluta de toda ésta relación y yo ante el intento infinito años tras años trataba de mostrar que Diego no era tan como ellos decían. En realidad no se imaginaban quien era yo con él. De mi sacaba lo mejor, era capaz de venderme el mundo y yo lo compraba. Solía tener una capacidad increíble de hacerme sentir tan hermosa y única. Soñaba en sus brazos y volaba con sus besos. Creo haber sido envidiada por la gente que nos veía felices. Diego era perfecto. Reunía todas las condiciones que yo en ese momento necesitaba.

Nuestro amor no se parecía a nada. Era inmenso e inalcanzable. Ciertas veces imaginaba no poder querer más a nadie, solamente a él. Mi interior lo sabía y Diego también. Nuestro juego infantil nos hacía impunes, nos liberaba de culpas y nos creía completamente inmortales. Podíamos pasar horas solamente mirándonos, fabulábamos juntos la manera de escaparnos para vivir nuestro amor de manera pura y natural. Nuestras almas eran así, destinadas a resistir y a flotar sobre cualquier tormenta y cuando llegaba el momento de la despedida, se hacía eterna. Mil besos, mil juramentos y millones de te amo. Contaba los minutos, esperando al día siguiente volverlo a ver.

Con 3 años de relación, la magia seguía intacta. No era verdad que el amor dura poco, que las mariposas se van y que todo se vuelve rutinario. Diego se había tomado el trabajo de que cada día fuese uno nuevo, me sorprendía que siempre intentara hacerme sentir como la primera vez, y lo lograba. Yo ya estaba rindiendo las últimas materias para tener mi título universitario, tenía trabajo, mi auto y podía pagar mis cosas. Diego con la dulzura que me tenía disimulaba muy bien su falta de trabajo, de estudios e interés por conseguir algo. Pero lo amaba, y no pretendía que las cosas cambiaran. Yo lo amaba así. No me importaba que sucedía a mí alrededor y que sucedería después.

La situación empezó a cambiar, de un día para el otro. Ese día no me llamó, ni me pasó a buscar. Estaba evasivo y distante. Yo, al conocerlo demasiado me di cuenta de inmediato que algo no andaba bien. Con una conversación de adultos decidimos que verdaderamente no pertenecíamos al mismo mundo. Terminé. Como también terminé dándole la razón a mi familia. Pero Diego jamás se fue de mi corazón. Hubo épocas en que intenté ser la de antes, buscar ocupar el tiempo en otra cosa y él siempre aparecía, en una canción, en una foto, en las comidas y hasta en los aromas. No podía evitarlo, era imposible que pudiera olvidarme, borrar la memoria. Hasta que, con el paso de los años, ya recibida y con un futuro prometedor tuve la fortuna de conocer otro buen hombre. Pude superar esa etapa, salir del closet y nuevamente apostar a que el amor tocaba mi puerta.

Dispuesta a torcer el destino, comencé a organizar mi casamiento. Estaba feliz, quería que todo saliera a la perfección, el vestido, las flores, la comida y cuando nos disponemos a elegir la música, la canción que me unía a Diego sonó en todo el salón. Fue en ese instante en que me di cuenta de que no lo tenía. De que me iba a casar y él no lo sabía. De que mi vida, por más lejos que esté de la suya, ya no le pertenecía. Rompí en llantos al comprender que ya no sería la misma, que si lo encontraba nuevamente en la calle, ni él ni yo nos reconoceríamos como protagonistas de la mejor historia. Caí en la cuenta de que hacía varios años que no sabía que era de él. Y me dio bronca que no me haya tratado de contactar. Odié nuestra separación. Odié que no estuvo cuando me dieron el título, odié hasta su último beso y arranqué de mi cuerpo su última caricia. Diego había pasado a ser en ese momento el ser más despreciable, porque me había olvidado y yo no.

Mi futuro esposo desconocía tanto la historia como mi angustia. Creyó en mis nervios pre-nupciales y confió en que todo se solucionaría, mientras yo buscaba de manera alocada a Diego para gritarle que me casaba con otro, que me había cansado de esperarlo, que lo odiaba por haberme puesto en sus recuerdos lejanos y más detestaba que no hubiese sido capaz de rescatarme de tantos años de sufrimiento. Mi memoria conservaba de manera intacta su domicilio. Y por una milésima de segundos, sentada en el auto, pensé en la locura que estaba cometiendo. Pero mi alma, mis sueños de adolescente abandonada y mi corazón pudo más.

Diego abrió la puerta, su rostro estaba igual al de mis pensamientos. Me sonrió, creo que en el fondo sabía, sabía de mi estado, de mi dolor. Me eché en su pecho y humedecí su remera con mis lágrimas. Me abrazó como lo hizo tantas veces, sus brazos tenían una capacidad enorme de hacerme sentir protegida. Su perfume de piel era el mismo, maravilloso. Tomé su cuello, para sentir nuevamente su olor, porque creía estar soñando. Estar colgada nuevamente de su cuerpo era una fantasía, algo que tanto había anhelado. Mi llanto sólo se detuvo cuando mi cabeza apoyada a su pecho sintió su corazón latiendo, como tantas veces lo sentimos los dos.

Con sus manos secó mis lágrimas. Me calmó su manera de tocarme, era la misma de hace años, pero necesitaba sentirlo.

Nos sentamos, le fui completamente honesta. Le conté todo lo que lo que lo lloré, lo que lo extrañé y cuanto lo odiaba por haberme borrado de sus recuerdos. Le confesé de mi amor intacto, de la locura que estaba por cometer, que tenía el salón, la luna de miel pagada y que verdaderamente sentía que no era correcto lo que estaba haciendo, pues aún después de tantos años no lograba arrancarlo de mi ser. Le rogué que nos fugáramos, como lo habíamos soñado de chicos, que sacáramos pasajes al fin del mundo y nos fuéramos a morir juntos. Le pedí que dejáramos todo atrás, que empecemos de vuelta, para mí los años no habían pasado y me sentía parada en el mismo momento de aquella vez que el destino nos separó.

Del fondo de su casa, una voz de niña llamó diciendo “papá” y fue ahí cuando me sentí completamente abatida. Esa nena corrió a sus brazos de la misma manera en la que hacía una hora lo había hecho yo. También secó sus lágrimas en su ropa y él la consoló igual que a mí. Diego era ya era padre, su hija era hermosa, quizás como la que hubiésemos tenido si él y yo hubiésemos tomado la decisión de continuar con nuestra relación. Le sonreí, me embargó la emoción y mi alma se tornó nuevamente oscura, pero de una manera más madura. Comprendí que había una realidad que era imposible de modificar. Me despedí con un beso en su bello rostro, subí a mi auto y andando por la ruta, respiré profundo y le dije “adiós”, desde lo profundo, para olvidarlo. Ya no lo odiaba como recién, sólo dejé que se fuera.

La noche de mi casamiento, levanté la copa ante mis invitados, le dedique una cálida sonrisa a mi esposo, brindamos y bailé el vals. Tiré el ramo de novias, partí la torta y me fui de luna de miel. Esa noche, por un momento fui feliz. Sonó nuestra canción y tuve la desfachatez de bailarla con Diego aferrado a mi mente, a mi corazón.

Comprendo que el tiempo sana las heridas y que los días pueden pasar desapercibidos. Que mi vida sea otra y que por instantes todo parezca normal. Cierro los ojos e imagino ser aquella que nunca seré. Desde que despedí a Diego para siempre de mi vida y desde que tuve la valentía de afrontar el adiós, sólo me queda el consuelo de haber al menos intentado comenzar otra vez, aunque la vida nos haya separado, eternamente él vivirá en mí.

Retorné de manera abrupta a la fiesta en el bar. Escuché risas, alguien me llenó mi vaso con gaseosa, me hicieron un comentario que no entendí, pero afirmé con la cabeza y pude disimular que todo estaba tan bien como antes de ir ahí. Levanté la mirada, y en la otra punta de la mesa larga, Diego hizo un gesto de “salud” esbozó una sonrisa plena, yo con mis ojos le respondí “aún estás en mí”. Sé que él lo entendió, teníamos un lenguaje íntimo. Esa fue la última noche que lo vi. Nunca imaginé que la vida puede pasarte como un rayo, que muestre lo bueno y lo malo y que los sentimientos, más allá de todo puedan seguir intactos.

Escrito por “Triste Corazón” para la sección:

ETIQUETAS: