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El horroroso caso del necrofílico de Godoy Cruz

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El mito urbano había llegado hace tiempo a mis oídos. Era un relato escalofriante, asqueroso y sádico. Al escucharlo de distintas fuentes y no encontrar nada en los diarios de la provincia, lo minimicé y decidí olvidarlo, como tantos otros. Hasta que un día el destino transformó este mito en realidad.

Hace un par de meses tuve que buscar un nuevo alquiler porque se me vencía el contrato del departamento donde estaba y no iban a renovarlo. Me puse a buscar cerca de mi laburo, para luego pasar a buscar por cualquier lugar del Gran Mendoza. Una tarde encuentro un tentador precio de un departamento en Godoy Cruz, horas más tarde estaba concretando una reunión con los dueños para el día siguiente.

Me citaron a la tarde. Al llegar al edificio los ánimos se me bajaron. Si bien no iba pensando en encontrar algo lujoso y moderno, lo que vi no era de mi agrado. Las paredes estaban grises, decrépitas, había ventanas oxidadas, cerradas hacía años, la humedad había carcomido los cimientos y en todos los rincones veía mugre y trastos antiguos.

Al entrar, el ambiente pesado y el hedor a años de poca limpieza se me impregnó en las fosas nasales. El lugar era lúgubre y deprimente, pero necesitaba alquilar con urgencia, y ya había hecho venir al tipo de la inmobiliaria a mostrarme el departamento.

Cuando llegó, el hombre se mostraba algo nervioso y apresurado por salir de los pasillos, pensé que quizás quería llegar rápido dentro para tratar de convencerme con el interior.

Una vez que llegamos al departamento, la apariencia mejoró un poco. Estaba recién pintado y sin cortinas, por lo que tenía olor fresco y mucha iluminación. Esto me cambió un poco la percepción. Realmente el precio era muy bueno y, una vez adentro, la decadencia del edificio pasaba a segundo plano. Tenía living, cocina comedor, dos habitaciones y un baño. Por el módico precio de dos mil pesos no se podía pedir más. Ahí mismo decidí cerrar trato con el tipo de la inmobiliaria.

A la noche la llevé a mi esposa, para que conociera el lugar que íbamos a alquilar los próximos seis meses. El edificio le produjo el mismo impacto negativo, pero al ver el departamento sus ánimos crecieron. Todo iba sobre ruedas.

Justo antes de irnos, en el pasillo hacia la salida, se abrió la puerta de uno de los primeros departamentos. Una señora mayor se asomó sin sacar la cadena de seguridad a modo de cerrojo.

– Pssssst… ¡hey! – nos llamó.

– ¿Qué pasa señora? – le pregunté.

– ¿Ustedes quieren alquilar el departamento del cuarto? – me dijo sin titubeos.

– Si, ya lo alquilamos – le respondí.

La señora se quedó mirándome fijo, luego miró a mi esposa de arriba hacia abajo. Se produjo un silencio sepulcral, entonces cerró la puerta. Dimos media vuelta y, entre risas, nos estábamos yendo, cuando de repente sonaron los cerrojos y salió la señora, invitándonos a entrar.

– Miren… ustedes se ven chicos buenos. Hace años que quieren alquilar ese departamento, por eso está barato. Yo les recomiendo que sigan buscando – afirmó la señora.

– ¿Pero cuál es el problema? – dije al tiempo que mi señora ponía cara de susto.

– En ese departamento pasó algo muy desagradable…

La señora volvió a contar el mito que tantas veces había escuchado, solo que esta vez estaba en el lugar de los supuestos hechos. Podía no ser un simple mito, así que recabe información durante cuatro días sin descanso, anduve por comisarías, fiscalías y entre los vecinos. Interrogué a varias personas, me junté con un testigo crucial, visité el cementerio y llamé al tipo de la inmobiliaria para deshacer la operación. El mito del necrofílico de Godoy Cruz ya no era una leyenda, sino era verdad. Y desde El Mendolotudo les contamos todo.

Todo comenzó hace unos cinco años. Manuel Díaz trabajaba de maestranza en la galería Tonsa. Era un hijo extramatrimonial de un reconocido empresario mendocino. Extraño e introvertido se pasaba los días solo, yendo de la galería a su casa y de su casa a la galería. Su cabeza calva y su extrema delgadez le daban un halo de enfermedad, de fragilidad y ruina. Pero su mirada esquiva y penetrante bastaba para tenerlo alejado. Había algo en él que cerraba, que no inspiraba confianza, que no era normal. Quizás la desidia de su familia o el abandono era lo que lo tenía así.

Quienes en la galería cruzaron algunas palabras con él, lo definieron como un tipo oscuro, raro y tímido. A la gente le daba miedo y desconfianza establecer algún vínculo, y tampoco se dejaba tratar. Tenía las llaves de los subsuelos y pasaba mucho tiempo ahí abajo.

El subsuelo de la Tonsa es un enorme local abandonado, plagado de pasillos como laberintos que dan a los sótanos de varios edificios. Hay puertas de rejas que impiden que se interconecten, pero cada puerta tiene una llave y esas llaves las tenía Manuel. Hace años que todo el subsuelo está clausurado y cerrado, antes era un supermercado, ahora es una cueva oscura y miserable, donde los ecos de un pasado glorioso aún suenan y van sumiendo en la inmunda miseria aquel sitio. Manuel pasaba las horas bajo estas paredes, limpiando, trabajando, en soledad, sin amigos, sin familia, sin nadie.

Una mañana Manuel estaba con su rostro descolocado de dolor. Había llegado puntual como siempre, pero su cara de sufrimiento era evidente. Varios le preguntaron si le pasaba algo, a lo que él respondía que era malestar estomacal. Los días pasaron y el dolor en las facciones de Manuel se agudizaba. Sudaba frío, se tenía que acuclillar del dolor, se sostenía contra los muros y se quejaba al caminar.

Roberto Funes, un compañero de trabajo, escuchó una tarde quejidos provenientes del baño y cuando entró lo vio apoyado contra un mingitorio sollozando de dolor. Se acercó a preguntarle qué le pasaba y Manuel le dijo que nada, que estaba descompuesto. Un olor nauseabundo cubría el lugar. Esquivo, Manuel huyó del baño. Roberto se acercó hacia el mingitorio y vio como un líquido negruzco, como sangre coagulada y podrida manchaba todo el cerámico. Desde ese día Manuel no volvió a presentarse a su puesto de trabajo.

El dolor lo superó y fue a la guardia del Hospital Central, lo internaron y llamaron inmediatamente al urólogo, quién lo derivó al doctor Salvia, especialista en el tema. Algo raro estaba pasando. Al llegar el doctor, los gritos de Manuel se escuchaban desde los pasillos del hospital. Un color morado sanguinolento y putrefacto lo cubría desde las rodillas hasta el ombligo. Lo sedaron y procedieron a hacer los análisis correspondientes. Al cabo de un par de horas estaban los resultados. El doctor no dudó el llamar a la policía, había algo que Manuel no contó…

Llegaron dos oficiales y, una vez que se les comentó en los pasillos sobre lo que estaba sucediendo, ingresaron en la habitación de Manuel, armados y con cautela. Nadie… no había nadie. Una ventana abierta denunciaba que había escapado.

Sin perder un instante comenzaron a buscarlo. Cercaron el Hospital Central y parte del Acceso Norte, con la total prohibición de comunicarse con los medios u otro organismo, el apellido de Manuel era influyente y ya corría guita para ocultar hechos. Varios móviles se dispersaron por el centro y uno se dirigió a toda velocidad a su departamento en Godoy Cruz. Las certezas del doctor Salvia no dejaban lugar a dudas.

Llegaron al edificio, le preguntaron a Elvira, una vecina del lugar, por Manuel. Nadie lo había visto entrar ni salir hacía varios días. Otra temerosa vecina le comentó a uno de los oficiales que había observado algo extraño hacía más de un mes, cuando Manuel ingresó con una enorme bolsa de consorcio a cuestas a su casa a altísimas horas de la madrugada, todo sucio y transpirado.

Los oficiales arribaron hasta la puerta de su departamento y luego de varios llamados, con una orden de allanamiento en su poder, la derribaron con un ariete. Un olor a descomposición inundó todo el pasillo. Uno de los oficiales no aguantó el hedor y comenzó a vomitar. El otro se tapó con la manga de la camisa la nariz e ingresó. No había luz, unas gruesas cortinas oscuras tapaban la incipiente luz de la luna. En la mesa habían restos de comida servido en platos inmundos, vasos sucios y cubiertos grasientos. El olor era insoportable. Utilizaron sus linternas y fueron inspeccionado todas las habitaciones, entre arcadas y tos. Las sábanas de la cama de Manuel estaban manchadas de un líquido negruzco, espeso y hediondo, pero no había más, hasta que llegaron al baño…

Detrás de la cortina, sumido en líquido amarillo y viscoso, yacía un cadáver, por su aspecto era una mujer. Estaba podrido y maltrecho. Había signos de estrangulación visibles y golpes por doquier. Todo el rostro de la mujer estaba maquillado rústicamente, como un grotesco payaso diabólico.

Días después, luego de la autopsia, definieron que se trataba de Florencia Bermúdez, una mujer de veintiocho años, desaparecida hacía varios meses de su departamento en ciudad… cerca de la galería Tonsa. Había sido ultrajada, golpeada amordazada y ultimada por asfixia. Post morten había seguido siendo violada con una frecuencia obsesiva.

Lo que el doctor Salvia había encontrado en los análisis de Manuel es una extraña bacteria que aflora en los órganos sexuales de los muertos, que al tener contacto con organismos vivos pudre y descompone todo el aparato reproductor y el área abdominal de una manera inusual y única. Hacía meses que Manuel mantenía relaciones con el cadáver en descomposición de Florencia.

Todo esto se ocultó por la vergüenza de la familia Díaz y su influencia en los medios y organismos de la provincia. Jamás encontraron a Manuel, pero ahora Florencia descansa en paz.

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NDA: los nombres de los personajes están modificados para no padecer problemas de ningún tipo, no así los lugares, el desarrollo de los hechos ni las consecuencias.

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