/Huyendo del amor… el final

Huyendo del amor… el final

Este es el final de esta apasionante historia. Acá están los capítulos previos ordenados cronológicamente:

Capítulo 1 – La sucursal mendocina de los Hombres Sensibles de Flores
Anexo 1 – La secta de los Seductores Implacables
Anexo 2 – Consejos trasnochados para un abandonado
Capítulo 2 – Hasta que choque China con África
Capítulo 3 – El hilo rojo
Anexo 3 – Los onanistas impúdicos
Capítulo 4 – Limerencia
Capítulo 5 – Inefable
Capítulo 6 – Desencuentros
Capítulo 7 – Espejos
Capítulo 8 – La encrucijada
Capítulo 9 – Unos días en el paraíso

Capítulo 10 – Huyendo del amor… el final.

Recomiendo que le den play mientras leen (a los que les guste leer con música de fondo, los que no, como a mí, se las recomiendo escuchar al final, leyendo la letra para disfrutar algunos detalles)…

Where were you when i was burned and broken?
While the days slipped by from my window watching?
And where were you when i was hurt and i was helpless?
Because the things you say and the things you do surround me
While you were hanging yourself on someone else’s words
Dying to believe in what you heard
I was staring straight into the shining sun…

Coming back to life” | Pink Floyd

Se había escapado de madrugada… huyendo del amor. Jamás podría despedirse de Eva. El viaje de regreso fue una tortura. Anticipando como el otoño de un invierno devastador. Entendía tan cabalmente a Eva que no pudo argumentar nada para torcer su decisión. Era lógica su postura, tan obvia, evidente… y sin embargo, en el fondo ardía la ilusión de cósmicos encuentros, porque aquella semana en París no podía quedar solamente en unos días de la vida. No había sido un cuento mágico, ni una novela, ni una luna de miel, ni unos días en el paraíso, no había hechizos no… había sido amor, amor puro y real, amor duro como los ladrillos de la muralla China, fuerte, despiadado, vivo, feroz y salvaje. Amor crudo, en estado natural. Amor terrible.

Horacio había decidido sufrir de la forma que los hombres sensibles de Mendoza sabían hacerlo. Sin cursilerías ni lágrimas de cotillón, sino explotando en cada esquina y rompiendo en llanto en la soledad de las mesas del Isaac Estrella, sin que nadie tuviese que padecer los lamentos de un muchacho enamorado. Se tragaba la bronca como un torrente de lava ardiendo, sentía brasas en la garganta y un puñal de vidrio permanente en el pecho. Cuando el recuerdo se hacía palpable, un calor terrible lo acosaba y debía encausar tanta energía rompiendo algo, rompiéndose. Las primeras semanas estuvo virulento y huraño. Luego entendió que el mundo no tenía porqué soportar su padecer, simplemente aprendió a controlar la desidia. Y se fue apagando.

Volvió al trabajo, a los amigos, a la oxidante rutina de una vida ordinaria. A intentar buscar la felicidad en las cosas simples, convenciéndose que ahí estaba el secreto, tal vez la solución. Intentaba olvidarla con ginebras nocturnas, cafés cargados y cigarros armados que arrasaban la garganta, haciendo palpable el sabor amargo de sus días. Todo le hacía acordar a Eva. Ella había estado físicamente en los lugares que más frecuentaba, su local de sellos de la galería Ruffo y el café del Tulio, pero lo preocupante era que la imaginaba en todos lados. No había momento que no pensase en ella, que no la trajese a su mente, que el recuerdo de aquellos días en Francia no oprimiese su cuello y una prensa le comprimiese el pecho, dificultándole la respiración.

Amanecer y Eva. Levantarse… Eva. Noches solitarias… Eva. Pensamientos urdían lacerantes, violentos… Eva de atardecer.

¿Donde estaba ella, ahora que estaba quemado y destruido? Los recuerdos comenzaron a hacerse palpables, una sensación de asfixia lo acosaba, proyectando imágenes de Eva a cada instante. Los días pasaban y el tiempo se le desgastaba en aquella maldita ventana. ¿Dónde estaba Eva, ahora que estaba herido e indefenso? Todas las palabras de ella en su memoria, todas las caricias en su piel, cada gesto, cada beso, cada abrazo, cada mirada… todo era inolvidable, todo era ella, todo Eva. Todo lo rodeaba implacable. Golpes de calor intenso arremetían contra su semblante, se dio cuenta que poco a poco se iba sumiendo en un estado incipiente de locura. Estos ataques ardientes se fueron haciendo más repetitivos, sintió que se acercaba a un sol de locura y soledad.

Intentó desatormentarse buscando distracciones banales en la cotidianidad, en sus costumbres. Llenó sus sábanas de fantasmas, su piel de huellas, se llenó la boca de besos vacíos, de labios ajenos. Nada saciaba el recuerdo, nada calmaba el dolor, nada. A cada segundo, Eva estaba más cerca… más.

Entendió que si seguía así se iba a lastimar, Mendoza era un erial. Se sentía ajeno, atado en una ciudad que solo le hacía recordar a ella. Esta ciudad era tan suya y Eva estaba tan dentro de él, que cada sitio era una nebulosa de postales confusas de un futuro juntos, pero se observaba en soledad, fuera de todo ese cuadro feliz, forastero. Entonces decidió partir, dejar todo y escapar para siempre. Viajaría con rumbo incierto hacia algún lugar donde empezar de nuevo, estaba encallado a su ciudad y necesitaba soltar los recuerdos. México tal vez… lo decidiría a último momento.

Entregó el local de la galería Ruffo para saldar las deudas de su viaje a Europa, vendió la moto para hacerse de efectivo y se despidió de sus amigos en el café, no tenía mucho más en la vida. En cualquier lugar del mundo se las iba a arreglar, siempre se manejó solo. Era el momento de retirarse de esta mano fallida…

***

Acosada por las dudas volvió a su hogar. Los recuerdos eran palpables, a flor de piel, pero las siembras de la incertidumbre eran las que no la dejaban dormir. Sentía el olor de Horacio en su piel, en sus manos, en sus brazos. Lo leía en cada párrafo, en cada libro, lo escuchaba en cada canción. ¿Qué andará haciendo ahora, que ella estaba abatida? Había vuelto sin mirar atrás desde París… huyendo del amor.

Esteban no hacía más que preguntar, él no tenía la culpa de nada, ni siquiera merecía el lugar que le había tocado, pero Eva no podía contra sus sentimientos, no había formas de adoctrinar el corazón con los preceptos morales de la cabeza. Estaba sumida en una desconexión sideral, atormentada de Horacio. Infierno Horacio.

Intentó volver a su rutina diaria, la soledad de su departamento no hacía más que exacerbar los recuerdos, de llenar de Horacios cada vacío, cada espacio, cada café. Trató de aferrarse a sus conceptos psicológicos de las reacciones humanas ante el desamor, muriendo por creer todo aquello que había aprendido… pero las definiciones teóricas se escapaban de los sentimientos prácticos. La vida no estaba en ningún manual, no había etiquetas, ni catálogos, ni cajones donde almacenar lo que le pasaba por la cabeza. No había jurisprudencia válida en este caso. Solo ella sabía lo que sentía, pero no entendía como manejar esta situación.

Horacio la acompañaba todo el tiempo, como una locura incesante. Un estado febril cubrió sus días, y ya no supo si era el ardor de los recuerdos o de la propia dolencia, el motivo de los repetitivos ataques de calor. Las angustias siempre se habían traducido en decaimiento y enfermedad en su cuerpo, y esta vez no estaba exenta. Se dio cuenta de que esta situación había llegado a un límite, no podía tolerarlo más, esta vida no era su vida… ahora era el momento.

***

Se había tomado unos días en Buenos Aires para despedirse de sus amigos en Flores. Mandeb lo había terminado de convencer de que el destino era México, donde sin dudas también habría una parva de hombres sensibles, castigados por la tristeza de la historia, con hambre de tango. Castagnino apoyó la moción, haciendo alusión a la cultura musical impresionante de los mexicanos, regalándole un libro con partituras de bandoneón. El único que negaba rotundamente aquel lugar era Jorge Allen. El poeta aseguraba que México estaba plagado de mujeres feas y que jamás se olvidaría a Eva en un sitio así. La decisión estaba tomada… México.

***

– ¿Está el dueño? – preguntó Julieta.

– Yo soy el dueño – respondió un joven de camisa azul y pantalones negros. Julieta lo miró extrañada.

– Dale… vos no sos el dueño. Quiero hablar con Horacio. Horacio Roldán.

– Aaaaa… Horacio. Ese era el dueño anterior, me vendió el local a mí – dijo el muchacho.

– ¿Cómo que te vendió el local?… ¿me podes decir dónde ubicarlo? Le llamo a la casa y no atiende nadie.

– No tengo ni idea… se que suele estar en un café de acá cerca. Isaac no se cuanto.

– ¿Estrella? ¿Isaac Estrella?

– Si, ese…

Julieta caminó apresurada las cuadras que separaban el café de la galería Ruffo, tenía una sensación extraña, algo andaba mal. Entró al café impetuosa, recorrió rápidamente con la mirada a los habitué del lugar y se dirigió directo a la barra, donde el Tulio repasaba unos pocillos.

– Buen día… – dijo nerviosa.

– Buen día, señorita – saludó el Tulio.

– Ando buscando a Horacio Roldán – preguntó sin vueltas, al tiempo que al Tulio le cambiaba el rostro y le clavaba la mirada intentando descifrar quién era.

Los camareros saben guardar secretos y ante la duda siempre optan por callar, más si se trata de un amigo. La huida de Horacio había sido repentina y confusa. Tulio mantuvo la mirada un tiempo que se tornó incómodo al punto de enrojecer la cara de Julieta.

– ¿Y se puede saber el motivo? – preguntó desde atrás, poniéndose de pie con los dientes afilados, Fernando Duncan.

– Tengo que encargarle un trabajo grande… todos los sellos para el hospital Italiano – mintió Julieta.

– Es imposible…

– ¿Por?

– Porque mañana mismo parte de Buenos Aires con destino incierto…

***

El aeropuerto internacional de Ezeiza reunía todas las características espantosas para fomentar la pena de un hombre nostálgico, sobre todo en el estado de Horacio. Era un lugar enorme, gris, frío, de colores tristes, poblado por un mar de desconocidos yendo y viniendo sin chistar. Faltaban tres horas para su partida. Voces, pasos, ruidos, anuncios, pantallas, aviones aterrizando y despegando, gente de todos los colores. Todo metido dentro de una licuadora, generando un trago amargo que se tomaba de a poco, desgarrador como un domingo nublado.

Caminó lentamente con su bolso de mano, donde llevaba solo lo necesario para volver a empezar en otro país. Le había alcanzado únicamente para el pasaje de ida, para nunca más regresar. Enfermedades drásticas había que curarlas con remedios contundentes, y él ya no estaba para espejismos. Se vería obligado a olvidarse de todo, a olvidarse de él, a reconstituir su psiquis, su vida, a empezar de nuevo, quizás cambiase su nombre, se dejaría barba tal vez. La construcción de una nueva persona le iba a llevar el tiempo necesario para poner su cabeza en otro lado que no sea la boca de ella.

Horacio se iba… se iba de todo, se iba de Eva, se iba de él, se iba de los recuerdos, se iba del amor, se iba de su pasado, se iba de los problemas, se iba de la certeza de una vida de amarguras en la ausencia de aquella mujer implacable. Se iba del dolor, se iba para siempre…

– ¿A donde te vas vos? – dijo una voz a sus espaldas, entre el murmullo de cientos de ruidos.

Otra vez su voz… respiró profundo, cerró los ojos y se apretó el entrecejo, “basta”, pensó. Creía escucharla en todos lados.

– ¿A donde te vas sin mí? – y esta vez la voz se izo carne y le zamarreó violentamente el brazo. Entonces se dio vuelta.

Cada pared vidriosa y gris de aquella nave fue cubriéndose por enredaderas verdes, que iban explotando en madreselvas amarillas, fucsias, rosadas y azules. Una bandada de colibríes apareció por los ductos de aire, sobrevolando todo y llenando de colores el techo, desde donde también llovían diamantes errantes. Un aguacero sobre un bosque de verano se volvió el sonido que manaba de los parlantes. La gente se convirtió en sauces a la rivera de un lago de verano, o simplemente desaparecieron. El piso cerámico se volvió arena de playa, hundiendo los zapatos de Horacio. Barro tal vez. El perfume de la tempestad inundó sus fosas nasales, la euforia y la furia, lluvia de letras negras, cursivas, esponjosas, amontonándose en los huequitos del piso. Era Eva… su Eva. Infinita. Eva radiante… Eva.

La abrazó tan fuerte… con tanto miedo a estar loco, suplicando perder para siempre el conocimiento y morir ahí mismo si esto era parte de su locura, pero no… era Eva. La miró, ella le tocó la mejilla…

– Tranquilo… soy yo mi amor… – dijo ahogada en lágrimas, con el corazón a punto de explotar – Celle-ci est la fuite qu’on se devait, tu as le choix de descendre de l’avion et de rester pour toujours ou de m’accompagner en cette folie.

– Me voy con vos al fin del mundo – contestó Horacio explotándola contra su pecho y rompiendo en lágrimas, solo como los hombres saben hacer.

Y un huracán suave arrasó con todo el paisaje en torno a ellos y lo fue concentrando en el centro de los dos, al tiempo que se fundían en un abrazo, se besaban como los amantes eternos, pretendiendo hacerse uno, encontrándose para siempre… El aeropuerto volvió a su estado natural, dejando dentro de ellos toda la magia salvaje, los colores, el perfume y los sonidos.

– ¿Cómo me encontraste? – preguntó Horacio aún desconcertado.

– Julieta…

– Ahora volví a la vida…

Tres horas después partía para siempre un vuelo hacia México, con dos locos de amor a bordo, que celebraban entre risas y llantos la maravilla de un amor tan extraño.

***

– Y… ¿qué te pareció mi amor? – dijo Horacio con esa mueca graciosa de costado, que los años no habían sabido borrar.

– Hace treinta años que pasó y aún te acordas de todo – respondió Eva, con esa risa mágica y sus cejas infinitas, que el tiempo tampoco pudo apagar.

– ¿Y cómo olvidarla si vos sos mi historia de amor?

– Horacio infierno… mi dulce condena – brindó Eva contra el marco de los lentes de Horacio para luego darle un beso tierno…

FIN