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La paz de Joaquin

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Llevaba dos meses viéndolo pasar por la plaza Independencia. Era alto, con pelo castaño claro, ojos color miel, fornido. Ya sabía que se llamaba Agustín, tenía 34 años, dos hijos y Leticia era el nombre de su esposa. Le gustaba el café negro y sólo pasaba por la plaza los viernes porque iba al analista a las 9. Era muy puntual, nos cruzamos un par de veces en el consultorio porque yo iba tarde.

Tres veces logré entablar conversación con él, unas palabritas pero se me escapaba. Hoy lo crucé por última vez y no se me escapó.

Sabía que cuando yo entrara, él saldría. Fingí una descompostura por mi supuesto embarazo. Le pedí que me acercara a casa, vivo a unas cuadras del consultorio. Le hice saber que no tenía a nadie, vivo sola y mi supuesto embarazo era producto de una relación pasajera. Todavía me acuerdo de sus palabras cuando hablaba de mí con la otra secretaria:

-Pobre Dani. Debe ser difícil estar sola y ahora con hijo. – Pura ternura mi Agustín.

Accedió a llevarme porque le quedaba de pasada a una reunión y antes de salir, el licenciado me pidió que le avisara cuando estuviera en casa. Le dije que si y salimos.

Subimos a su auto, negro impecable, pulcro y perfumado, igual a él. Le di la dirección de casa y nos fuimos. A unas cuadras de llegar me dice:

-¿Te sentís mejor, Dani? Tenés los cachetes colorados.

No podía disimular, estaba encantada de ir a su lado, sentir su perfume invadiendo el interior del auto, y además, se preocupaba por mí. ¿Qué más podía pedir?

-Sí, un poco mejor.

Él me sonrió con ternura, dejando ver esos dientes hermosamente blancos. Se preocupaba por mí, por mí y nada más.

Llegamos a casa, le pedí que me ayudara a entrar porque había escaleras y no me quería caer. Entramos al hall y cuando se dio media vuelta para salir, le di un golpe firme en la nuca con un caballo de bronce de mi abuela. Cayó al piso gimiendo de dolor. Le pedí que se callara.

-Shhh mi amor, ahora te pongo hielo y pasa.

Lo arrastré hasta el sillón. Después de haber movido el cuerpo amorfo de mi abuela en sus años de parálisis, él no era pesado. Además dicen que el amor le da fuerzas a una.

Le puse hielo en la nuca y llamé al licenciado:

-Hola Jorge, estoy bien. Agustín me trajo un vaso con agua y ahora llamo al servicio de emergencia. Todo bien. Nos vemos la semana que viene.

Corté y Agustín empezó a moverse de nuevo. Me había olvidado el hielo y le estaba quemando la piel. También estaba mareado, miraba para todos lados, tan bello mi vida.

Empecé a desvestirlo, suave, mirando y acariciando cada parte de su piel. Era un hombre verdaderamente hermoso. Y ahora podía decirlo con toda certeza: hermoso por donde se lo mire. Leticia era una mujer muy afortunada, hasta hoy.

Agustín quiso sacar mis manos de encima de él, me empujó como pudo, me quería alejar, pero no lo dejé.

-¿Qué estás haciendo? Tengo una familia, estás embarazada, loca. ¿Qué me hiciste? Todo me da vueltas.

-Tu familia no me importa. El embarazo es una mentira. Tan lindo y crédulo. – Acaricié su mejilla – Tus hijos son tontos y tu mujer es una boluda que no sabe apreciarte. Yo te voy a dar todo lo que necesitas realmente.

Y le hubiera dado todo, pero estaba terco, nervioso y muy inquieto. Tuve que sedarlo un poco. Todavía me quedaba algo de la morfina de mi abuela. Lo lastime mientras intentaba inyectarlo, así que cuando la droga le hizo efecto lo curé.

-Sos muy bruto, te estás haciendo daño. Yo solo quiero darte mi amor, déjame darte lo que mereces.

Comencé a besarlo, a acariciarlo. Él me escupió la cara, me empujó con las últimas fuerzas que le quedaban y ahí me enojé.

Busqué las pastillas de viagra que compré y le di varias pastillas, creo que eran cuatro o cinco. En media hora lo tenía exacto como lo quería: un hombre hermoso, rendido a mis pies y a mis deseos, con un sexo más que delicioso. Era un momento perfecto, con el hombre perfecto, con sus…

-Leticia… Leticia… Yo te amo… Mi amor….

-¡Soy Daniela, hijo de puta! ¡Tenés que decir mi nombre, no el de ella! Estás conmigo, no con ella, ¡olvidate!

Empecé a golpearlo, seguía diciendo su nombre. Quería que se callara. Ella no estaba, estaba yo, yo que lo amaba, desde esa mañana que lo vi en la plaza. Hice todo lo posible para que me cambiaran de consultorio. Tenía que decir mi nombre, preocuparse por mí.

-Leticia yo te amo. Vos no sé quién sos, loca. ¡Dejame en paz!

-¿Querés paz? ¡Acá está tu paz! – Y enterré la jeringa llena de morfina en su brazo.

Escuché su último suspiro, su última palabra y me dormí.

Me desperté con las sirenas de la policía y los gritos de ella. Lo vi por última vez. Ahí estaba, en mi sillón, tan pálido y gélido, pero a la vez tan bello, como la primera vez. Ahora tenía su añorada paz, la paz que sólo la jeringa de morfina podía darle. Y en sus labios su última palabra, el nombre de ella, Leticia…

Escrito por Dramamina

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