He mal invertido mi valioso tiempo leyendo algunas columnas de cierto periodistrucho (cuyo nombre creo innecesario aclarar) con aspiraciones a escritor e intelectual crítico de la sociedad mendocina. Pero no es a él a quién deseo denostar en esta oportunidad, sino a su tropilla de aduladores incondicionales con idénticas aspiraciones, pero reducidos al papel de chupamedias virtuales. A estos últimos, dadas sus innegables condiciones pavlovianas, los he denominado Ladillolotudos y, producto de la inmensa capacidad de amar al prójimo que me caracteriza, les he escrito este pequeño opúsculo.
Los intelectuales progre-ladillolotudos me recuerdan a ese animal mitológico que Borges describe es su manual de zoología fantástica (y que en realidad le pertenece a Flaubert), llamado Catoblepas y cuya característica mas repulsiva consiste en comerse a si mismo empezando por los pies. Pues bien, nuestros personajes de marras se parecen mucho a ese animal, sólo que en una de sus tantas aventuras involucionarias, caracterizadas por llevarle la contra a todo porque sí, invirtieron el orden la cena mitológica y comenzaron a comerse por la cabeza, quedando convertidos en balbuceantes y babeantes momias de ojos desorbitados. Un ejército perfecto, reproductores mecánicos de todo discurso de aspavientos anti-hegemónicos (en realidad igual de hegemónico y corrupto solo que de izquierda) que salivan como orangutanes ante una banana.
Estos muchachines tan simpáticos se caracterizan por ser estudiantes o egresados de alguna carrera de Ciencias Políticas, y consecuentemente, abrevan exclusiva y excluyentemente en el ideario Marxista, aunque por su comicidad se parecen más a Groucho que a Karl. Resultan tan ancilares respecto del discurso prefabricado con el que le lobotomizan el cerebro desde el primer año sociología que nadie, ni siquiera el mas llano de los mendocinos les de bola enserio. Se les cagan de risa, los putean y ¡lo bien que hacen! Porque este es el único valor –si es que les hacemos esa generosa concesión- que tienen sus intervenciones, el de dibujar en los lectores esa sonrisa inexpresiva e involuntaria que sólo el mal gusto es capaz de producir.
El principio de su invertebrada jerigonza intelectualoide es todo un clásico de la obviedad: denostar toda acción, opinión y existencia de un grupo religioso –con preferencia, claro esta, de los católicos- y con una dialéctica de alto vuelo (vale a esta altura aclarar, para despabilar a los despistados de siempre, que todos mis elogios son sarcásticos) convertirlos en fundamentalistas sin remedio. Las insoportables afrentas de esta masa informe y piojosa de chupacirios debe ser extirpada por todos los medios posibles y para ello disponen de un sistema bien aceitado violencia simbólica y verbal arropada bajo la interpretación ideológica de la libertad de expresión, un derecho absoluto y sin límites cuando sirve para amparar su agresividad, pero pasible de limitaciones políticas sin fundamento si se trata de opiniones vertidas por sus opositores.
Sus contribuciones opinológicas son la secuela tercermundista del regreso de los muertos vivos, pero mal guionada, peor actuada y de bajo presupuesto. Son como las ametralladoras de las películas yanquis de clase B donde las municiones nunca se agotan, pero en lugar de balas estos todoterreno del pensamiento nacional y popular provincial disparan anatemas y diatribas pertrechados de ropajes ideológicos destinados a banalizar el mal (parafraseando a Hannah Arendt), a convertir sus crímenes en una trivial rutina de oficinista. En estas condiciones abortar es tan emocionante como ponerse tetas o, balear a un sindicalista derechoso un juego de vaqueros del medio oeste.
Todo esto bien justificado por coartadas ideológicas variopintas que, como las víboras, van mudando de piel periódicamente, para llamarse según las circunstancias: patria socialista, política de género, derechos homosexuales, lucha antimonopólica y demás, todas ellas puras abstracciones cargadas fundamentalmente de intereses políticos y económicos propios, pero presentadas como luchas sociales para captar al populacho siempre receptivo de estas reivindicaciones.
Los objetivos subsiguientes de su revolución siempre en ciernes son de la creatividad propia de una marmota: El capitalismo, el ejército, los colegios privados confesionales y los que no lo son también, los barrios privados, los cerrados, los abiertos pero de clase alta y bla, bla, bla… Cuando se los lee acude espontáneamente a nosotros la conclusión de que esa capacidad llamada imaginación les fue extirpada de nacimiento, condenándolos de por vida a chapotear en el barro politiquero del sociata medio pelo.
Otro elemento que permite identificarlos fácilmente es su autoproclamado derecho de propiedad sobre la libertad; son los garantes últimos e infalibles de la ética. Pero su libertad es omnímoda y omnívora, todo problema se corrige convirtiéndolo en un derecho, o sea, removiendo el último eslabón que puede interpelar la moralidad de su comportamiento. Los juicios morales son descartables, y una vez eliminada la norma penal ya nada queda que pueda cuestionar los métodos empleados para alcanzar sus esmirriados ideales de justicia. El fin pasa a justificar los medios sin necesidad de que estos pasen el cedazo de la moral.
Y su gruñida ética relativista es incapaz de distinguir lo justo de lo injusto, por ello pueden refugiar en el país a criminales extranjeros sin más explicación que sus caprichos políticos o mirar para otro lado cuando sus más conspicuos líderes internacionales mandan fusilar gente inocente en nombre de su sacrosanta revolución. Me pregunto hasta cuando vamos a tener que soportar toda esta vulgar historieta que promete de cambiarlo todo pero que hasta ahora solo ha regado el mundo con absurdas ignominias.
Una subespecie que merece atención particular son los “quebrachitos”; esta piara no duda en incitar la xenofobia quemando banderas extranjeras y apedreando embajadas, pero a pesar de sus procederes criminales sigue concitando el atolondrado aplauso o, (en el caso de los más encorbatados) el silencio nefando de los autoproclamados estandartes de la libertad e igualdad. Son los encargados de ensuciase las manos, de hacer lo que los “ladillitos” desearían pero no pueden, ya sea por cobardía o por mojigatería progre.
Para finalizar debo aclarar que se con perfección milimétrica que mis palabras serán reputadas -y reputeadas- por los distribuidores oficiales del sentido común de obsoletas y anacrónicas por no acatar los cánones del imperialismo ético del progresismo, pero sé igual de bien que lo son por defender con las armas de la palabra los principios de una legalidad y equidad que no reconocen afinidades políticas ni intelectuales y que el discurso del progre desprecia.
Fuente de la foto: http://blogdenataliagomez.blogspot.com.ar/
Escrito por Kerim para la sección:
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