Después de estar un poco más de una hora arriba de un tren súpermoderno, llegamos a un pueblito francés que parecía salido directamente del libro Alicia en el País de las Maravillas. Casitas pequeñas, preciosas con sus macetas divinas y llenas de flores. Patios verdes y amplios. Sus viejitas en las puertas sintiendo el maravilloso sol que ese día nos regalaba París.
Hacía un poco de frío, corría una leve brisa helada. Calaba los huesos para ser sincera. Pero yo tenía una euforia incomparable y una ansiedad horrible porque paso a paso me acercaba un poquito más a la morada ostentosa donde habían vivido personajes que tanto amaba. Mi amor platónico Luis XIV y María Antonieta de mi alma.
No me daban las piernas del frío y del cansancio acumulado de tanto pasear, pero yo no dejaba de buscar. Hasta que lo vi.
Fue amor a primera vista. Esos portones dorados con sus soles en referencia a mi Luis XIV, esas entradas y calles majestuosas. Increíble.
Después volví a la realidad y me di cuenta que había que hacer dos colas para poder entrar. Las dos, repletas de gente. Pero yo no quise opacar mi sueño a punto de cumplirse. Así es que decidí ponerme los auriculares y poner la canción perfecta que tenía guardada para esa exacta situación. Por supuesto desde ese momento sentí como mis pies volaban y yo repleta de amor. Fue perfecto y la multitud afuera, ya no importaba más.
Entramos y comenzamos el recorrido por los jardines. Majestuosos y bestiales Jardines de Versalles. Estaba extasiada de la magnitud del lugar y de lo mágico que fue sentir la historia. ¿Cuantos seres antiguos miraron lo que yo exactamente estoy mirando ahora? Me volví loca.
Después decidimos ingresar al Palacio y fue una máquina del tiempo perfecta. El Salón de los Espejos radiante… los pisos, las puertas, las ventanas. No podía no verme vestida de rococó con un champagne francés en la mano. Perdón pero soy extremadamente romántica a la hora de sentir momentos y lugares.
La habitación de Luis XIV, el lugar preferido de María Antonieta, la sala donde hicieron el Tratado de Versalles, los lugares donde los Reyes decidían cosas importantes para Francia. Todo lo vi y cuando algunos se descuidaban, tocaba también. Yo necesito sentir con las manos la historia. Me retaron mil veces, pero me resulta completamente involuntario el deseo de tocar esas paredes que guardan mil cuentos.
Todo fue muy rápido. Demasiado para mi gusto. Hubiera pasado un día entero dando vueltas por cada rincón, pero no fue así. Me despedí de toda esa grandeza pero prometiendo volver. Porque no hay algo que no sientas por Versalles que el amor. O mejor dicho, “l’amour».