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Millenials, el cachetazo necesario

Es martes, son las once de la mañana y vamos del laburo a una reunión.

Manejando por el parque vemos a un muchacho tatuado, sentado en el pasto -todo para él- escribiendo y sacando fotos, mientras toma mate. Siempre con esa sonrisa eterna, las rastas y su bicicleta verde agua ¡Qué manera de perder el tiempo! Mientras lo pasamos, pensamos en lo bien que le hubiera venido un buen cachetazo para “enderezarlo”.

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Es difícil despertar día a día sintiendo que la vida se nos escurre como arena entre los dedos.

Mucho más difícil aun, cuando el sentimiento es acompañado de una constante frustración rutinaria producto de lo que nuestros antepasados moldearon como vida ideal: un laburo de ocho horas que nunca alcanza, sumado a un par de horas extras por día, para pagar la cuota del  0km que cambiamos hace dos años.

Todo esto, para hacerle ganar guita al tipo que nos contrata y que nos tiene medio en negro y sobre explotados. La ecuación no parece cerrar por ningún lado.

Menos aún, si a eso le agregamos que -dada nuestra cultura occidental- la lógica de la realización personal, también incluye en la “cajita feliz” un matrimonio, que en la mitad de los casos termina disolviéndose después de algunos tortuosos años.

Pero no todo es sufrimiento. Llegamos extenuados de nuestras jornadas laborales de empleados, cargados de frustraciones y reventados de calor. Arribamos a nuestro hogar. Esas paredes que con tanto sacrificio levantamos y que por los próximos 20 años estaremos pagando al banco.

Y ahí pareciera que todo cambia. Prendemos aires acondicionados cada vez más grandes, para sentarnos a ver televisores, comprados en cuotas, que curiosamente también cada vez son más grandes y nos damos cuenta que la cabeza no nos da ni para ver una serie de Netflix.

Entonces ponemos Tinelli o Intratables y nos quejamos frente al televisor. Cenamos como en un cine, sin hablarnos y mirando programas decadentes. Pero cuando nos preguntan por qué consumimos esos productos, nos escudamos en la siempre confiable frase: “Es que después de laburar tanto, necesito algo que no me haga pensar”.

Y listo. Con esa triste frase ya estamos salvados.

Sin darnos cuenta repetimos latiguillos que parecieran invitar a una especie de lobotomía en cuotas.

Pero llega el viernes, el día que justifica todo nuestro tormento semanal. Salida con amigos, cerveza y muchos etílicos. Siempre más de la cuenta. Es que así nos soltamos, olvidamos nuestras presiones, nuestros deberes y podemos disfrutar.

¿Será que tan poco nos gusta nuestra vida que necesitamos olvidarnos de ella?

Y el sábado con amigos, se planea una cenita en casa, llegan todos con sus parejas y nos dividimos automáticamente. Los hombres a tomar un vino afuera al lado de la parrilla, mientras las chicas preparan las ensaladas y chusmean entre ellas las últimas novedades.

Todo parece diversión hasta que tenemos que sentarnos a compartir la mesa. Ahí empieza una comedia de Almodovar en la que la dinámica es criticar a las parejas en público para divertir a los interlocutores. Demostrando con falsas modestias los progresos económicos de cada grupo familiar, para después criticarlos en el auto cuando termina la juntada.

¿Será que tan poco queremos a nuestras parejas?

Y el domingo en familia, contando los minutos para que se termine el almuerzo en lo de los suegros y salir volando a casa a instalarnos a ver fútbol, esa pasión que justifica todo.

Terminó el partido. Terminó el fin de semana. Comimos de más. Tomamos para divertirnos, o para olvidar. Prometemos que esta vez sí vamos a empezar el gimnasio. No aceptamos el paso del tiempo, todavía somos jóvenes, pero nos perdimos de hacer tantas cosas.

Mientras acomodamos el traje para el lunes, volvemos a pensar en el cachetazo que le hubiésemos dado al sobrino de 20 años que dejó abogacía para dedicarse a sacar fotitos. No piensan en su futuro.

Y del cachetazo que le tendrían que haber dado a la prima de 22, que nos armaba tragos en frascos reciclados y que nos hacía ensaladas orgánicas, porque no come carne. O convencida opositora del maltrato animal, anda rescatando y adoptando perritos de la calle. A nosotros nos gusta el trago en vaso largo y el asado jugoso, nada de verduras caras ¿Qué moda es esa de reciclar cosas viejas?

Y del cachetazo que le faltó al ahijado ese que ahora “se hizo gay” y encima es ecologista. De esos que piensan que pueden salvar el mundo y que creen en el cambio climático. Todos sabemos que esos son falacias, lo dijo Trump el otro día en el noticiero.

Y el cachetazo que le faltó a la hija de la vecina que tiene un blog de viajes, vende artesanías de los lugares que visita y que “encima de todo” es feminista, de esas de pañuelo verde, en bicicletita vieja a todas partes. Feminazis.

Arranca la semana. Nuevamente el calvario. Mientras pensamos en esos cachetazos correctivos que le tendrían que haber dado los padres a esos pavos millenials que sienten que merecen ser felices y vivir libres, nos compramos una moto nueva para enfrentar el viejazo.

Pero compramos una estilo retro para que parezca reciclada y la usamos para ir al trabajo. Para simular que todavía somos jóvenes, vamos acelerando y zigzagueando el mismo camino de todos los días aparentando cierta libertad.

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Y otra vez es martes, llegamos al trabajo y vemos asombrados una bicicleta verde agua en la entrada de la oficina. Todos nos miran con pena y nos palmean el hombro al pasar.  Confundidos, recibimos un telegrama de despido que nos ofrece pagar la mitad de la indemnización en cuotas, siempre en cuotas.

Todavía con la boca abierta del asombro, pasamos por nuestra antigua oficina, donde están presentando al nuevo director creativo, el que supuestamente le aportará una nueva visión a la empresa.

Miramos disimuladamente y con resentimiento para ver quién será nuestro reemplazo.

Mientas pensamos en las cuotas del auto, de la casa, de la moto, del TV, del aire y la obra social; un cachetazo fatal nos frena en seco. Dolor en brazo izquierdo, la visión comienza a nublarse y mientras caemos al suelo producto del infarto que estamos sufriendo, reconocemos claramente al reemplazante.

El muchacho tatuado de rastas con sonrisa eterna y bici verde agua.