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Para los futuros viejos chotos

When I see the price that you pay, I don’t want to grow up
I don’t want to grow up, de Tom Waits

La física dice que un objeto alcanza su máxima aceleración justo antes de detenerse o caer a tierra. Eso está bien  para las balas o los cohetes espaciales. Los humanos por el contrario, somos pésimos proyectiles…

Hace unos días cuidaba al hermanito más chico de mi novia, de más o menos doce años. Por cosas que solo a mí se me ocurren, le pedí quería mostrarme algo de la música que le gustaba. Por el tele comenzó a desfilar un batallón de tatuados trapeando en gangoso, a veces en español y otras insultando en inglés. No reconocí a ninguno. Más de uno me cayó simpático, pero eso no me detuvo a la noche de pensar una y otra vez de mi viejo preguntándome cuando tenía catorce porque carajo me gustaba tanto Green Day. Ahora, y con la distancia que da el 2019, Billie Joe Armstrong se parece más a mi viejo que al adolescente que se aburría con la masturbación.

Sentí muy lejana mi infancia y todo lo que representa.  Por suerte no soy de esos que malgastan sus años buscando repetir los que tuvieron entre los quince y los veinte. Todo eso es un buen material para las tragedias y las comedias, dependiendo de si alguien se ríe.

Al principio uno lo toma con cierta gracia y distancia: desde los ruidos corporales hasta esas risas o llantos espontáneas que nadie puede predecir.Pero como con el ejemplo de la bala, los pensamientos toman velocidad, y así uno nota que los jugadores de fútbol son cada vez más pendejitos, que el 2007 no fue hace tres años y que los políticos se parecen más a nuestros hermanos que a nuestros viejos. El vértigo no tarda en llegar, y uno deja de perseguir sus pensamientos y se contenta con recordar otros que ya tuvo, y ahí se arma la macana…

Charlándolo con mi novia concluimos que la edad nos llega a todos y que lo mejor es hacerlo con un plan. No se trata solo de inversiones o cuidados para la salud, sino de otro tipo de preparación, una que el mundo guarda como una persona resentida hasta último momento y nos la arroja ya sin posibilidad de rechazar.

El mundo ya no soporta a los viejos chotos.Pero tarde o temprano todos terminamos así, ¿entonces como lo solucionamos?

Seguro imaginan que vengo a proponer una especie de Carrera mortal 2000, y a lo Stallone reducir el déficit fiscal atropellando ancianos con el auto. Por el contrario, espero que hallemos la manera de que la tercera edad pueda disfrutar de todas las comodidades posibles. Mis quejas son de otra naturaleza, una más difícil de regular y que no dependen del nivel o calidad de vida.Una  rápida búsqueda en Google arroja que una persona promedio tiene más o menos sesenta mil pensamientos al día. Si alcanzamos los setenta y cuatro años, habremos producido casi 1.533.000.000. Si la termodinámica no me falla, a esa altura la cabeza produce más ruido y calor que pensamientos en sí. El derroche y el cansancio son el pavimento para la boludez, como el ya infame “antes estaba todo mejor” para llorar por una era de mayor pobreza y sin vacunas. O la que vierten con el tema de los celulares, esas cajetillas bobas que usamos para chatear con un iraní refugiado en Guyana y no con ellos por teléfono. Estas y otras quejas por el estilo son pequeñas excusas para llamar nuestra atención.

Luego pienso un poco más y hasta siento pena por los nonos enojados. Nadie los obligo a sobrevivir hasta la era de híper-conectividad para luego competir por la atención de sus nietos  en un mercado que vive de exprimir cada segundo de innovación hasta secarlo.

Pero después los escucho justificar la dictadura y me olvido de la caridad…

Siguiendo con las matemáticas, mientras más se aleje uno del África más posibilidades tendrá de pasar la barrera de los setenta años. De allí en más, con el aumento de calidad de vida y el progreso económico podemos alcanzar a Matusalén en un futuro no muy lejano si la billetera nos lo permite. Un futuro como el de las películas: la tierra de la abundancia y de los cohetes voladores. Pero todo lo que sube tiene que bajar. Menos gente muriendo se traduce en un aumento exponencial de viejos y viejas a los que tener que aguantar. Con todo lo anterior, no es muy loca la idea de trabajar hasta los setenta años, jubilarse con cien pirulos, o hasta tener la crisis de los ciento veinte. No me preocupa la sobre población, porque si uno vive más y mejor puede darse el lujo de esperar para criar a los hijos lo suficiente como para después no tenerlos. Así,terminaríamos con un rotundo cambio de target demográfico que nadie puede imaginar, de toda una franja de consumidores o votantes empujada hacia la cima de la pirámide poblacional. Nuestra economía, nuestra cultura o hasta el propio sistema político cambiaran profundamente.Un futuro sin bebes pero con más pañales.

Seguro habrá de todo, hasta una que otra oportunidad para aprovechar (por mi parte recomiendo invertir en acciones  de Pfizer), y hasta admito que la edad puede brindar una capacidad  de sintaxis o hasta de perspectiva que no vendrían mal en la era de la rapidez. Eso en el mejor escenario; el pesimista en mí insiste con el peor. Todo un océano  de abuelitos criados bajo pautas anticuadas a cargo de guiar nuestros comercios y decidir por la sociedad en su conjunto. Hablar tanto de física me recuerda que un profe de la secundaria que repetía que era más fácil enseñarle física cuántica a un niño de cinco años que a uno que aprendió la física clásica. Son dos mundos totalmente distintos, con premisas y consecuencias por igual de distantes. Lo que me asusta todavía más cuando cuento todos los desastres que como hombres provocamos con nuestras misiones religiosas, golpes de estado o hasta el poder que sostuvimos sobre las mujeres para saber que las diferencias y los choques culturales existen en algún nivel.Que nadie se salva de luchar por una revolución y terminar en las oficinas de una dictadura.

Podría seguir exagerando y hablar dela nueva guerra del cerdo, donde jóvenes y viejos luchan en las trincheras por el poder. Estoy seguro que sería un muy buen libro, y que ese libro ya se escribió.

¿Pero qué hacemos? Mucha idea no tengo. Por ahora mis reflexiones solo dan para unas cuantas palabras y uno que otro cuento. Si bien prefiero una buena pregunta a una ingeniosa respuesta, no nos viene nada mal confiar un poquito en nuestros instintos. Como especie tenemos la mejor herramienta social: la empatía, esa que tiende puentes donde la gente solo ve grietas. Si a día de hoy nadie se anima a ocuparle el asiento a una jubilada, es porque en algún momento tomamos conciencia que ella tuvo nuestras fuerzas y que tarde o temprano todos terminamos gastándonosla. Creo  que el mismo esfuerzo puede reclamarse para ellos. Solo necesitamos cambiar un poco el contexto y así inmunizarnos contra los malos comportamientos de la edad. Miremos al trap, que ahora es la forma de música más difundida para que los jóvenes canalicen su rebeldía, para que jueguen con los límites de cada época. Siempre habrá tarados que se contenten solo con el exceso y la figurita del reventado, pero en otros hay una genuina declaración de principios que no es muy diferente a la que tuvieron en su momento el punk, el heavy metal o hasta la música clásica. Si la vida es un viaje, hay espacio para la reflexión y hasta para la vuelta a casa, que en la literatura constituye el momento en el que héroe aplica todo lo aprendido para mejorar a su comunidad. Otros que prefieren la escalera como símbolo, pero hay que tener cuidado de no creerse el último peldaño al cielo. Toda esa confianza termina por arrugarse y volverse una parodia de la original: si no me creen, puedo mencionarles lo que pasó con la música metal,  que se convirtió en el reggaetón de la música “seria”, repetitiva y sin imaginación, un llano vació por el que pululan personajes tanto o más anticuados que los pulmotores.

Un pequeño pecado siempre viene bien, y para esta nota lo reclamó a modo de una cierta conclusión. Algo incompleta, y a la espera de ser expandida. Con veinticinco años que tengo siento que en la vida todo sucede y que todo a la vez nunca llega a nada. Es como una especie de Tao repleta de logros insignificantes y carencias persistentes. Por ahora todo marcha bien a su manera, y si el calentamiento global no nos destruye, lo más probable es que terminemos con una sociedad obsesionada con la nostalgia ajena, y con un mayor y más accesible mercado por las cirugías capilares.

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