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Por el orto

Hay cosas que me dan por el orto, como seguro a cada uno de ustedes les pasará, pero como se me ha dado por verter en esta hermosa página todo lo que me pasa (bueno, no todo…sabrán entender),  hoy atacaremos ese flanco de mi anatomía mental.

Una de las cosas con las que más he tenido que lidiar en mi vida, en la lucha que uno tiene consigo mismo día a día, es con mi distracción. Estoy casi todo el día en las nubes, doy veinticinco vueltas antes de salir de casa porque me olvido esto o lo otro, de ponerle agua al perro, de apagar las luces, de las llaves del auto, y mil cosas más, y lo peor es que cuando llego mi destino me doy cuenta de que me olvidé la factura que tenía que pagar ese día, del celular enchufado en la mesita de luz, de la leche afuera de la heladera, de la plata para el regalo de cumpleaños de un compañero de trabajo, etc.

De chiquita, cuando no tenía conciencia de mi defecto, perdí llaves, perdí dinero, perdí abonos, carpetas, ni hablar de gomas, lapiceras, cartucheras, buzos, bufandas, y era un tema la puteada en mi casa porque tenían que cambiar la cerradura por segunda vez en el año, por volver sin las compras hechas, por volver con la mitad de los útiles. Gracias a Dios no nací veinte años después porque seguramente habría tenido que hacer tratamiento psicológico por padecer déficit de atención con pastillas y todo, lo que me hubiera traumado limitando mi confianza en mí misma, y quizá no hubiera emprendido ni la mitad de las cosas que emprendí despreocupadamente y a los tropezones.

Mi memoria falla en las cosas inmediatas. Jamás pretendas que te haga acordar a las once que llames al proveedor a decirle algo. Pero seguramente me acordaré de la fórmula química de la timina después de 5 años de no volverla a ver, o de en qué libro leí por primera vez la palabra funicular, incluso me acuerdo del primer número de teléfono que tuvimos en casa y del cumpleaños de la mayoría de mis compañeros de la secundaria.

En el colegio sobreviví un poco por suerte y otro por astucia. Jamás me acordaba de los materiales a llevar para plástica, nunca informaba a mis padres de las reuniones, me enteraba de que ese día había que entregar un práctico y lo copiaba a toda velocidad en el recreo. Me llamaban repetidamente la atención porque salía rápidamente de casa, medio dormida, y no llevaba la corbata o el cinturón del uniforme. Luego en la facultad, mi compañera de estudios que era una agenda humana me tenía al tanto de las fechas de los parciales, en qué fotocopiadora había que pedir de la página 500 a 675 de tal libro, cuándo era la hora de consulta y la muy ídola me llamaba el último día de inscripción a preguntarme cual madre amorosa si ya estaba anotada. Igualmente, en más de una oportunidad tuve que llamar a mi viejo casi llorando pidiéndole por favor que me alcanzara la libreta a la facu porque me la había olvidado. ¡Sí, me olvidaba la libreta cuando sólo salía de mi casa ese día para rendir! ¡Caramba!

A esta altura de la nota, ya me siento una naba total. Evidentemente me falta un golpe de horno, una hilera de ladrillos, jugadores, caramelos, todo.

El reconocer mi gran incapacidad para recordar los pequeños detalles de todos los días (que por el otro lado, no había que ser una luminaria para darse cuenta), me ayudó para adoptar diferentes técnicas a la hora suplir mi falla neuronal. Entendí que al estudiar, no podía recordar datos sueltos ni tablas ni resúmenes ajenos. Sólo podía repetir lo que SABÍA verdaderamente, por lo que comencé a leer cada tema desde diferentes fuentes, hasta que lo entendía como un todo. El recordatorio del celular es muy bueno, pero no se puede usar siempre, porque  llega un momento que cuando suena ya sabés que es un mensaje propio, decís “enseguida lo leo”….y el enseguida es dos días después. Si es que no me olvidé el celular. La agenda es genial, sólo cuando te acordás de leerla. Los carteles en la pared o la heladera surten efecto los dos primeros días, luego ya son parte del mobiliario y no los ví más. Al perro lo alimento porque me ladra y me mira con ojos de pobre víctima, pero ¡cuántas plantitas he matado, por Dios! A la semana digo ¡uy, la planta! Y la explanta es un hermoso palito… para la parrilla. Si voy al infierno es por homicidio por abandono de vegetales en primer grado y agravado por el vínculo.

Misteriosa cabeza, no puedo  programarla para que piense como yo quiero. ¡Qué veneno! Lo peor es que cuando me olvido algo y digo simplemente “me olvidé”, la gente te mira con cara de orto pensando que te importa un huevo nada y que no tenés interés en cumplir tus obligaciones. A los que no conozco, les hago señas obsenas en mi imaginación. A los que me conocen un poco más, les explico que si me hiciera mucho problema cada vez que me olvido de algo, ya tendría una depresión monumental o me azotaría todos los días. Sí, también aprendí a perdonarme cuando inclusive todos mis recursos fallan.

Distracción crónica, creo que es lo que tengo. Para recordar una cara o un nombre… ¡me cuesta un Perú! A lo mejor por eso soy poco chusma, por ahí escucho que hablan de gente que no conozco o no recuerdo quién es, entonces quieren recordarme: “el Armando… el tío de la pelirroja” (cara de poker) “esa que andaba con el Marito” (más cara de poker) “el que trabaja en el quinto piso, el colorado con lentes” (ojos como un dos de oro) “Uhhhh” y ahí se aburre mi interlocutor, me aburro yo, los demás siguen hablando y yo me vuelo. De las últimas ha sido dejar la plancha prendida un día y medio, el celular dos días cargando, la puerta sin llave toda la noche, la ventanilla del auto abierta toda la tarde.  También es típico atender el teléfono en mi casa y decir “oficina” o “guardia”, hasta incluso he atendido el teléfono diciendo “uno”… y no por trabajar en uno medios, no.

Cuando mi mamá era testigo de mi ir y volver como opa, me decía: “el que no tiene cabeza, tiene pies”. Graciosa mamá. Menos chistes y más onda para concebir hijos, ¿no?

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