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Por qué ya no salvo al mundo ni pretendo salvarlo

En enero del año pasado, mientras esperaba en la sala de espera del consultorio que mi hermano saliera de la revisión del dentista, tomé una revista del montón que, sobre una mesa, se alzaba frente a mí. Una revista típica para la mujer frívola de hoy: las nuevas tendencias de la moda, diez consejos para mejorar tu cutis, otros diez para mejorar tu vida sexual, quizás alguna nota sobre cocina y tres o cuatro entrevistas a famosos o semifamosos se prometían en la tapa de la revista. La hojeé despreocupadamente; mi interés decaía progresivamente en cada página. Sin embargo, una propaganda, puesta en una página par (seguramente para reducir costos), me llamó la atención. La página era un collage de varias fotos de bosques arrasados, lagos llenos de bolsas plásticas, ballenas muertas flanqueadas por japoneses con caras despiadadas, bebés pingüino empetrolados, etcétera. Sobre ellos, en grandes letras (verdes, por supuesto) rezaba “Ayudanos a salvar el mundo”.  Debajo, el nombre de una asociación ecologista y un teléfono gratuito para hacer tus generosas donaciones.

Las fotos no me llamaron demasiado la atención; nuestra generación, los nacidos a principios de los noventa, hemos crecido junto a imágenes como esas. Por lo que sabemos, los japoneses sólo hacen tres cosas: celulares, animé y matar ballenas. El desastre del Exxon Valdez, en el ‘89, inauguró una seguidilla crónica de imágenes de pichones empetrolados. Como consecuencia, esta generación está inmunizada contra esas cosas. Lo que me sorprendió, sí, fue el título: “Ayudanos a salvar al mundo”.

Durante bastante tiempo medité sobre esta frase. Algo sonaba fuera de lugar ahí. Más de un año más tarde, es decir hoy, escribí este artículo.

Como seres humanos, cabeza absoluta de la cadena alimenticia, nos gusta creer en nuestra propia trascendencia: es decir, nos gusta pensar que está en nuestra mano el salvar el mundo o el destruirlo. Solemos pensar que, si nos excedemos, podríamos terminar destruyendo el mundo, acabando con la vida en el planeta o, como mínimo, extinguiéndonos a nosotros mismos como especie. Todo partiendo de una sobrevaloración excesiva de nuestra propia capacidad.

Ante todo, ¿podemos destruir el mundo?

Durante la Guerra Fría, el potencial nuclear que ambos bloques habían almacenado era suficiente para destruir ciudades enteras o incluso países, y acabar con la vida de millones de personas. Sin embargo, el mundo nunca peligró. La integridad estructural del planeta no habría cambiado demasiado si la guerra nuclear se hubiese desatado. Sólo se habría tornado muy radiactivo e inhabitable para los seres humanos durante los próximos cinco siglos (algo que seguramente habríamos solucionado de un modo u otro). A pesar de hallarnos en el pináculo de la complejidad tecnológica, carecemos totalmente del poder para hacer algo que rivalice con el poder destructivo de una erupción volcánica o un asteroide, fenómenos que ocurren periódicamente de modo natural, y aún si pudiéramos superarlos, seríamos incapaces de destruir el planeta como tal; tampoco podemos salvarlo, dado que un pequeño cambio en la temperatura o la radiación solar acabaría con el planeta absoluta y categóricamente, de forma más limpia y eficiente que el más crudo holocausto nuclear. El mundo seguirá dando muchas vueltas (o quizás pocas, quién sabe), pero no está en nuestra mano el decidirlo. No somos más que otra especie animal caminando sobre la superficie del planeta (eso sí, la más avanzada, no hay duda). No somos los primeros ni los últimos.

Pero ¿podríamos acabar con la vida en la Tierra?

La extinción de las especies es uno de los fenómenos más comunes y habituales de la historia de la Tierra, a la cual, dicho sea de paso, nosotros llegamos recién en los últimos cuarenta mil años; prácticamente nada, comparado con lo que la Tierra lleva existiendo. No debemos considerarnos dioses por el hecho de haber extinguido algunas especies animales (lo cual, por cierto, no es decisión nuestra. Sino, ¿por qué no hemos extinguido plagas como las ratas o las pulgas?); sencillamente actuamos como una colonia demasiado grande de depredadores, del mismo modo que un exceso de leones significaría la extinción de las cebras. Aun si contamináramos cada río y lago, taláramos cada árbol y llamáramos a miles de japoneses para que exterminaran animales, la vida estaría lejos de extinguirse. E incluso si llenáramos la Tierra con radiación nuclear, lo único que conseguiríamos sería minimizar la vida a un nivel latente, escondida en cuevas, bajo el mar, o encapsulada en forma de espora. Tras un par de millones de años, la vida volvería a evolucionar y resurgiría. En definitiva, carecemos del poder de extinguir la vida.

¿Y no podemos destruirnos a nosotros mismos, como especie?

El ser humano es un ser lampiño, rosado, con sentidos y fuerza mermados, sin garras  y sin dientes filosos. Su único talento consiste en un cerebro tremendamente desarrollado que le permite sobrevivir y sobre todo, adaptarse. Es increíblemente eficiente sobreviviendo. Es gracias a esto que el ser humano se ha coronado como máximo depredador y prospera en absolutamente todos los ecosistemas. Su talento es sobrevivir. Pase lo que pase, como sea que cambien las circunstancias, siempre encontraremos la forma de adaptarnos a las nuevas condiciones. Si bien destruir la cultura y la civilización humana es relativamente fácil (la televisión viene haciéndolo desde hace casi un siglo), destruir la especie es imposible. Si contamináramos el aire de modo que se volviera irrespirable, encontraríamos un modo de resolver el problema, ya fuera buscando una forma de revertir el proceso o construyendo aparatos para respirar. No está en nuestra mano extinguirnos o no, por más que lo intentemos con todas nuestras fuerzas.

Como vemos, somos incapaces de destruir el mundo, acabar con la vida o siquiera, de destruirnos a nosotros mismos. La idea de que podemos destruir o salvar el mundo nace de nuestra propia soberbia, la sobrevaluada idea que tenemos de nuestra capacidad de destrucción y la concepción de que somos importantes para el planeta (gracias Hollywood). Nos han arraigado la idea de que el destino del mundo, la vida y el nuestro propio están en nuestra mano, cuando en realidad somos una pieza más en un extenso tablero de ajedrez. El rey, recordemos, a pesar de ser la pieza más importante del tablero, sigue siendo una pieza.

En realidad, lo que somos es simplemente la cabeza de la cadena alimenticia, el depredador máximo, ni más ni menos. Lo único que está verdaderamente en nuestra mano es decidir cuán cómodos, sanos y felices viviremos en nuestro mundo. No le significamos nada al planeta. Pero sí significamos algo para nosotros mismos. Si contaminamos el ambiente, no tendrá otro efecto que empeorar nuestra calidad de vida cada vez más, sin lograr extinguirnos ni nada por el estilo. Lo único que podría acabar con nosotros sería algún factor externo: un meteorito, una erupción solar, un microorganismo o alguna cosa cósmica que acabaría con nosotros sin que podamos evitarlo de ningún modo.  Nuestra especie está enferma de poder. Mientras más rápido nos demos cuenta de este hecho, más rápido hallaremos la solución a nuestros problemas. Los nuestros. El mundo puede cuidarse solo.

Escrito Por Klaus Erich Miranda Hauser para la sección

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