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Sobre insultos y momias

Sabiduría no es destruir ídolos, sino no crearlos nunca.

Umberto Eco

Televisor blanco y negro marca Saturno de seis canales. Esperaba ansioso que terminara la novela que miraba mi mamá para verlos llegar a ellos, acompañados por la música estridente de su marcha gloriosa. Los veía como guerreros de fuego, con el umbral del dolor a la altura de las nubes para aguantar tanta llave doble Nelson, tanta patada voladora y tanto salto del ángel. Los Titanes en el Ring, la mágica troupe que me hacían ensoñar luchando con las almohadas de la casa, cómo si fuera el Caballero Rojo, el Ancho Rubén Peucelle, el Gitano Ivanoff, el Titán Martín Karadagián y el motivo de mis desvelos: la Momia. Con ella tenía una relación de terror/amor.

Me escondía tras el sillón cuando era su turno de luchar, temblaba cuando la veía, pero no podía dejar de sentir admiración ante su poderío, su presencia imbatible derrotando a buenos y malos sin discriminar. La fascinación que me causaba era hipnótica y en la inocencia de mi infancia creía a rajatabla en la veracidad del personaje y que, en su búsqueda de la eternidad, Sequennere Ta había arribado a un ring de lucha libre falaz.

Calle Minuzzi en Godoy Cruz, estadio cerrado del club Andes Talleres, debe de haber sido un sábado a la siesta. Eramos casi un centenar de niños deseosos de ver a los Titanes que visitaban Mendoza. Al verlos tan cerca pensaba que estaba en el Edén del catch. Los luchadores desplegaban sus virtudes sobre el cuadrilátero, los buenos desparramaban su bondad y camaradería, y los malos de cotillón se hacían odiar con su tropelías; seguramente tenía mis ojos brillando de la alegría. Hasta que una música tenebrosa marcó el preludio de su aparición y mí delirio llegó al summun.

Entró la Momia y todos los niños, con respeto alborozado, la rodeamos. Entonces algo levantó mis sospechas. El halo de misticismo que tenía en la TV había desaparecido, las vendas que la envolvían no eran tal, su continente tan fláccido y el sudor bajo su axilas contrastaban con mi creencia de que era un dios guerrero. Tenia que ratificar de alguna manera su autenticidad de luchador venido de la Muerte, y no sé me ocurrió mejor forma que darle un pellizco feroz en las costillas; me quedé ahí parado esperando a ver que pasaba. Entonces la Momia me observó con todo el odio posible y me dijo: Pendejo de mierda y la puta madre que te re mil reparió. No fue el calibre del insulto lo que me aterró, lo fue el saber que bajo ese manto de misterio sólo era un ser tan humano como yo. Nada de un faraón muerto que buscaba la eternidad.

A veces las personas trascienden su carácter humano, su esencia de carne y hueso y su áurea con alas en la espalda o con un poder infinito. Carentes de méritos intrínsecos. Llegamos a creer que muchos de quienes nos rodean merecen la pena, tienen alguna cualidad que los destaque de los demás, que pueden servir de modelo o destacar por algo positivo. Depositar tanta credibilidad en una persona hace que desconozcamos su verdadera identidad, vemos lo obvio. Tras su máscara de ídolo, sea quien sea, sólo es un ser humano que se cansa: come; fuma; escucha fútbol en la radio los domingos; desayuna café con leche.

No creamos en nadie sin un antecedente que sea irrebatible, no vaya a ser cosa que nos insulte la momia.

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