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Sobre paz, revolución y lesbianismo

Llega un buen día en el que la paciencia te toca la puerta para decirte que también se le hincharon las pelotas. Años de años de años de años y años escondiendo, disimulando, mintiendo incluso a veces riéndote en silencio de los que vienen con su “¿Qué es de tu vida?” con tono tan diabólico como los ojos de un cura y otras veces llorando en voz de la ira y la ausente comprensión.

Es así, ese buen día hermoso en que la especulación del otro pasa a ser tan importante como su opinión, cuando ya tus viejos se cagan de risa de los términos de homofobia, cuando no hay más vergüenza por el que te mira raro, pero sobre todo cuando te divierte decir que sos lesbiana por la cara del que escucha. Lo mejor viene después con las respuestas a lo Micky Vainilla, “no te discrimino porque conozco a alguien como vos y es una gran persona, muy responsable, limpio”.

Cuando pasan los años en mi querida Mendoza, más ganas me dan de incomodar, de meterme en los esquemas que ya no existen porque aunque suene egocéntrico y algo poco escuchado me siento digna de admirar por el solo hecho de intentar mostrar la realidad. El radar se nos activa cuando nos “declaramos” y por eso veo en muchas personas que conozco una mirada con tinte de tristeza por una larga vida perdida, otros una esperanza de una posible oportunidad y otros (a mi parecer la más triste y que veo MUCHO) una profunda resignación.

Bueno, dándole un toque poético, puedo decir que muchas mañanas me siento revolucionaria, dueña de continuar una misión. Que ridículo parece un adjetivo tan grande para hablar de amor, pero todos podemos revolucionar desde donde estamos: la palabra es el mejor método. Y así empezó todo…

Por suerte ya había entrado en los 20 y gracias alguna buena decisión de mis padres no me castigué, no sentí miedo ni vergüenza, pero sí entré a un mundo donde todo era clandestino, donde todo pasaba por la sombra, donde todos creían que era mejor así, donde todos miraban con miedo y se sentían un error en la vida de alguien más. Hoy, pasados 7 años de no esconder, veo que de a poco ese “horror” que significa estar enamorado de alguien de tu mismo sexo se transforma para los demás solamente en el chisme del momento, no deja de ser una cagada, pero al menos tiene un tinte de picardía.

Cuando dije que me casaba, empezaron las hipótesis de los que se creían muy aptos para opinar sobre mi propia decisión:

“¿Pero vas a hacer fiesta? Ah, yo creí un brindis así no más… más íntimo digamos”.

“¿Cuál es la que va de traje y la de vestido?” (Esa es la peor).

“Se van a dar un beso en frente de todos?”

“No puedo creer los huevos (¿irónico no?) que tenés”.

“¿Y vas a decirlo en tu trabajo?”

Eso, entre otras cosas que me mataron de la risa. La gravedad de todo esto es que estamos hablando de personas 100% ajenas a mis sentimientos, no son mis amigos, no es mi familia, es la típica gente que clasificamos como “lo conozco de la vida”. Cuando me empecé a dar cuenta de todo esto, entendí que era mi paciencia, esa que entró al principio del relato, la que me dijo que ya no podía aguantar más. Digamos que terminé de no entender porqué a la gente le importa de quien estoy enamorada y como planeo festejar mi amor.

No puedo ponerme en su lugar porque no encuentro donde está el interés, al menos yo, de qué es lo que hace cada uno con su vida personal, y menos todavía con su sentimiento. Lo que sí confirmé es que había perdido tanto tiempo pensando que podía afectarme o que podía causar alguna especie de mal. No me quiero imaginar cuando decida tener hijos, supongo que a esa altura van a ver nuevos puntos a quienes señalar por alguna decisión que a nadie debería importarle.

El punto es que en todas las discreciones se puede encontrar un punto en común. Hace muy poquito tuve un encuentro virtual (esos que ahora significan), con una gran referente de una de las organizaciones de la Iglesia Católica más nombradas por estas zonas. Ella, por una cuestión muy diferente a la mía, expresó como usaba las redes para agrandar la minoría en la que hoy se siente atrapada, con respeto, le escribí intentando expresarle que sí: ser de una minoría es difícil, cuesta en este lugar, pero que la vida sigue. Nadie muere, nadie deja su vida en pausa, es parte de la cultura mendocina señalar por un rato pero después pasaste de ser centro de atención porque se filtraron algunas fotos privadas de alguien o porque se rompió un matrimonio o porque encontraron al hijo de alguien drogándose… fuiste, pasaste. Su respuesta no me sorprendió. Me dejó muy en claro que las diferencias de criterio existen, pero que a base del respeto y principalmente el no juicio, se encuentra la paz.

Que extremo me resulta hablar de paz y revolución en un mismo texto que solo hace referencia a la homosexualidad, cuando hay medio mundo matándose a sangre cruda, pero esa es una de nuestras mayores características como mendocinos ¿no? Creernos que acá pasa todo, que somos el centro de todo lo que sucede… no lectores queridos, desde mi corto punto de vista está bueno a veces creerlo para seguir creciendo porque siempre que hay quiebres hay que empezar de nuevo, pero lamentablemente para ustedes y sus hashtag en inglés, somos de lo más primitivo que viene en el mercado social.

Siguiendo estos instintos de movilizar un poco, solo deseo que los que vienen atrás mío se olviden del miedo y que entiendan que es una pérdida de tiempo esconder, mentir. Con el apoyo de uno mismo sobra para ser felices. Sí, hay mamarrachos que te pueden quitar el saludo, hay seres extraños que mandan cadenas de oración a los grupos de whatsapp pidiendo la abolición al matrimonio gay (le pasó a mi mamá) pero también está la respuesta de personas normales (como mi mamá) que te dejan con la frente en alto y muriéndote de risa o mejor dicho de pena, de esas acciones tan pedorras e inentendibles que verdaderamente no llevan a ningún lado porque realmente no creo que rezando eliminen el matrimonio igualitario y no hay que ser un erudito para descubrirlo.

Por lo cual, cuando conozcan a alguien con esas características distintas, me refiero a ese/a que tiene intenciones de abolir la felicidad del otro porque sí, el que se regocija diciendo “que tal es puto/torta” denle un abrazo de amor, invítenlo a tomar un trago, enséñenle de música, de poesía, de amistad para que pueda desahogar todo el penar oculto, toda la tristeza y el peso de pensamientos que lo deben atormentar y de esa manera, poco a poco vamos normalizando la cosa para concentrarnos en el intelecto, en la cultura y el respeto por los otros (concepto enseñado en jardín de infantes al reverendo pedo), en el crecimiento personal y social y sobre todo para que todos aprendamos a dormir en paz, se los digo por experiencia, se siente espectacular.

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