/Un árbol para la tumba de Leonardo da Vinci

Un árbol para la tumba de Leonardo da Vinci

Ninguno de los dos sabía de la existencia del otro, los separaban miles de kilómetros y un océano tan profundo como sus diferencias sociales. No existía posibilidad de que se conocieran, ninguna, en lo absoluto. Ni brujas con sus gualichos podrían unirlos, tampoco celestinas que hicieran las presentaciones respectivas y, mucho menos, ludópatas empedernidos se jugarían a apostar por una relación entre los protagonistas de esta historia.

Ella, una excéntrica millonaria y encumbrada escritora con residencia en París, en una chacra con mansión incluida en su campiña. Se la podría definir como una Coco Chanel o una Édith Piaf, en lo que a niveles de popularidad se refiere. Su nombre, Lucy Bertrand.

Él, un artista plástico al que la fotografía digital lo había arruinado por completo, un perfecto desconocido, un Juan Pérez o un John Smith, de los tantos que figuran en las guías americanas, que, para subsistir, retrataba turistas en las Ruinas de San Francisco en Mendoza. Su nombre, Enrique Blanco; aunque, firmaba sus obras bajo el pseudónimo de Henri Blanc.

Al amanecer de un nuevo día y en su lugar de trabajo, un bip notifica a Henri que lo etiquetaron en Facebook. Uno de sus contactos compartía un relato que tenía por título: Me siento realizada como mujer”.

Lucy describe en él, una experiencia que tuvo al ingresar en el Museo de Louvre y después de observar un retrato pictórico que llamó su atención: “La Gioconda”, del genial Leonardo da Vinci. Al contemplar esa obra de arte, Lucy se enamoró perdidamente del artista, definiéndolo como su gran amor platónico, sentía que lo conocía, estaba convencida que era Gioconda y había reencarnado en ella.

Fue tal el impacto del relato en Henri, que sucumbió al encanto de Gioconda y le declaró su amor incondicional a la enigmática señora del retrato. Por lo que ingresó a Facebook y le escribió un mensaje a Lucy:

“Una mujer para sentirse realizada, tiene que… tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro; una mujer parisina, lo mismo, con el agregado que… debe ser retratada en un cuadro”.

Henri salió de Facebook por la llegada de turistas a las Ruinas, preparó un lienzo y acomodó sus pinturas, para ganar unas monedas ese día.

Terminada la jornada, en su habitación del conventillo de San José, se recostó en su catre y tomó su celular, ingresó a la red social y observó su casilla de mensajes colapsada; un tendal de féminas solicitaban su amistad. Mientras leía mensajes, seguían ingresando más y más, era algo descomunal, impensado. Ellas, querían asemejarse a aquellas mujeres parisinas y “ser retratadas en un cuadro”… y, Henri, el elegido para lograr sus cometidos.

Lola Vargas, una gran modista de Pedro Molina, que había enviudado joven y con dos hijos a cargo, sugería que la retrate a cambio de un vestido de época para las damas que él pintara; aunque, le faltaba cumplir con dos de las premisas: plantar un árbol y escribir un libro.

Una tal Norita Klein, ofrecía los inmensos jardines de su casa en Chacras de Coria, para abastecer con plantines a las interesadas y que aquellas damas se hicieran de su primer árbol; pero, al igual que Lola, Norita tenía dos críos y nunca había escrito un libro.

Ambas mujeres congeniaron de inmediato y por privado pactaron un intercambio.

Sin perder oportunidad, una editora local cedía sus instalaciones por el vestido de Lola y un árbol del jardín de Norita, a cambio ofrecía dictar un taller literario e imprimir las historias de ambas damas; Lili Salas y sus dos hijas, sabían cómo hacerlo y cómo enseñarles.

Henri ya contaba con tres clientas, y turnos con otras tantas que completan su semana laboral.

Lucy y Henri, sucumbieron al cansancio, no así a los sueños. Se soñaron en el mismo sueño; Gioconda y Leonardo, compartían la escena. El escenario: tétrico, oscuro, intimidante; una noche sin estrellas y el aullido del viento como macabra melodía. Una plaza con un árbol y una tumba con su lápida debajo de él; un polígono de cuatro lados y en cada uno de ellos los protagonistas.

Henri seguía a Gioconda y Lucy a Leonardo. En cada ronda y a mitad del nuevo lado, se detenían; Gioconda y Leonardo enfrentados no se miraban, pero Lucy y Henri, sí; ella lo saludaba con su mano diestra, él sostenía dos bebés. A su vez, Gioconda lloraba y observaba a Lucy y, Leonardo, muy enfermo, hacía lo propio con Henri. Fueron varias vueltas; no se alcanzaban, aunque lo intentaban, no lo lograban. Leonardo detuvo su marcha, miró a Henri y Lucy, después caminó hasta el árbol y se sostuvo en él, luego se dirigió a la tumba y desapareció.

Lucy despertó muy asustada, compungida, en extremo confundida. Llamó a sus amas de llaves que aún dormían. Telefóno en mano, hizo dos llamados, uno a su abogado y otro a su contador.

-¿Qué pasa señorita? es de madruga, nos asustó. -dijo la mucama.

-Están despedidas. Antes de retirarse, cubran los muebles con paños blancos, corten los servicios; llevense todo: vajilla, fotos, mi ropa; que no quede nada. -dijo Lucy.

El ruido del tránsito y las primeras luces de la mañana, despertaron a Henri antes que sonara el reloj. Se levantó y puso agua a hervir, unos mates serían su desayuno y almuerzo, no había para más. Pero, en su interior sabía que su vida iba a cambiar; era su momento, lo presentía, lo deseaba, y nada ni nadie se lo impedirían.

Tomó sus pinturas y tres lienzos. De súbito, su mano no pudo retener los pinceles, cayeron al piso. Intentó de nuevo, fue en vano, una y otra vez, y nada. Algo pasaba, no entendía qué; no podía sostener su principal herramienta de trabajo. Decidió partir a las Ruinas.

-Bonjour monsieur, lo esperábamos. -dijo Lola, que ya estaba vestida de época.

-Lo siento, no puedo pintar. -dijo Henri.

-¿Qué?¿Cómo? -dijeron Norita y Lili, sin entender aquellas palabras.

-Mi mano está paralizada. -dijo Henri, muy angustiado.

Las tres mujeres se apartaron y comenzaron a deliberar. Unos minutos después, lo invitaron al coloquio y comenzaron a delinear las estrategias a seguir.

Henri tomó su celular y envió tres mensajes por Whatsapp. Tres artistas plásticos desocupados, serían convocados en su reemplazo.

-Lucy me ordenó cerrar la empresa, todos serán indemnizados. -dijo el abogado, secundado por el contador.

La prensa parisina y los medios franceses, se hicieron eco de tan nefasta noticia. Mil empleados quedaban en la calle, aunque sus sueldos hasta encontrar un nuevo trabajo, serían abonados. Así lo había dispuesto Lucy a partir de los llamados a sus asesores, esa madrugada.

-¿Dónde está Lucy? ¡Extra, Extra! -vociferan los canillitas y titularon los periódicos.

Lucy se había diluido, era buscada intensamente. Una semana había transcurrido y nadie sabía su paradero. Amasaba una fortuna descomunal por las regalías de sus libros editados, los que habían sido traducidos a diez idiomas. Las más diversas teorías se tejían, secuestro y pedido millonario de rescate, el que más sonaba en Interpol.

-Buenas noches ¿en que lo puedo asistir? -dijo la operadora policial.

-Encontré una mujer acostada en la tumba de Leonardo da Vinci, no sé si está viva. -dijo el sereno de la Capilla de Saint-Hubert.

La oficial a cargo se comunicó con el Hospital de Clamecy y una ambulancia partió hacia el lugar, ubicado en el Castillo Real de Amboise a 200 kms al sudoeste de París, seguidos de otros tantos móviles policiales.

-¿Signos vitales? ¡vamos, vamos! -dijo el doctor.

-No los percibo. -dijo el enfermero.

-¡Urgente! pida un helicóptero. -dijo el doctor.

La policía científica en el lugar y el sereno como testigo. El comisario accedía a las cámaras de seguridad y ubicaba el momento en que había ingresado, una semana atrás y sin compañía, los videos no registraron su salida ni rastros de violencia; caso cerrado.

La mujer seguía en el hospital y había sido identificada, era Lucy. Su estado reservado; estaba inconsciente y conectada a un respirador. Los médicos por meses habían intentado reanimarla, pero nada, ni un atisbo de mejoría.

-Parece que la van a desconectar. -dijo la enfermera, sosteniendo la mano de Lucy.

-¡Qué pena!… ¿es la que encontraron en la tumba de Da Vinci? -dijo la señora del aseo.

-Así es. Ahhh… ¿sabías que van a subastar el vestido de “La Gioconda” y el Museo de Louvre quiere adquirirlo? -dijo la enfermera.

Lucy despertó de su letargo, se levantó de la cama y salió corriendo de terapia intensiva. Por el pasillo se dirigió a la puerta de ingreso del nosocomio y desapareció sin dejar rastro.

Algunas horas después aparecía en la oficina de su abogado y, ante la sorpresa del letrado, un pedido terminaría por sorprenderlo aún más.

-El vestido de “La Gioconda” se subasta… ¡quiero comprarlo! -dijo Lucy.

-Los museos y diseñadores más importantes del mundo van a ofertar, la base es de 500 millones de dólares… ¡una locura! -dijo el abogado.

El vuelo de Air France con destino a New York era abordado por Lucy y su contador. Cinco horas después, llegaban a Manhattan. En un par de horas, comenzaría la subasta en Christie’s en el Rockefeller Center.

Diez agentes del servicio secreto americano custodian la caja de vidrio blindado. En su interior, el vestido que usó Gioconda el día que fue retratada por Leonardo. En primera fila Lucy y su chequera, detrás de ella su contador.

John Mayer azota el martillo e inicia la puja…

“Mil millones ofrece Giorgio Armani. Dos mil… Lucy. Tres mil… Donatella Versace. Cinco mil… Lucy. Siete mil… el Museo del Louvre. Diez mil millones… Lucy, y cedía las regalías de todos sus libros”.

El recinto enmudeció. Mayer no atinaba a un solo movimiento facial. El contador se descompensó y fue retirado del lugar, falleciendo un par de horas después.

Un triple martillazo señalaba el cierre del acto y confirmaba que Lucy era la propietaria del vestido de Gioconda. Había perdido toda su fortuna, una nueva pobre. Solicitó colocarse la prenda, luego salió de Christie’s y despareció.

-Usted se comunicó con el 911. -dijo la oficial.

-En la plaza al costado del edificio de la Organización de Naciones Unidas hay una mujer fuera de sí y vestida de dama antigua. -dijo un empleado, que almorzaba un hot dog.

Un móvil de la policía neoyorquina se apersona en el lugar, detenía a Lucy, no se resistió. El fiscal no encontró delito en su actitud, por lo que fue liberada; declarandola indigente.

Lucy regresó a la plaza, seguía caminando alrededor de ella, día y noche, sólo descansaba al mediodía por la gran cantidad de empleados que comían en el lugar. Los curiosos la observaban, algunos la seguían y le hablaban… “Leonardo, Gioconda, Leonardo, Gioconda”… contestaba; no más.

Los medios envían móviles para entrevistarla, las cámaras transmiten en vivo y los camarógrafos no logran hacer foco. El público se agolpa para fotografiarla, pero sus celulares se apagan. Artistas plásticos, aficionados y profesionales, intentan pintarla y no lo consiguen, sus manos inmovilizadas.

La gente le teme. Lucy sigue dando vueltas, pero ahora sola.

Henri Blanc Sociedad Anonima recibía la noticia que sus acciones habían sido autorizadas a cotizar en la Bolsa de New York. Henri poseía el 50%; Lola, Norita y Lili, se repartían en partes iguales el otro 50% del holding.

Miles de mujeres llegaban a diario de todo el mundo para ser retratadas, cientos de artistas habían sido contratados; decenas de viveros surtían con árboles a las damas, infinidad de vestidos antiguos cosían las manos diestras de un centenar de modistas y las rotativas no daban abasto con la impresión de libros.

Henri se había convertido en un empresario exitoso, pero no volvió a pintar desde aquel sueño. A pesar que especialistas lo habían revisado, nunca encontraron el origen de la invalidez de su mano.

El vuelo de Aerolíneas Argentinas partía a New York. Doce horas separaban a los socios de codearse con los empresarios top del planeta.

Al arribo, una limusina los esperaba y los trasladaba al hotel. Por la mañana, sería la presentación oficial en la sociedad financiera más importante del mundo.

¡Wall Street postrado a sus pies!

Era hora de regresar a Mendoza, el control de la empresa lo exigía. Las calles neoyorquinas son testigos de su algarabía y, como cómplices, botellas de champagne que bañan a los cuatro ocupantes y al taxista que los conduce al aeropuerto.

-¡Deténgase!¡alto, alto! -dijo Henri, bajándose del auto y desapareciendo en el acto.

Una paleta de pintor y un pincel en una vidriera, sumado a un cartel “Propiedad en Venta”, fueron las causales para que Henri descendiera del vehículo. Una casa de antigüedades de un centenario matrimonio de inmigrantes franceses, atrajeron su atención.

-¿La paleta y el pincel están en venta? -dijo Henri, se ven muy antiguas.

-Sí señor. Son del siglo 15 y pertenecieron a Leonardo Da Vinci. -dijo el anciano.

-¿Qué?¿Tiene algún documento probatorio? -dijo Henri, descreído de tal afirmación.

-No señor. La trastatarabuela de mi esposa se los dio a su hija y en línea sucesoria mi señora los heredó. Siempre los tuvimos en vidriera, pero nunca quisimos desprendernos de ellos; hoy es el momento de hacerlo. -dijo el anciano, con la anuencia de su longeva compañera.

-¿Qué hace?¿Dónde me lleva? -dijo Henri, asustado por la oscuridad del lugar.

-Sáquese su ropa, pruébese estas prendas. -dijo el anciano, con la complicidad de la anciana.

-¡Impecable! su propietario tenía mis medidas. -dijo Henri, más relajado y muy entusiasmado.

-Pertenecieron a Da Vinci y son del día que retrató a Gioconda, al igual que la paleta y el pincel. -dijo la anciana.

-Si usted retrata a mi esposa, la tienda es suya. -dijo el anciano.

-Mi mano está paralizada; pero, le puedo pagar lo que me pida, lo que sea. -dijo Henri, muy sorprendido y vestido a lo antiguo.

Ante la negativa de los viejos, Henri se vio en una encrucijada. El anciano trajo el lienzo y la anciana acomodó el pincel con la paleta de Leonardo y algunas pinturas, y los dejó al alcance de su mano inválida.

Henri respiró profundo. Su mano se calmó al retener el pincel, mientras que con la otra comenzó a cargar la paleta con colores. Milagrosamente se había curado y, en dos horas, una obra maestra lo hacía el nuevo propietario de la tienda.

-¿Qué harán, dónde irán? -dijo Henri, preocupado por el futuro de los abuelos.

-Regresamos a Francia. -dijo el anciano.

-Por favor, deje que pague los pasajes. -dijo Henri, con lapicera y chequera en mano.

-No gracias. Pero, imagino que al recuperar el don de pintar, saldrá por su próxima obra de arte. A cuadras de aquí, hay una plaza en el que pernoctan artistas que retratan a personas que entran y salen del edificio de las Naciones Unidas, se lo recomiendo. -dijo la anciana.

Un apretón de manos seguido de la entrega de llaves, sellaban la operatoria inmobiliaria a la vieja usanza.

Henri salió a la calle vestido con las ropas de Da Vinci, su paleta y pincel, algunos colores y un lienzo. La gente se reía de él; boina gorro, camisola de sarga, chaqueta de lana y pantalon elastizado, lo hacían ver como un desubicado y fuera de contexto en el sofocante verano neoyorquino.

Henri llegó a la plaza. Preparó los materiales y comenzó a pintar. En su perspectiva visual… un solitario árbol y de fondo las celestes aguas del East River. Era la hora del almuerzo, los empleados de las Naciones Unidas y edificios aledaños, colman el espacio verde en pos de un lugar para degustar una comida rápida.

La presencia de Henri no pasó inadvertida y llamó la atención de todos, él seguía absorto para no perder el foco. En media hora, una nueva obra de arte nacía a los ojos de aquellos curiosos que se habían agolpado detrás del eximio pintor.

¡Por fin!… alguien pudo dibujar a la mujer rara. -dijo una artista, que en vano intentó pintar a aquella dama.

-¿Qué mujer rara, a qué se refiere? -dijo Henri, sin entender nada.

-Detrás del árbol hay una mujer sentada y sin darse cuenta la dibujó. -dijo el vendedor de hot dogs.

Henri se acercó al lienzo y divisó la silueta de una figura humana, no se había percatado de ese detalle en su pintura. Elevó su vista y observó que la mujer saludaba con su brazo en alto. No pensó que era para él, no conocía a nadie en la ciudad; giró su cabeza, pero estaba solo en el lugar, la hora del almuerzo había finalizado.

Comenzó a caminar hacia ella. Un metro antes de llegar a su encuentro, la extraña dama en abanico alzó su brazo; Henri se inclinó y besó su mano. No se hablaron, sólo atinaron a sentarse a la sombra del árbol y observar cómo se perdía el sol a sus espaldas.

Luego… se miraron, se acariciaron y se amaron hasta la madrugada.

-Mister Blanc, Mister Blanc… ¡congratulation! acaba de ser papá de mellizos; su esposa Lucy se encuentra muy bien. -dijo la obstetra del Maternity Center.

Henri ingresaba a la sala de posparto y conocía a sus vástagos, niña y niño, saludables y hambrientos, prendidos a los pechos de Lucy para saciar sus voraces apetitos. No hubo objeción ni deliberación: la niña… Gioconda y el niño… Leonardo, fueron los nombres elegidos por los novicios progenitores.

La familia dejaba el hospital y se trasladaba a su residencia en la tienda de antigüedades.

Leonardo y Gioconda crecían a diario, como así también sus caprichos. Lucy y Henri, vestidos con sus ropas antiguas, los tenían que llevar todos los días a almorzar a la plaza y debajo del árbol… sino, el niño enfermaba y la niña lloraba, aunque justificados, era el lugar donde habían sido concebidos un año antes.

-Buenas tardes, los molesto… tenemos que arrancar el árbol. -dijo un empleado municipal.

-¿Cómo?¿Por qué? -dijeron Lucy y Henri, aferrándose desesperadamente a su delicado tronco.

-Es una plaga, árbol que ponemos en la plaza se seca. A principio de los años 60 fue implantado y nunca creció, es endémico de Francia. El alcalde dispuso sacarlo y quemarlo, por la queja de los que almuerzan aquí por falta de sombra. -dijo el especialista en botánica.

Uno de los empleados encendió una motosierra y otro tomó una barreta para extirpar la raíz de cuajo. En el mismo instante, Gioconda comenzó a llorar y Leonardo empezó a convulsionar. Un llamado al 911 de los municipales, fue la pausa para evitar el aniquilamiento del enramado.

Movimientos de resucitación lograron revivir a Leonardo y acallar el llanto de Gioconda. Los empleados reanudaron la tarea, pero la niña descargó su llanto y el niño se desvaneció en el acto. Los paramédicos no entendían. Los empleados se detuvieron y los críos volvieron a la normalidad. En un tercer intento se repitió la escena, era algo inexplicable.

La fiscalía tomó cartas en el asunto. El alcalde prohibió el corte del árbol, pero el juez presionado por las autoridades del edificio de las Naciones Unidas y las embajadas de todo el mundo, por falta de sombra para los empleados que almorzaban en la plaza, decretaron el veredicto.

Leonardo fue hospitalizado en coma, Gioconda nadaba en llanto y se ahogaba con sus propios fluidos; Lucy y Henri, vestidos con sus prendas antiguas, estaban desesperados.

Lucy recordó aquel sueño y lo comentó con Henri. Había soñado  a Gioconda llorando y que Leonardo desaparecía en una tumba debajo de un árbol en una plaza; en aquel momento, pensó que sería el artista, pero resultó ser su amado hijo; estaba desbastada.

Henri la abrazó y recordó aquel sueño, soñaron lo mismo, pero al contrario de Lucy, él lo había terminado de soñar y sabía qué hacer.

Henri dejó el hospital y fue a la alcaldía; solicitó una entrevista con el alcalde. Suplicó comprar el árbol y que le facilitara un avión sanitario para llevar a su hijo al Hospital de Clamecy en Francia, en el que habían salvado a Lucy.

El alcalde no dudó, estaba en juego la vida del pequeño. Un avión hospital era acondicionado para el traslado del niño. En el mismo vuelo: Lucy y Gioconda. Por otro lado, llegaba Henri junto con el experto que protegería al árbol, el que fue colocado junto a la camilla del chico. En ese instante, Leonardo denota una leve mejoría y la niña un tenue sollozo, los facultativos logran estabilizar sus signos vitales.

Cinco horas después, el vuelo llega al aeropuerto de París. Las autoridades francesas alertadas de la situación, tenían preparada una ambulancia con médicos y una flota de móviles policiales, para despejar el tránsito y llegar rápido al hospital.

Henri adelante junto al chofer de la ambulancia, en la parte trasera: los médicos americanos y franceses; junto a ellos: Leonardo, Gioconda, Lucy y el árbol que mantenía con vida al crío. Más de cien sirenas sonaban al unísono.

Cuando se disponían a entrar en la calle que los llevaría al hospital, Henri pegó el volantazo y la desvió de su itinerario, poniendo un bisturí en el cuello del conductor. Los móviles policiales comenzaron a perseguirlos. Lucy a los gritos, les decía que habían tomado el camino equivocado. Pasaron por el frente del Castillo Real de Amboise y de allí a la Capilla de Saint-Hubert.

Henri descendió de la ambulancia. Se dirigió a la parte trasera del vehículo y arrebató a Leonardo, que había abiertos sus ojos, de los brazos de Lucy; Gioconda esbozaba una leve sonrisa.

En una maratónica carrera de cien metros, llegó hasta la tumba de Da Vinci. Henri sabía a la perfección los pasos a seguir, tenía como referencia aquel sueño o, por lo menos, eso creía él hasta ese momento.

A poco de su objetivo, visualiza a un anciano con una pala y una anciana con un recipiente con agua. Para su sorpresa, lo estaban esperando la pareja que le había vendido la tienda en New York.

-¿Qué hacen aquí? -dijo Henri, apurado por trasplantar el árbol y salvar la vida de su hijo.

-Tranquilo Henri; aquella noche tuvimos el mismo sueño, pero a diferencia de ustedes, nosotros sí lo terminamos de soñar. -dijo el anciano, tomado de la mano de la anciana.

Henri llamó al botánico y pidió el árbol para colocarlo junto a la tumba del artista, pero los ancianos no se lo permitieron.

¡Henri no, no por favor! tiene que hacerlo Lucy y mi esposa, sino tu hijo no sobrevivirá y el llanto de tu hija será eterno. -dijo el anciano.

Lucy y la anciana lo implantaron, completando el pozo con tierra preparada y abundante agua para saciar al sediento árbol después de tan extenso viaje. Los niños reían a carcajadas. Los presentes no entendían absolutamente nada.

-¿Nos podrían explicar? -dijeron Lucy, Henri, policías y médicos; todos sentados en la tumba del artista a la espera de una respuesta comprensible a la lógica humana.

A fines de los años 50, los ancianos trabajaban para el vivero del municipio de París, que abastecía con flores a los cementerios de la región. La justicia parisina les permitió criar un árbol para la tumba de Da Vinci, la que estaba completamente revestida en mármol, siendo que el artista pidió ser sepultado debajo de un árbol y rodeado de flores. Ínterin, la Organización de Naciones Unidas compraba el edificio en New York y el gobierno central francés le obsequiaba el árbol para la plaza ubicada en unos de sus costados. Los ancianos decidieron seguir al árbol para cuidarlo, cargando consigo el pincel, paleta y ropas de Leonardo con las que había retratado a Gioconda.

-No entiendo…¿Cómo fue que Gioconda se quedó con los elementos de trabajo y las prendas de Da Vinci? -dijo Henri.

Lisa Gherardini era la esposa de Francesco del Giocondo, quien tenía una estrecha relación con los Médici, los que a su vez le ordenaron a Leonardo retratarla. Una vez que concluyó su trabajo y ante tamaña obra de arte, Gioconda se enamoró de Da Vinci, terminando en su cama y haciendo el amor. En eso, escucharon el carruaje que traía al marido de la dama, por lo que Leonardo huyó de la casa y dejó el pincel, la paleta y sus ropas.

-¿Salió desnudo por las calles de Florencia? -dijo uno de los médicos, seguido de la risa de los presentes.

-¡El vestido y el retrato deberían haber quedado en lo de Gioconda! pero terminaron en manos de Francisco I (Rey de Francia)  -dijo Lucy, acallando las sonrisas de todos.

Leonardo se colocó el vestido de Gioconda y tapó su cara con el cuadro en el que la había retratado. Camuflado de mujer, escapó a salvo sin ser detectado por el marido. Luego, seguiría en su itinerario hasta la mansión donde pernoctaba Francisco, que había viajado a Florencia para contratarlo, dejando el vestido y el cuadro, a cambio de algo de ropa y el silencio del futuro monarca. Aunque, quince años después y extorsionado por el Rey, terminaría trabajando para él y por residencia el Castillo Real de Amboise.

-Sigo sin entender… ¿cómo llegó el pincel, la paleta y las ropas de Leonardo a usted? -dijo Henri, esperando una respuesta creíble de la anciana.

A los nueve meses del encuentro con Da Vinci, Gioconda dio a luz una niña, a la que declaró por muerta en ese año de 1499; pero, no fue así, sino que la partera que la asistió en el alumbramiento notó un gran parecido con Leonardo. Por miedo a que su marido o los Médici tomaran represalias en contra de la criatura, se la entregó a la mujer junto con una importante suma de dinero para su manutención, las que partieron de inmediato y se radicaron en París; aunque, una vez al año, Gioconda la visitaba a escondidas de su familia.

Muerto Da Vinci en 1519, Gioconda viajó a París y buscó a su hija, juntas fueron a la tumba del artista y allí le dijo quién era su verdadero padre; entregando la paleta, el pincel y las ropas, como único legado de su progenitor. Acto seguido y por la frialdad del mausoleo, pactaron criar un árbol y ponerlo a un costado del sepulcro, pero el rey Francisco -dueño del Castillo y la Capilla- y sus sucesores lo impidieron. Por lo que, las pertenencias y el árbol, pasaron de madre a hija y así llegaron hasta la anciana, chozna de Gioconda y Leonardo.

Ese añoso árbol fue el que llevó al vivero donde trabajaba y es el que sería trasplantado en la tumba de Da Vinci, sumando un estudio de parentesco solicitado por la justicia parisina, que la autorizaba a reclamar los restos mortales del artista, sus inventos y obras de arte. Pero, el gobierno central francés prohibió exhumar el cuerpo y realizar una prueba de la recientemente descubierta técnica de ADN, ordenando que el árbol fuera donado para la plaza a un costado del edificio de las Naciones Unidas; motivo por el cual, los ancianos desistieron de las acciones legales iniciadas y lo siguieron hasta New York para cuidarlo.

Los presentes no salían de su asombro ante tamañas revelaciones. Aunque de entre ellos surgía una única pregunta para cerrar un sinfín de especulaciones. Se habían develado los secretos más profundos de este entramado y sólo restaba conocer el porqué Lucy y la anciana debieron de trasplantar el árbol en la tumba del artista.

Lucy había escrito libros, concebido dos hijos y fue retratada en la plaza por Henri, al igual que la anciana en New York. Ambas, habían plantado el árbol en la tumba de Da Vinci; por lo que Lucy, ahora sí, podía decir… “Me siento realizada como mujer parisina” y, no, como lo hizo al principio del relato; no así la anciana, que no había engendrado niños y tampoco escrito un libro, lo que la apenaba profundamente.

Sin mediar palabras y después de un silencioso cruce de miradas… Lucy pediría una máquina de escribir para redactar esta historia en nombre de la anciana y Henri haría llamar al juez del Registro Civil de París, para formalizar en un acta de adopción su vínculo con los ancianos como sus hijos del corazón; y que la anciana pudiera decir: “Me siento realizada como mujer parisina”… después de adoptar a Lucy y Henri, plantar un árbol, escribir un libro y ser retratada en un cuadro; y con ello, aliviar su gran pena.

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