/Unos días en el paraíso

Unos días en el paraíso

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La historia de Horacio y Eva no es una saga, ni una novela, ni debería estar capitulada, sino que las mismas van surgiendo al azar, básicamente según lo inspirado que esté. Pero, es verdad que sigue cierta correlatividad. De todas formas, pretendo que disfruten el camino, no el final. O sea, la historia en si es incierta, seguramente triste, lo interesante debe ser lo que va sucediendo. Además pueden ir apareciendo “anexos”, que no hacen a la historia de Horacio y Eva, pero pueden ir sumando detalles y personajes. Entonces, si no han leído nada antes, les paso la correlatividad de las mismas:

Capítulo 1 – La sucursal mendocina de los Hombres Sensibles de Flores
Anexo 1 – La secta de los Seductores Implacables
Anexo 2 – Consejos trasnochados para un abandonado
Capítulo 2 – Hasta que choque China con África
Capítulo 3 – El hilo rojo
Anexo 3 – Los onanistas impúdicos
Capítulo 4 – Limerencia
Capítulo 5 – Inefable
Capítulo 6 – Desencuentros
Capítulo 7 – Espejos
Capítulo 8 – La encrucijada 

Capítulo 9 – Unos días en el paraíso

– ¿Cómo hiciste para encontrarme? – preguntó Eva con los ojos hinchados de tanto llorar y el cuerpo ardiendo y hasta algo dolorido, luego de un abrazo fuerte y eterno que Horacio le había dado a una cuadra de su casa, cuando detuvo el Seat en el medio de la calle solo para eso.

– Julieta – fue lo único que dijo Horacio con una sonrisa de costado mientras conducía hacia El Prat.

Albergaban en su interior la extraña sensación que se genera al encontrarse con ese tipo de personas que no hace falta ver constantemente para conocerse mutuamente de manera tan personal como mirarse frente a un espejo. Las palabras, los gestos, las risas… todo era familiar en los dos. Era el encuentro de siglos de añoranzas, la tregua de una vida alejados, la fortuna de sentirse unidos físicamente bajo un nexo de antaño. La emoción de la novedad resaltaba los colores de la vida, generaba inhalaciones poéticas de aire, apaciguaba todas las tristezas.

Llegaron a París y no había nadie de la SPP esperando en el Charles de Gaulle. Estaban ahí, lejos, los dos… solos en la ciudad del amor. Creían caminar en campos de algodón.

– Algún día te van a llamar en serio y más vale que les creas – bromeó Horacio al respecto.

La mañana era hermosa, el sol de un verano incipiente bañaba las fachadas parisinas del paisaje, el perfume citadino inundaba los sentidos. Una ciudad cargada de romanticismo para dos locos de amor era un cóctel perfecto, chispas en el paladar. Caminaron hasta el hotel besándose en cada esquina, una felicidad desbordante les impedía decorar con palabras el momento, así que ambos preferían moverse callados, mirándose en silencio y coordinando a la perfección los abrazos y los besos, las caricias dulces de cuello y nuca, los mordiscos suaves de la pasión, la amalgama exacta de los cuerpos.

Esa noche estaba el París Jazz Festival en el Espace Delta, la ciudad incitaba a recorrerla, pero a ambos les urgía la necesidad irrefrenable de llegar a la habitación y poder decirse con el cuerpo cientos de deseos callados y reprimidos.

La habitación del Hotel des Grands Hommes daba al Panthéon, pero el monumento de los dos juntos era mucho más maravilloso que cualquier obra arquitectónica. Cerraron las cortinas y se abrieron al amor. Se encontraron después de tantos sueños, de tanto imaginario, de tantos fantasmas dispersos. Y los besos, y las caricias, y la ropa de ella por los aires, y la de él por el suelo y “Down with my baby” sonando perfecta de fondo. El corazón palpitaba con fuerza y nervios adolescentes de una forma incontrolable, la respiración agitada, entrecortada y obtusa los delataba como desesperados por amarrarse a las costas del amor. Entonces fue el momento de las manos, de demostrar con la piel todo lo que sentían en el pecho, de traducir con los labios el disparate de citas dilatadas, por fin encausadas, de dejar una huella en cada centímetro de piel, de morderse, de apretarse, de embeber el perfume de sus cuerpos lascivos. Horacio recorrió la geografía de Eva con el placer del viajero, con la paciencia de a quién nada lo ata, disfrutando cada bahía, reposando en los valles, refrescándose en sus ríos, trepando a sus montañas, mojándose en sus marismas y hundiéndose en lo profundo de sus arrecifes. Ella subió a ese barco irresistible, meciéndose al compás del mar bravío, dejándose llevar por las olas que la elevaban a la cresta y luego la depositaban suavemente en la arena, entre la espuma y la bruma del mar, para volvérsela a llevar hacia lugares insondables de placer, ensortijando su cuerpo a cada instante, bajo pequeños y exquisitos espamos. Le petit mort. Eva electricidad, Eva sol, Eva pasión, Eva sentidos, Eva libros antiguos, Eva París. Horacio infierno, Horacio pecado, Horacio noche, Horacio miel, Horacio galerías sepia. Juntos fueron fundiéndose en una sola pieza, un rompecabezas perfecto que se sellaba hermético, irrompible, homogéneo. Entonces la lluvia de verano, las llanuras púrpura, tormenta de azúcar, cientos de llamadores de ángeles al viento cálido del atardecer, esponjas de seda, ovillos de lana en los pies, el sabor agridulce y la oscuridad iluminada por millones de explosiones centelleantes. Y el temblor de los vientres, y el milagro de llegar al cielo de a dos, y la cadencia de infinitos segundos de plenitud egoísta disfrutados de manera simultánea, como un hechizo del alma. La calma luego de la estampida volvió a reinar, sumida bajo el retumbar de los tambores y el coro de los suspiros que acusan el final de la deliciosa batalla entre los cuerpos.

– Horacio infierno – le dijo Eva a Horacio al oído mientras él le acariciaba la nariz.

– Eva cielo – respondió él.

– Nos encontramos en un mundo lleno de desencuentros y eso no pasa seguido – dijo ella.

– ¿Porqué “infierno”?

– Porque por vos me convertí en alguien que no soy, siendo capaz de hacer cosas que jamás hice y que van contra mi ética… sos mi pecado, mi dulce condena.

– Vos sos mía para siempre… por más que la vida se empeñe en desencontrarnos.

Y el tiempo tirano comenzó a correr, empezó la cuenta regresiva de aquella aventura de amor, de aquella locura inefable. Recorrieron todo el Champ de Mars de la mano, bailando entre artistas callejeros y el ruido de la ciudad hasta llegar a la Avenue Gustave Eiffel y desfallecer de amor ante la imponente torre. Subieron los más de trescientos metros sin separarse un instante, para besarse en el mal llamado cuarto piso. Eran tantas emociones juntas que la garganta se les anudaba a cada paso.

Caminaron por los pasillos del Louvre, mientras Eva fascinada lloraba ante cada obra. Horacio solo tenía ojos para ella, no había ningún cuadro en el mundo que fuese más fascinante que aquella mujer de ojos achinados. Eva le explicaba con sapiencia aficionada detalles escabrosos sobre las obras y él solo se colmaba de su voz, esa voz afónica, grave, ese suave lamento.

Comieron crepes de fresas por la Avenue des champs Élysées hasta llegar al Arco del Triunfo, donde Horacio desplegó sus conocimientos históricos e intentó sorprender a Eva, quién en venganza solo disfrutó de la boca de Horacio gesticular palabras mientras pensaba en comérselo. Quería ser una extensión de él, ser parte de él.

“So, so you think you can tell, heaven from hell, blue skies from pain”… definitivamente Eva no podía distinguir entre el paraíso que le estaba haciendo vivir aquel infierno de hombre y el dolor que se podría avecinar aún bajo cielos azules. No solo la habitación del hotel se incendiaba cada noche, sino que cualquier lugar solitario y oscuro era el sitio para dejar fluir los manantiales de la pasión. Tras cada cerveza o vino, los ojos de Eva se encendían de picardía, al tiempo que Horacio moría de vergüenza. Pero era un sentimiento incontrolable, que encontraba paraje en callejones, plazas, baños de bares de mala muerte y hasta el mismísimo palco del Théatre des Mathurins, mientras veían una patética interpretación de La Tempestad. Cada recovecos de Eva era incansablemente visitado por Horacio, como un vicio, como una locura de amor. El impulso frenético de la piel y la certeza de que las horas pasaban eran la batería perfecta de un artefacto sublime de lujuria.

Se besaron hasta sentir pudor en el Pont des Arts y el en Pont Neuf, prometiéndose lo que todos obligadamente dicen ahí. Visitaron muchas cafeterías al rededor del Canal de Saint-Martin, disfrutando de charlas eternas que no hacían más que certificar sentimientos. Todas las veces ella intentaba convencer a él de que “El beso” de Klimt era más impresionante que “El beso” de Rodin y él terminaba besándola apasionadamente en la boca y corriéndose justo a tiempo para preguntarle a una boquiabierta Eva sobre cuál era efectivamente mejor. Hermosos “te odio” se escapaban de esa voz metálica.

Recorrieron Notre Dame y los Jardines de Luxemburgo, pero no había mejor sensación que la compañía de ambos ante cualquier paisaje. Hasta que llegó el último día… por la mañana Eva debería emprender su regreso. Ese atardecer navegaron por el Sena con el corazón hecho migas. Luego de una cena en penumbras Horacio no aguantó más…

– Eva no volvás más…

– No me pidas eso Horacio… no ahora.

– Escapémonos juntos.

– Horacio, Esteban me necesita. Está solo en Europa, no me perdonaría dejarlo… no ahora.

– ¿No ahora? ¿Y cuándo entonces?

– No se… esto es demasiado para mí. Ponete en mi lugar… apareces en mi rutina, de la nada, como un rayo, y me destrozas todas mis estanterías de cristal, me demoles la construcción de una vida prefabricada, pensada y armada. Vos no estabas en mis planes… y ahora sos mi vida entera. Son demasiadas cosas para mí, demasiado rápido todo. Se me hace tan difícil separar la cabeza del sentimiento.

– Así son los asuntos del corazón, esto es amor… así es el amor.

– Horacio… siento que estoy enamorada de vos incluso antes de conocerte, cuando te vi fue simplemente el hecho de hacer efectivo un sentimiento. Pero nos hemos encontrado en sintonías diferentes.

– En un mismo tiempo.

– Exacto… y tengo tanto miedo.

– Tranquila Eva, tenemos que celebrar que al menos nos encontramos, a los tumbos, prohibidos, complicados, pero reales. Todo lo que imaginamos es cierto.

– Y eso no se si es bueno o malo.

– Jamás puede haber algo malo en algo tan profundo, concreto y real. – dijo el vendedor de sellos de la galería Ruffo e hizo un silencio intenso al tiempo que se le nublaba la vista – Eva…

– ¿Que? – respondió ella penetrándolo con esos ojos negros que eclipsaban la luz.

– Te amo.

Y el “yo también” de Eva se interpuso junto a una mezcla de labios y lágrimas saladas que se conjugaban entre la lengua de ambos.

Esa noche caminaron por las calles de París, borrachos de amor, compartiendo los silencios de la soledad que se avecinaba, ansiosos por llegar al la privacidad del hotel. La habitación fue una parafernalia de amor, un derroche de pasión que desbordó en cada metro cuadrado. La velada duró casi hasta el amanecer, cuando ambos, rendidos de tantas estampidas, no pudieron soportar el cansancio físico.

El despertador marcaba las 9 de la mañana, a medio día regresaba su vuelo a Barcelona. Abrió los párpados hinchados, la luz de la ventana bañaba todo de ocre, una suave brisa hacía danzar las cortinas. El cielo seguía radiante. Horacio no estaba a su lado. Se levantó perezosa y vio el desayuno preparado a los pies de la cama, junto a una foto de los dos. Supuso que algo andaba mal. Se paró de inmediato y tomó la fotografía. Detrás decía “hasta luego, jamás me voy a despedir de vos”. Horacio había partido y el llanto la acompañó hasta El Prat, donde ningún taxi de la empresa Auca la esperaba…