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Viaje por la mente en colectivo

Nada hay en la mente que no haya estado antes en los sentidos – Aristóteles

A veces la nada misma nos inunda, o al menos en mi caso es así. ¿Cómo decirlo? Un sopor intelectual me invade y la mente se deja llevar, se va de paseo en sí misma. Voy parado en el colectivo, apretado, agobiado. No es la inercia de las frenadas y aceleradas. Todos los pasajeros vamos unidos por un hilo invisible y nos movemos al unísono, manejados por un titiritero que pone la empresa de transportes. El afuera pasa con pena y con gloria. La velocidad  mete a la vida en la bolsa del tiempo. Recién estamos a la altura del carril Rodríguez Peña. A esta hora hay como treinta y algo de minutos para llegar al centro. Cierro los ojos. Me dejo mecer por el vaivén del viaje.

La mente fuera de cauce me mete en la máquina del tiempo. De pronto estoy de nuevo en el bar de la Diana en la calle Rivadavia, un día antes de Navidad. Borrachos con el Chino y el Emilio. El bar lleno de humo borracho, sumergida en él la gente borracha. Todos tranquilos, cada uno en su mesa con su grupo-tribu. Como si fuesen islas. Brindábamos por todo. Brindábamos por nosotros, por la Navidad, por las otras mesas, por la Diana. Salud por acá, salud por allá y los porrones pasaban. Salió el tema de las tetas de cierta chica. La vamos a llamar Laura. Afloraron los brindis y salud por las pechos gloriosos de la Laura, ángeles volando por nuestra borrachera. Entonces entró al bar la Laura y nos agarró en el medio de un brindis. Como pudimos nos recatamos en nuestra conducta. Menos el Chino, que desde el momento en que entró no dejó ni por un instante de mirarle el busto enorme, más aún en esa noche de diciembre con 34° y su musculosa blanca. La saluda el Emilio – Hola, Laura. Feliz Navidad. El Chino con la vista fija, con una mirada de macho cabrío la lamía con los ojos, – Feliz Navidad – le digo por mi parte. Cuando le toca saludar al Chino, éste sin levantar la visión de los pechos de la Laura suelta un estentóreo – Feliz cumpleaños Laura, que la pases muy feliz  …Vamos salud. Ella se tapó con la cartera y se fue.

Dejo escapar una sonrisa, contengo la carcajada, y eso me hace volver al colectivo. Me pregunto qué habrá sido de la vida de la Laura, desde esa vez nos empezó a saludar cada vez desde más lejos hasta desaparecer.

Me doy cuenta de que vamos por la lateral del Acceso Este. La mañana está creciendo exponencialmente. Los rayos dorados de la luz del sol se arrastran como lenguas y entran por las ventanas del colectivo. Luz acróbata.

Al lado mío hay un señor Nada; todo en él me dice nada. Su cara con lentes, su corbata a rayas rojas y blancas, nada. Del otro lado tengo a un señor mayor. Lleva puesto un buzo azul con una enorme “A” blanca estampada. La “a”, la madre de las letras, la primera, la valiente, la egocéntrica.  Entonces se me ocurre qué fue primero ¿la letra o la palabra? La palabra es un signo que tiene un significante y un significado, y que ambos conjugados nos dan la idea, la representación, Pero para todo es necesario el detalle, lo que conforma el todo, y en este caso es la letra. Antes de la primera palabra jamás dicha es evidente que hubo un balbuceo. Uno de nuestros antepasados, algún homínido, miraba su reflejo en el agua de un río y un segundo electrizante de lucidez se reconoció. Farfulló algo, quería saber su nombre, debía inventarlo. Se tenía a sí mismo como signo pero le faltaba llenarlo de letras, de una forma consistente que se pudiera usar una y otra vez. Dijo a duras penas unas letras que le mordieron los labios porque se asustaron al ver al sol. Las repitió muchas veces, fallando en todas, hasta que pudo unirlas y dijo su nombre y fue una persona. El señor que tiene el buzo azul con la “A” estampada se baja, con él se va el homínido contándole que sabe cómo se llama.

Vamos llegando al Shopping y todavía no me decido si fue la palabra o la letra, pero tengo una seria intuición de que fue la segunda. El principio fue el balbuceo para buscar la palabra precisa. El señor Nada se baja en el Hospital Italiano; de a poco va menguando la cantidad de  personas. Consigo un asiento y me refugio en él.

La mente es sospechosa. Nos pasa un camión de caudales. Me pregunto cúanta plata llevará y cómo se podría hacer para sustraer el dinero sin violencia o situaciones intimidantes. Un teletransportador de materia, como en la película “La Mosca”, un elixir para la invisibilidad o algún sortilegio mágico que me permita la dominación mental de las personas. Pero son todos lejanos a mis posibilidades. Articulo un plan sencillo, efectivo y descabellado. Le hablo a la Laura y le pido, no sin antes prometerle un porcentaje del botín, que se levante la musculosa al paso del furgón de caudales. Cuando éste se detenga para que los guardias puedan disfrutar del espectáculo, me introduzco subreptciamente en el recinto donde guardan la biyuya y me llevo todo. Total hasta que la custodia se recupere tengo tiempo, porque la Laura se toma en serio su parte y salta de puntas de pie, con las lógicas vibraciones que repercuten en todo su cuerpo.

Estamos llegando a la Terminal, se está acabando el viaje. Sin que me diera cuenta se bajó casi toda la gente y el hilo que nos unía está en el piso. El colectivo se detiene en la bajada de Montecaseros, frente al Hospital Central. El agua en la acequia me llama la atención. Veo a un pájaro rojo muerto flotando, parece dormido. Una flor amarilla lo acompaña un segundo, luego encalla en un montículo de basura. El ave se pierde bajo un puente. Pienso que en el Ganges navegan cadáveres; van en el agua sagrada como islas anónimas de humanidad. En su ribera las personas se asean en él y usan sus aguas para lavar ropa mientras los muertos flotan plácidamente, gozando de la tranquilidad, sufriendo los embates de las aves y los peces que los van comiendo. La acequia es el Ganges.

Un viaje más en el colectivo, como cualquiera. Me preparo para bajarme en Catamarca y Rioja. Y me meto en los bolsillos mis pensamientos. Algunos escapan, descarados, necios. Pero los dejo, porque sé que volverán mañana.

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