/Mar Oscuro

Mar Oscuro

La habitación se iluminaba y oscurecía al ritmo del blackout que flameaba empujado por el viento marino salado y áspero que entraba y parecía caer al suelo pesado de tantos aromas minerales. Cuando ya se puso frío, cuando la luz dejó de ser clara, cuando ya no se sabía si estaba o se había puesto el sol devoradas las certidumbres por la tormenta, se puso de pie, fue hasta la ventana, corrió el blackout y, cerrando la hoja, dejó que la inmensidad sin estrellas de ese cielo picado de olas, acuoso y salado, que ese mar infinito la mirase impúdicamente desnuda, que las nubes se detuviesen, que las aves, los caracoles, cada cortadera, cada pedregal la estudiase con tiempo, le recorriese su piel clara y tersa, sus tetas firmes, su culo curvo, su abdomen suave y recto. Pudo sentir el manoseo de la naturaleza y moviéndose dejó caer el pesado blackout sobre la ventana cerrada volviéndolo todo a la penumbra. La casa estaba muy alejada de la gente y extrañamente eso la excitaba. La excitaba porque la única casa cercana era la de Bermúdez, que estaba a casi cien metros.

Aunque hacía dos noches se había prohibido volverlo a hacer, no se aguantó. Fue hasta la puerta, la abrió y una pared de viento salado la empujó un poco hacia atrás. No era un viento frío, pero tampoco caliente. Era un viento marino, más que una brisa, y con las esquirlas de sal que le picaban por el cuerpo… y le recordaba estar caminando desnuda por la arena, y eso la excitaba más aún. Subió la duna grande y arriba se detuvo. Dejó que el viento la envolviese y, curiosamente, sintió que la sacudía de la sal y la arena, y se sintió mejor, más linda, y ya bajando la duna el viento quedó privado de fregarse sobre su cuerpo con la lascivia y el deseo que despertaba en la naturaleza toda. Unos pasos más y llegó a lo de Bermúdez. Miró el auto y la arena rejuntada bajo sus ruedas y supo que estaba solo, y que no había salido. Golpeó la puerta. “¿Quién es?”, “Soy Solange, Carlitos”. Y la puerta se abrió chillando y quebrando el óxido de las bisagras. “Pasá, Solange”.

Ella pasó a su lado con todo su cuerpo desnudo. Apenas cruzó delante de él sintió que su piel irradiaba el calor de miles de días de verano. “¿Tenés calor?” preguntó Bermúdez, “¿No te da frío el viento?”. No, no me da frío. “¿Cómo sabés que tengo calor?” preguntó mientras se sentaba en la silla del comedor y empapaba sus dos manos en su entrepierna. “Bueno, digamos que lo sé… ¿Seguís sola en la casa?” preguntó Bermúdez yendo hacia la cocina. “Sí”, contestó ella fregándose el sexo con ambas manos y tratando de percibir el morbo de sentir su culo desnudo sobre la madera de la silla, “mis papás llegan en tres días”. Apenas dijo eso vio que Bermúdez se dirigía hacia los cuartos, se puso de pie y fue hasta él tomándolo por detrás con sus manos. “Estás yendo para los cuartos, Carlitos. ¿Dónde tenés el bastón?”. La sensación de llevarlo a Bermúdez completamente desnuda la mareó por unos segundos. “Sí, Solcito, estoy yendo al dormitorio a buscar justamente el bastón”, “Yo te lo busco” dijo Solange y rozó a propósito sus tetas con la manga de la camisa blanca de Bermúdez y pasó. En el cuarto encontró además del bastón blanco toda la intimidad de Bermúdez desparramada por todos lados: ropa, toalla vieja, nueva, la cama deshecha, cositas volcadas por la mesita de luz, por el piso… Intentó no pisar ninguna, tomó el bastón y volvió al encuentro de Bermúdez. “Acá tenés, Carlitos” le dijo, y le dio el bastón.

Pasaron las horas tomando mates, y con la insistente pregunta de Bermúdez de si se sentía bien después de cada orgasmo reprimido de Solange. “Sí, Carlitos, es que esto del frío y el calor a veces me da como algo así, que se yo, algo como que me corta la respiración”. En su morbo Solange se había fregado con ropa, almohadones, cubiertos, y cualquier cosa que tuviera a mano, también se había masturbado al lado de Bermúdez, incluso una vez lo hizo delante de él mientras este le contaba la historia del hotel que alguna vez tuvo en el sur argentino. El cuerpo de Solange era una tea, una energía constante que latía sobre su piel, y Bermúdez otra y otra vez le volvía a hacer la misma pregunta: “¿Tenés mucho calor? ¿No querés que abra la ventana?”.

Cuando ya era casi de noche afuera Solange se despidió de Bermúdez. “¿Necesitás que te ayude con algo, Carlitos?”, “Gracias, Solange, soy ciego pero me las arreglo bien”. Solange salió y la recibió una brisa leve y el sonido del viento fuerte que la esperaba ardiente arriba de la duna grande. Con el cuerpo relajado y caliente, y el aire más suave entrando a sus pulmones trepó la duna y se perdió del otro lado. Bermúdez tanteando la puerta dio con el picaporte y la cerró. Adentro los sonidos volvían a morir ante la autoridad fulminante de la soledad. Con el bastón caminó hasta la silla donde había estado sentada Solange, se agachó, y comenzó a inhalar con fuerza, una y otra vez, y otra vez más, intentando reconstruir con sus vívidos sentidos, la voz de la muchacha, el perfume de su pelo, el calor de su cuerpo desnudo, y el invasivo e intenso aroma de su sexo.

Al final, videntes y no videntes, hermosos y feos, ricos y pobres, cuando la soledad doblega, la imaginación se hace generosa y la miseria nos hermana.

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