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Mascarita y antifaz

Decime quien sos vos, decime donde vas
Alegre mascarita, que me gritas al pasar:
«¿Qué hacés?¿me conocés?»
«adiós… adiós… adiós…»
«Yo soy la misteriosa mujercita que buscás».
Sacate el antifaz; te quiero conocer
tus ojos por el corso, van buscando mi ansiedad…
(Siga el corso. Tango de García Giménez y Aieta)

Siempre me llamó la atención el carnaval. Es algo que disfrutamos desde chicos, en diversas culturas y de distintas maneras. Aquí en general está relacionado con las mojadas callejeras, las challas. Ésto tiene que ver con las latitudes, ya que en los sitios fríos obviamente no sucede. Y es que el carnaval no tiene que ver con el clima, ni las fronteras, ni las razas ni las religiones, se celebra en todos lados los mismos días. Aunque, el clima influye en las formas en las que esa celebración se desarrolla.

En el norte se acerca la primavera, la siembra. Mientras que en el sur nos preparamos para la cosecha en tiempos de otoño y vendimia. Siempre hay luna nueva en Carnaval, y no es casual. Es ella la que marca el pulso natural de la tierra, que late en la eterna sinfonía de los días y las noches a través de las estaciones. Se renueva en el ciclo cósmico un paso más en nuestro propio tránsito vital a través de las constelaciones. Inmediatamente después, los cristianos inician la cuaresma, camino a la Pascua de Resurrección, que se celebra el domingo siguiente a la primera luna llena después de equinoccio de otoño o primavera (dependiendo el hemisferio), exactamente cuarenta días después de la última luna nueva antes del 21 de marzo, cuando se celebra el carnaval. La abstinencia de carne luego de las orgías carnavaleras es lo que marca el sacrificio de purificación religiosa. Tiempos de silencio y oscuridad. Resposando como la semilla virgen a la espera del brote que germina y la absorbe.

En estas latitudes sureñas, el carnaval se mezcla con los aires de vendimia y tampoco es casual. La celebración de las cosechas tiene otro encanto. Cuando la fiesta es porque hay frutos, las criaturas deleitan su deseo con los manjares más jugosos que ofrece la naturaleza. En Grecia, los carnavales comenzaron con las fiestas bacanales, en honor a Baco, dios del vino. Creían que cuando las personas se emborrachan, entran en un estado de éxtasis que los acerca a ese dios, el cual se mostraba a los mortales bajo diversos formas, de ahí los disfraces. La particularidad de los griegos es que las fiestas bacanales sólo eran para mujeres, que participaban a modo de iniciación sacerdotal para luego realizar los oráculos. Cuando las fiestas bacanales llegaron a Roma, empezaron a participar también los hombres y las cosas se desbordaron a tal punto que el Senado Romano prohibió las orgías masivas que se realizaban en esos días en los que la gente tenía todos los excesos permitidos. Las obras de arte han plasmado estos hechos sobradamente.

Pero los orígenes de estas costumbres vernáculas se remontan todavía más atrás. En Egipto celebraban a Apis, dios de la fertilidad y también una deidad funeraria. Su culto se realizó hasta que los cristianos destruyeron el templo Serapeum, en donde se celebraba esta fiesta. En Ibiza, se adoraba a Tanit, principal deidad del panteón cartaginés, regente sobre la fertilidad y la luna, esposa de Baal. Hay quienes lo consideran un demonio, otros un dios. Incluso se asocia la palabra carnaval a “carne para Baal”, pero no hay consenso sobre eso. Durante la edad media, Venecia fue el puerto comercial más importante entre oriente y occidente. Las máscaras eran usadas en las fiestas para que los nobles pudieran mezclarse con la plebe en igualdad de condiciones. Allí el carnaval tiene ese aire majestuoso que inspira a convertirse en dioses terrenales que juegan seduciendo sus instintos primarios ante el cortejo de las miradas, lo único que queda al descubierto.

Carnaval, fiesta, vino, danza, seducción, música, oráculos, excesos, orgías, dioses de la fertilidad, luna nueva. Sexo y más sexo. ¿Eso es todo? Quizás entre criaturas primitivas con algo de cerebro como los seres humanos, sí. Pero la naturaleza es mucho más evolucionada y en ella el carnaval también se celebra.

Cuando los colonizadores llegaron a América, trajeron con ellos esta fusión festivalera. Y acá… acá se mezcló con la ya existente y la que llegó también de África, deidades incluidas, para alabar este ceremonial sagrado del génesis. Algunos, como en Perú, México y Bolivia conservaron vestimentas y máscaras, aunque no para cubrir sus rostros sino para llamar a los dioses con formas de animales, de espíritus ancestrales, de elementos como el fuego, el sol, el agua, el trueno.

En Brasil, las vestimentas fueron tomando la forma de las aves y se llenaron de plumajes coloridos propios de la época de celo, en donde el apareamiento necesita de vistosos rituales para fecundar su propia naturaleza en constante explosión.

La luna en el cielo, satélite sideral, marca los pulsos de la savia primordial en las especies terrenales, que a su ritmo ejecutan la danza del origen primario sin descanso. Ese ritmo es el que late en lo más íntimo de la creación, invitándonos a celebrar la vida en toda su esplendorosa virtud. Los ciclos de la constante renovación bullen en estos días. Hay un clima de ardor que renace en todo y es tan ancestral como la chispa de fuego del Neanderthal.

En esa chispa hubo también una iluminación de la noche, un juego con las sombras, los espíritus y los restos de los primeros homínidos. El Carnaval llama de nuevo al tambor y su eco, al hombre de la caverna, a la llama y su luz, a las máscaras que esconden la majestad sin rostro a la que rendimos el culto más sagrado, la madre, ese espacio en el que se gesta todo lo que luego nace y se multiplica. Como las flores, como los pájaros, las abejas y las diatomeas.

El carnaval es más que una fiesta, es un ritual atávico, biológico, de fines reproductivos y de preservación. Con la llegada del carnaval se abre un portal misterioso, como si de la cueva salieran mariposas a llenar los aires después de explotar las crisálidas. Donde unas culturas lanzan semillas a la tierra para que el sol y el agua del deshielo las fecunden a la fronda, otras recogen los frutos que se conservan en el frío de las nieves, bajo las piedras tapizadas de amarillo otoñal, en la guarda del roble.

Nosotros celebramos la fiesta que la naturaleza ya nos hizo, y lo bien que hacemos. Porque por eso estamos aquí, una casualidad llena de intensión en el medio de un mar de probabilidades. Eso somos, minúsculas partículas de lo más bello y grande de toda la creación. Imitando a la naturaleza hicimos la cultura y la manera de celebrar es parte de ella. Sean felices, que lo que empieza en carnaval no termina en carnaval. Coman, beban, mójense, bailen y multiplíquense. A eso hemos venido y nos iremos de todas formas.

“Siga el baile, siga el baile
De la tierra en que nací;
La comparsa de los negros
Al compás del tamboril.”


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