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Mi fantasma

Aquella noche de mayo, mirando las luces de la ciudad desde el cielo, me invadió una horrible angustia que me presiono el pecho y me saco algunas lágrimas de los ojos. Un miedo que me corto la respiración por unos segundos y me planto la duda que no se había plantado durante el último año y medio: ¿Y si no volvés a salir más de esta ciudad?

No quise darle lugar al fantasma que me acechaba y cada oportunidad que se me presento de cruzar la frontera de mi ciudad natal, la tomé. Le hacia una mueca burlona a ese que estaba a mi lado a la espera de que la realidad me golpeara. Hasta que un día me volvió a hablar al oído muy tranquilo y dijo “el que ríe último, ríe mejor”. Y sí, la rutina me había atrapado, ahora tenía compromisos que me ataban a este lugar y día a día se hacían más  ineludibles.

Después de ese día se instaló en mi habitación, armó su cama junto a la mía y me miró cada una de las noches, antes de dormir, mientras dormía y cuando despertaba. Se puso en la posición de copiloto en mi auto e ironizaba cuando llegaba a mi destino diciendo: “¿Qué lejos llegaste no?”. Apagaba el auto, me bajaba y pegaba un portazo, caminaba dos metros y lo tenía ahí, otra vez a mi lado, con cara de guasón, riendo de mi desdicha.

Algunas noches logré hundirle la cabeza en alguna bebida y me reía de él. Era feliz viendo cómo se ahogaba y mi vida volvía a gustarme. Pero a la mañana siguiente, cuando abría los ojos, él volvía a estar allí, mirándome, sonriéndome, al lado de mi cama. Era como si cada intento de destruirlo lo alimentara más y lo hiciera crecer. Fue desarrollando músculos que antes no tenía. Ahora la piel le brillaba y los ojos le sonreían cada vez más. Había otras veces que lo ignoraba. Era como si me acostumbrara a su presencia al punto que pasaba a ser parte del paisaje y lo veía, pero sin observarlo. Pasaba un poco tiempo, y de repente algo me tocaba el hombro y me hacía recordar que no estaba sola, que él estaba conmigo.

Desde que vivimos juntos adelgace doce kilos. Cambié de cama veinte veces, para ver si al despertar eran otros los ojos que me miraban, pero él siempre estaba ahí. Esperándome. Una vez quise que me lo extirparan de las entrañas, fui al hospital y el muy astuto se disfrazó de médico y me diagnostico gastritis por estrés. Volví a casa con más ojeras de las que tenía esa mañana y él, saltando a mi lado con un algodón de azúcar en la mano y un gorrito de colores con un molinete en la cima, que me había hecho comprarle en el camino con un berrinche de niño caprichoso. Las piernas me pesaban a pesar que estaban más flacas que un palillo, la espalda se me había encorvado y el pelo se me caía.

Un día, ya sin amino ni esperanza, me senté a fumar el cigarrillo número treinta del día, y miré para atrás con los ojos llenos de lágrimas. A través de ellas recordé cada día desde su llegada. Me di cuenta que él estaba sentado en el mismo avión que yo aquella noche de mayo. Lo había estado todo el viaje, nada más que yo era muy grande al lado de él, y no se había acercado porque sabía que lo pisaría porque no lo hubiese visto. Pero esperó ese momento donde me descuidé para poder subir a mi hombro y susurrarme al oído.

Ahora ya es parte de mí, es como si fuere mi brazo o mi pierna. Somos uno los dos. Somos un mismo cadáver que camina por las calles de Mendoza…

Escrito por: Nany

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