/Monja, homosexual y feminista

Monja, homosexual y feminista

Tengo que decir que el título no le hace justicia porque a pesar de ser cierto, ella fue mucho más que eso. Fue una de las mentes más lúcidas y excepcionales que el género femenino ha dado a la humanidad.

Ella se enojaría, sí, al usar la palabra “género”, pues no sólo fue una de las mujeres que más bregó por la igualdad, sino que fue acaso la primera en osar la afrenta de ser plena y absolutamente mujer en una sociedad misógina, occidental y católica.

De chiquita ya fue distinta. Si algo de suerte le tocó en la vida fue crecer en la casa de su abuelo materno, quien tenía una enorme biblioteca. Pasó mucho tiempo ahí, tanto que a los tres años ya había aprendido a leer sin que nadie le enseñara. A los ocho compuso la primera loa y no era una locura que poquitos años luego quisiera ir a la universidad.

Leer unos libritos a escondidas… puede ser, ya ir a la universidad era algo que las mujeres no necesitaban hacer. Terminó viviendo en la casa de una tía, quien le consiguió un trabajo de sirvienta. Ella aceptó gustosa al saber que la casa la que iba a servir tenía biblioteca.

Allí no pasó desapercibida. Una sirvienta que sabía leer, escribir, historia, ciencias, matemáticas, astronomía y música, además de filosofía y teología… no era común. La patrona, al conocer el nivel de instrucción de la chica, pensó que era perfecta para encargarle la educación de su hija. Pero el padre de la niña no confiaba en la sirvienta y la sometió a una severa evaluación que le hicieron los hombres más cultos y eruditos del lugar. A todos y a cada uno les respondió con holgura y gracia. No había duda, era la indicada para la instrucción de la ilustre infanta. Esto no fue un suceso más, porque no había sido una pruebita de rigor, sino que los hombres se sintieron un tanto ofendidos con la destreza de contenidos que mostraba la joven. Su nombre no se olvidó.

Todo bien hasta acá incluso para la patrona, Doña Leonor, quien cuando leyó los escritos de la recién incorporada maestra, no sólo la alentó a continuar escribiendo sino que se convirtió en su mecenas.

Las cosas se complicaron un poquito a eso de los dieciséis, porque ya estaba en edad de ser casada y ella no quería. En realidad, no es que no quería compartir la vida con alguien amado, sino que consideraba mucho más interesante estudiar que pasar la vida al servicio de un esposo y sus hijos. Era hermosa, inteligente y mucho más culta que cualquier mujer de su clase. Cuando digo “clase”, me refiero a hija ilegítima. Le sobraban pretendientes, pero ninguno digno de su intelectualidad. Tenía tres opciones: casarse con un peón, ser monja o libertina. Optó por la vida monástica porque era la única que le permitiría estudiar. Paradójicamente, en el convento tenía más libertad de la que hubiera tenido casándose.¡Era perfecto para ella!

Se decidió finalmente por el Convento de San Gerónimo. Resulta que ahí pasó lo mismo que en la casa de los patrones: no pasó desapercibida. Sabía demasiado y discutía sobre teología a la Priora y al confesor. Sus ocurrencias y hábitos empezaron a ser un dolor de cabeza. No era una rebelde, era una mujer brillante. Es que era buena en todo: sabía cocinar, sabía tocar instrumentos, sabía cantar, recitar, bordar, escribir, limpiar. Sabía hacer, además, algo extraordinario para su tiempo: expresar sus ideas con fundamentos cuidadosamente estudiados. Todo lo hacía bien con tal de tener unas horas al día para pasar en la biblioteca. Y si no tenía horas del día, se quedaba de noche a la luz de las velas.

Cuando el marido de Doña Leonor fue llamado por el jefe para otro trabajo, llegó a la comarca el reemplazante y su mujer, a quien la antigua señora le había comentado sobre los dones de la monja. Era de esperar que la ilustre recién llegada no demorara demasiado en ir al convento a visitarla.

No se puede decir que fue amor a primera vista… pero casi. Tanto así que la monja tuvo nueva mecenas y, con tal de que estuviera tranquila y fuera feliz estudiando, leyendo y escribiendo, se aseguró de que en el convento tuviera una cómoda, aunque austera, habitación y un par de sirvientas.

¿Era sólo de buena? Sí y no tanto, pues la señora María Luisa visitaba mucho el convento y no sólo acompañaba a la monja a pasear por el patio y los jardines, sino que en aquellos aposentos pasaban horas leyendo y conversando. Tenían una relación estrecha, aunque no hay evidencia de que fueron más allá. Las cartas que se enviaban no dan cuenta de que hayan llegado a una intimidad carnal. ¿Por qué en el convento lo permitían? Bueno… La contribución de la señora ayudaba bastante a hacer la vista gorda.

Nadie sabe de qué hablaban, pero hay más de cincuenta poemas dedicados a “Lisi”. En ellos se puede leer:

«Yo adoro a Lisi, pero no pretendo
que Lisi corresponda mi fineza;
pues si juzgo posible su belleza,
a su decoro y mi aprehensión ofendo” 

***

“Cuando yo mía te llamo
no pretendo que juzgues que eres mía
sino sólo que ser tuya quiero”

El tema es que, si ella no hubiera sido monja no hubiéramos podido leerla, porque más allá de que sus versos se habían extendido mucho más allá de las paredes del convento, hizo más revuelo por hereje que por poeta. Aprovechó el favor de su mecenas, su incipiente y merecida fama y su notable talento literario para, con letras muy bien fundamentadas, cuestionar el rol de la mujer en la sociedad. No fue un escrito cualquiera, fue una crítica al sermón del Obispo.

El Obispo tomó cartas en el asunto y todo fue de mal en peor para la monja. Se ordenó quemar sus libros y los que se salvaron fue por la protección de Doña María Luisa, quien se encargó de protegerlos.

No había mucha opción: renunciar al Monasterio y dedicarse a las letras de manera libertina como una mujer que, sobrepasando el pensamiento de su época, iba a ser denostada por más protección que tuviera; o renunciar a publicar sus letras y dedicarse a la vida religiosa.

Octavio Paz escribió sobre ella:

«Había convertido la inferioridad que en materia intelectual y literaria se atribuía a las mujeres, en motivo de admiración y aplauso público; los prelados transformaron esa admiración en pecado y su obstinación en continuar consagrada a las letras, en rebeldía. Por eso le exigieron una abdicación total».

No dejó de escribir, pero ya nadie más leería sus escritos. Pidió perdón en una declaración que dice de puño y letra:

Aquí arriba se ha de anotar el día de mi muerte, mes y año. Suplico, por amor de Dios y de su Purísima Madre, a mis amadas hermanas las religiosas que son y en lo adelante fuesen, me encomienden a Dios, que he sido y soy la peor que ha habido. A todas pido perdón por amor de Dios y de su Madre. Yo, la peor del mundo: Juana Inés de la Cruz».

Resulta que Doña Luisa no era simplemente “Lisi”, sino María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga,  XI Condesa de Paredes de Nava, casada con Tomás de la Cerda y Aragón, III Marqués de la Laguna de Carmelo Viejo, Virrey de Nueva España. Tanto revuelo había provocado la relación entre la monja y la Virreina que el mismísimo Rey,Carlos II, lo mandó a llamar de vuelta a la Corte española, en dónde conocían bien los escritos de Juana Inés al punto de equipararla al gran Quevedo.

Juana no soportó la tristeza de no ver más a su amada y dejó de escribir. Una epidemia de tifus afectó las tierras del Virreinato de Nueva España, hoy México; Juana se contagió mientras cuidaba enfermos y, al poco tiempo, murió. Tenía cuarenta y tres años.

Su obra, además de vasta, es inobjetable, precisa e impecable; su vida, inspiradora; su mente, extremadamente lúcida e instruida. En el Convento en donde vivió y murió hoy funciona una universidad que lleva su nombre.

Si viviera en estos tiempos y hubiera hecho exactamente lo mismo que hizo en su época, seguiría provocando horrores con su conducta libertaria, con su verborragia ilustrísima, con su osadía y virtud. Claro que no hubiera necesitado hacerse monja para estudiar, pero estaría al frente de las luchas por la igualdad en un país que sigue marcado por el machismo y fuertemente dominado por el catolicismo. No habría tenido empacho en salir a marchar por #NiUnaMenos, tendría millones de seguidores en Instagram y disfrutaríamos el placer de leer en tiempo presente con cuerpo y voz a una adelantada, una visionaria.

Aunque se haya asumido culpable de todo lo que la acusaban y ella misma se haya considerado “La peor que ha habido”, su voz diciendo: “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis” sigue teniendo vigencia trescientos treinta años luego de escribir aquellas letras.

Un 12 de noviembre de 1648 (o 1651, no se conoce el año exacto) ella nacía para ser mujer por sobre todo lo demás, escribir luego como Juana Inés le pesara a quien le pesara y, más tarde, ser absolutamente inmortal en las letras firmadas con el nombre que ella misma eligió.

Quien quiera leer su impresionante pensamiento sobre los derechos de la mujer puede disfrutarlo en “Carta Atenagórica” “Respuesta a Sor Filotea de la Cruz”. Quien dude del romance que tuvo con la virreina María Luisa, puede leer la extraordinaria recopilación de sus poemas hecha por Sergio Téllez-Pon titulada “Un amor ardiente”. Y por todo lo demás, la investigación realizada por Octavio Paz “Sor Juana Inés o las trampas de la fe” es quizás la que más justicia le hace al afirmar:

“La seducción que ejerce esta mujer particular, que es una intelectual orgánica en el sentido estrictamente gramsciano, que, como tal, termina enfrentándose a la ortodoxia y al poder en cuyo seno estaba integrada, y que sufre en sí misma la colaboración de la propia ideología con sus acusadores hasta llegar a autoacusarse.

La perfección de la obra y el carácter enigmático de la vida de esta curiosa monja, absolutamente consciente de ser mujer y completamente absorbida por una pasión inédita, la del conocimiento, que, precisamente por ella, tiene que neutralizar su sexo para poder acceder al ansia de conocer».

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