/Tantos disfraces

Tantos disfraces

–¿Lo pintamos?
–No, no, dejalo así, oxidado.
Tomé el banco de chatarras y hierros retorcidos y lo puse en la parte central del jardín. La cara de su propietaria estaba casi en éxtasis.

Es algo que me lo pregunto muchas veces: qué hay detrás de las modas retro, o de la decoración de lo viejo. ¿No será algo que nos está hablando de los tiempos que vivimos? ¿Cómo puede ser que tengamos ganas de llenar un jardín de muebles y chapas y tablas saladas emergiendo de borbotones de yuyos floridos, cortaderas y pastos llorones? ¿No es ese el escenario de un páramo obsoleto, o de un lugar abandonado, o de algo que en apariencia ha quedado al descuido total de un infame morador?

La moda es (siempre en una generalización antojadiza) aquello que nos genera la imagen que queremos vivir y transmitir. Beatriz Sarlo en “Escenas de la vida posmoderna” habla del disfraz de los jóvenes que salen a la noche a un programa que define como un carnaval, una tertulia armada para lucir los disfraces. Habla de que una chica vestida como una prostituta no es una prostituta, sino que es una mujer que se puso un disfraz. Podemos intuir que aquella chica usa ese disfraz porque está buscando explorar algo en aquella identidad. Pero claro, el libro de Beatriz Sarlo es del ’98. No es menor el dato, porque yo creo que los disfraces se hicieron carne, y no es que transformaran a aquellas chicas en prostitutas, sino que las habilitaron psicológicamente para tomar de aquellas identidades escenográficas aquello que les gustaba y descartar lo que no. En el libro de Sarlo no se usa el ejemplo contrario, de la chica que se enfunda en largos tapados y pantalones sueltos que, sin perder elegancia (o sí) se disfrazan… ¿se disfrazan de qué? ¿A quién le pasan el mensaje del disfraz que pavonean?

Todos, o casi todos nos vestimos con un fin. Me visto elegante porque tengo una reunión, me visto de trabajo de campo porque tengo que arreglar un alambre, o me visto de trabajo de ciudad porque tengo que pintar una casa. No son los mismos disfraces. Incluso el que rompe con la moda vistiéndose diferente, debe tomarse ese trabajo. Ya no habla solamente del que se viste, sino de los que lo miran. Es una manera de identificarse en un mundo cada vez más solitario e individual.

No sería tan destacable este asunto si no se encontrara en los demás aspectos estéticos de nuestra vida: la decoración de la casa donde vivimos, el aspecto de nuestra oficina o nuestro lugar de trabajo, el peinado…, el jardín.

Entonces, ¿qué significará que pongamos elementos “retro” o materiales viejos, casi de descarte, chatarra, chapas oxidadas en parques que cuestan mucho dinero? ¿Qué disfraz supone aquella decoración? Precisamente mientras escribo estas líneas tengo en frente mío aquello, una reja con dos sillas, todo oxidado, rodeado de plantas. Pienso que por un lado hay una necesidad de buscar lo auténtico, aquel lugar que tuvo la decoración propia del uso y quedó congelado en el tiempo. La belleza de lo descuidado, de lo no valorado en su momento, el rescate de lo que no era importante en el pasado. Las plantas, aquellas invasoras irreverentes que invaden cualquier páramo de la mano de las aves, que se fecundan y reproducen con los insectos y luego parapetan roedores y animales más grandes, son las hacen que el abandono vuelva a tener vida, un transcurrir callado, silencioso, una reconquista de la naturaleza contra el destructor humano que se apropia y domina a todas las criaturas con las que se cruza. Y confieso que esa sensación de triunfo de la naturaleza por sobre el hombre es una intensa experiencia. Estar en un lugar donde no somos vencedores, donde la naturaleza nos dice “cánsate de romper que cuando te vayas, cuando no estés, cuando finalmente mueras, volveremos y te haremos ruina y abandono”. Unas vidas vegetales y serenas, florecidas y esplendorosas sobre chatarra y madera roída que nos recuerdan que no vamos a ganar, que nos sentemos y miremos la desolación de nuestro trabajo carcomido por ella.

Pero también hay otra lectura. Precisamente la de sentarse y ver cómo lo que hacemos, lo que construimos bien, perdura en el tiempo a pesar del olvido y el abandono. La de ver cómo todo aquello que sucumbió a la indiferencia y el desprecio se mantiene debajo del óxido “como el clavo, que ya viejo y ruin vuelve a ser clavo”, parafraseando al poeta. Y así, como el clavo, miles de sillitas, chapas, rejas, cadenas y faroles viejos y ruines resucitan y se reinventan ya no como lo que eran sino como elegantes jubilados de canas marrones que disfrutan de un lugar al que jamás antes habrían podido aspirar en su vida útil. ¿Será una forma de hacer justicia a los postergados de la infancia de los propietarios de aquellos jardines, o la manera de sentirse redimidos creándole a la naturaleza un ágora sereno y silente donde la naturaleza vence cada vez, cada madrugada, cada atardecer…?

La respuesta probablemente esté en cada propietario, pero sí todos tienen algo en común: aquello es, siempre y en todo caso, un disfraz.

 

–Mirá, Jorge, ¿te gusta el banquito de hierro que puse en el jardín?
–¡Qué lindo! ¿Lo vas a pintar…?